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En carne y hueso: condición para una revolución educativa (Segunda parte)

Los maestros están llamados a portar la llama del encuentro, de la conversación, del acercamiento con los otros, que crea lazos de empatía, de filiación y de afecto, ese calor humano que no lo sustituirá jamás los más sofisticados avances tecnológicos.

Conversación

Conversación. Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

“El rito es una necesidad vital… el rito organiza la vida

 en común, domina la vida cotidiana y marca el tiempo y

delimita el espacio de la existencia personal y colectiva”.

 Joan-Carles Melich

No hay ya el ritual de ir a la escuela. Tampoco el de celebrar el paso a la adultez cuando se recibe el diploma de bachiller. Las celebraciones han perdido su carácter aglutinante y simbólico y las quinceañeras no han podido gozar de todo el ritual que encierra su paso de niñas a mujeres. En muchas casas ni siquiera se ha podido realizar el ritual para despedir a sus muertos.

La escuela debe revitalizar esos rituales, esas voces, esos sentimientos que el confinamiento obliga a olvidar y que los medios de comunicación trivializan, convirtiéndolos en amarillismo o en burdo espectáculo. Pienso que los maestros tienen una oportunidad única de brillar como gestores de lo humano. Es el paradigma relacional lo que está en crisis. En cada clase debe ponerse, como dice Carlos Skliar, el mundo sobre la mesa, hacer de cada encuentro un banquete, donde se habla de las problemáticas y el plato fuerte es recordar “lo pequeño, lo ínfimo, lo trascendente, no caer en las telarañas de la utilidad y el provecho y el beneficio”. En ello insiste Heidegger, en la conferencia dictada hace 69 años: “… nuestro actual habitar está acosado por el trabajo, es inestable por perseguir el provecho y el éxito”.

¿Cómo empezar clases y no hablar de los estragos de la pandemia y de los avances esperanzadores en la búsqueda de una vacuna que neutralice su carácter mortal?

¡Cuánto daño nos ha causado el discurso del éxito! “Ve por lo tuyo, pasa por encima de quien sea, no importa lo que debas hacer, lo importante es ganar”. Un eslogan que se convirtió en símbolo de esta época. Ha sido el peor espejismo: hizo sentir a nuestros jóvenes que la escuela era una pérdida de tiempo. Los héroes, los personajes, los referentes a emular eran quienes de la noche a la mañana encumbraban al poder, a la riqueza o a la fama. Para ahorrarse el largo camino de la escuela allí estaban los ejemplos del patrón, del “traqueto”, de los lavadores de dinero y del sicario. Y en la “franja educada” el ejemplo era el político corrupto que arma toda una empresa para lucrarse con lo público (lo de toda la sociedad).

¿Puede la escuela permanecer callada? o ¿debe traer a la memoria colectiva los relatos legendarios que exaltan las virtudes que protegen la convivencia, que restauran el principio ético del cuidado del otro, de ponerse siempre en su lugar, de convertir el trabajo en equipo y la solidaridad como escenarios que hacen realidad los lazos de fraternidad que estos tiempos difíciles reclaman?

“A gran salto, gran quebranto”, es la enseñanza sencilla y profunda de la historia de la Roca de Tarpeya, en la que la virgen vestal que le dio su nombre traiciona a su pueblo abriendo las puertas de la muralla, embelesada en la posibilidad de ser premiada con los brazaletes dorados que portaban los invasores. Estos vieron en ese gesto que les permitió entrar y tomar la ciudad, un acto desleal que mostraba la esencia perversa de alguien que era capaz de darle la espalda a su gente y, por eso mismo, no podía ser digna de confianza. Golpeada por sus escudos fue arrojada al abismo. Lo que se obtiene sin esfuerzo, dicen nuestros abuelos, generalmente se escurre como agua entre los dedos.

Estas son las historias que deben brotar de los labios de los maestros para que sean los estudiantes quienes reflexionen, establezcan diálogos con textos leídos y hagan intertextualidad con situaciones cercanas.

En estos días un estudiante que tuvo a su padre infectado por el coronavirus me decía algo que puede sonar insólito: “Profe, con el drama que hemos vivido en nuestra casa, al sentir que el Covid se llevaba a nuestro padre entendimos muchas cosas que la escuela nos había enseñado, pero que no le encontrábamos aplicabilidad. El médico que lo atendió nos dijo: su padre, para terminar de restablecerse, y ustedes que permanecen encerrados, deben salir todos los días y tomar un baño de sol de mínimo 20 minutos. Esos rayos benevolentes no los reemplaza ninguna medicina. Profe, qué vergüenza admitirlo, pero todo esto me hizo estudiar el cuento de las vitaminas y me hizo entender el culto sagrado que los pueblos indígenas le rendían al Sol, su astro rey, el que nos permite vivir en la Tierra”.

Quitarnos las orejeras que crecen a la sazón de las sectas y los dogmatismos, de poner en cuestión ciertas verdades y en forjar la conciencia sobre el cuidado de los otros.

¿Por qué eludir el tema de nuestra fragilidad, el temor a la muerte y el dolor por la pérdida que hemos sufrido de cercanos o de familiares? ¿Cómo empezar clases y no hablar de los estragos de la pandemia y de los avances esperanzadores en la búsqueda de una vacuna que neutralice su carácter mortal? Cómo no exaltar la capacidad de la ciencia para enfrentar las graves enfermedades que han asediado al mundo a lo largo de la historia. Cómo no hablar de esa misma capacidad humana puesta al servicio de la invención de armas de destrucción masiva o de la producción de drogas psicoactivas que sumergen en la alucinación y el deterioro a quienes caen víctimas de la adicción.

Empieza una clase de noveno, décimo o de once: “Profe, ¿se dio cuenta de las masacres en Nariño, Cauca, Arauca y del barrio Llano Verde en nuestra propia ciudad? Profe, ¿se enteró del ataque a los policías que acompañaban la entrega de los cuerpos de los seis hombres asesinados en la Vereda Guayacana, cerca de Tumaco?”. ¡Fue horrible!, un policía murió y el carro quedó envuelto en llamas. Puede un maestro decir: “¡No nos desviemos del tema!, eso lo pueden ver ustedes en los noticieros, ¡no podemos perder tiempo!”.

Afortunadamente muchas instituciones enfilan en el camino correcto. Han decidido que la filosofía no debe esperar los últimos años del bachillerato y la han incluido en el currículo desde la primaria. Otras han aumentado la intensidad horaria de clases de educación física, de música, de danza, de teatro y de arte. Son instituciones que se la juegan por lo humano, que entienden la importancia de despertar el espíritu creativo y el espíritu crítico en nuestros estudiantes. Son directivos que asumen la educación como acto poético de lo humano, en palabras de Joan-Carles Melich: “La educación no puede perder su acción simbólica, mítica y ritual”. Como lo dijera Hannah Arendt: “La educación es el momento ético de expresar nuestra humanidad en actos de acogida, de hospitalidad, de solidaridad, de amistad y de amor. Son los otros los que interpelan ese hilo sagrado que nos hace semejantes”.

Escuchémoslo en palabras del escritor español José Agustín Goytisolo:

“¿No sientes, como yo,

el dolor de su cuerpo

repetido en el tuyo?

¿No te mana la sangre

bajo los golpes ciegos?

Pienso que estamos frente a un hecho histórico que nos marcará para siempre y la escuela debe salir robustecida de esta encrucijada. Los maestros están llamados a portar la llama del encuentro, de la conversación, del acercamiento con los otros, que crea lazos de empatía, de filiación y de afecto, ese calor humano que no lo sustituirá jamás los más sofisticados avances tecnológicos. Niños, jóvenes, adultos, adultos mayores, todos nos hemos vuelto dependientes de los dispositivos electrónicos, los sentimos como cordones umbilicales que necesitamos para vivir. Es la oportunidad para enriquecer su uso en el despliegue del afán investigativo, de compartir saberes, de valorar la diversidad cultural de las distintas naciones, de quitarnos las orejeras que crecen a la sazón de las sectas y los dogmatismos, de poner en cuestión ciertas verdades y en forjar la conciencia sobre el cuidado de los otros.

Quisiera pensar que esta experiencia de la pandemia permitirá aflorar lo mejor de cada uno de nosotros y que los maestros harán su mejor esfuerzo para que, mientras regresamos a la escuela, sostengamos y hagamos resplandecer el hilo sagrado de lo humano, en palabras de Hugo Mujica:

“Buscar la tierra peregrinando, construir poéticamente en ella y habitarla, de modo de poder salvarla en cuanto tierra, eso colma la esencia del alma”.

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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