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La cocina ‘inofensiva’

Las bonanzas trajeron la posibilidad de hacer dinero con menos riesgos que cultivar, cuidar, regar y esperar.

Arepas

Arepas. Imagen de Luis Germán Gómez

En el 2009 trabajaba con sobrevivientes del conflicto armado colombiano en Montes de María, una región compuesta de montañas y ciénagas que reúne a quince municipios de los departamentos de Sucre y Bolívar. Mientras laboraba me pregunté qué método me permitiría contar las historias más difíciles o imposibles sin que nos sintiéramos más vulnerables o expuestos. Como diría la antropóloga Veena Das, ¿cómo es posible encontrar la escala, la justa medida para narrar el dolor, la muerte, la violencia y la supervivencia? En mi caso, la respuesta a esa pregunta fue definitiva: cocinando.

Yo era una desconocida a la que estas personas habrían de contarme historias que los habían hecho más vulnerables, historias tristes, historias de viejas glorias y de personas que ya no estaban vivas. Historias de viejos festejos y ahí, en una de esas fiestas que ya no se celebra pero que mis entrevistados recordaban con alegría, apareció la primera pista para responder a mi pregunta: el ñame. Ñame espino, ñame morado, ñame diamante, dulce de ñame, ñame para el mote, agua de ñame para las costras y para la buena piel.

Allí, viejos paisajes vuelven a la memoria, pasan por el paladar y surgen los motivos para seguir preguntando por recetas que llegaban como punzada al corazón antes de que comenzaran los sobrevuelos de las avionetas.

El mismo ñame que abundaba antes de que se iniciaran los sobrevuelos y aspersiones contra los cultivos ilícitos durante el llamado “Plan Colombia”. El que crecía en el mismo suelo con otras plantas como el tabaco, el millo, el aguacate, la yuca, los frijoles cuarentanos, el ajonjolí y los maíces. Ese mismo ñame que comenzó a escasear y del que cada vez hubo menos variedad. Ya no se volvió a ver del morado, ni del baboso, pero igual en las cocinas se siguió elaborando el dulce de ñame y en la vereda Las Brisas de San Juan Nepomuceno, se siguió festejando la llegada de esta cosecha con el conocido Festival del ñame del que habría un rey, un premio al ñame de mayor tamaño y un montón de recetas ¿de qué? de ñame.

La cocina aparentemente inofensiva es terriblemente elocuente, porque desde allí se narran historias sobre lo que abunda, abundó, escaseaba y escasea.

La disminución progresiva de las cosechas y el incremento de las formas brutales y explícitas de violencia fueron restándole motivos a los encuentros. Poco a poco se fueron acabando los ánimos de festejar entre campesinos que estuvieron orgullosos de sus abundantes cosechas y de un pasado común como integrantes de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) que vivieron bajo el lema “la tierra es pa´l que la trabaja”.

Al oír el relato del Festival del ñame pensé en lo poco atractivo que era hacer una entrevista con una grabadora de por medio, cuando podíamos cocinar mientras compartíamos estas historias. La transcripción sería un reto, pero el experimento valía más que la pena.

Cocinamos. Nos juntamos. Reímos. Nos conocimos a través de la comida y luego disfrutamos de lo que habíamos preparado. También sentimos tristeza. La cocina nos abrió un paréntesis por el que entraron todas las edades y en donde saber leer o escribir no importaba. Cocinar hizo que nos sintiéramos útiles.

Casi diez años después, en otra comunidad donde la timidez y el silencio son formas de mantener las ideas de las mujeres a salvo, me formulé la misma pregunta metodológica. A este nuevo trabajo comunitario había que sumarle que yo no hablaba su lengua y que ellas en mi presencia hablarían poco o nada de español. Nuevamente la respuesta fue la cocina. 

Mientras pelábamos plátano cuatro filos, cosechábamos flores de calabaza o de matarratón y pilábamos el guandúl para convertirlo en deliciosas arepas, se fue construyendo la confianza que luego nos permitió compartir historias, ya no sobre el pasado violento, sino sobre las expectativas productivas de mujeres hábiles con sus manos. 

La cocina, aparentemente inofensiva, de la que salen platos para alimentar tropas enteras y en las que se juntan mujeres que conversan sobre sus ambiciones productivas, es también el lugar al que llegan los ingredientes que por sí mismos hablan de las transformaciones que ha tenido el paisaje de la comarca. La cocina aparentemente inofensiva es terriblemente elocuente, porque desde allí se narran historias sobre lo que abunda, abundó, escaseaba y escasea. Es allí donde a través de recuerdos de recetas y festejos se dibujan paisajes y cultivos de semillas que ya no se siembran. Allí, viejos paisajes vuelven a la memoria, pasan por el paladar y surgen los motivos para seguir preguntando por recetas que llegaban como punzada al corazón antes de que comenzaran los sobrevuelos de las avionetas. Antes de que se sintiera vergüenza de emborracharse con guarapo y se volviera más prestigioso ser empleado para comprar ron en la tienda. Incluso, antes de que las bonanzas trajeran la posibilidad de hacer dinero con menos riesgos que cultivar, cuidar, regar y esperar. 

Antropóloga, magister en historia y jardinera. Trabajó durante más de siete años con comunidades campesinas y étnicas que sobrevivieron al conflicto armado en Colombia. Desde hace más de cuatro años vive en la Sierra Nevada de Santa Marta desde donde trabaja en proyectos de regeneración de ecosistemas y conservación de la diversidad en todo el Caribe.

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