Pensar en convocar una movilización en medio de la pandemia puede ser criticado y visto por muchos como un acto de locura e irresponsabilidad, probablemente promovido por un grupo de personas que no están en su “sano juicio”. Vándalos, desadaptados, mamertos. Llámennos como quieran, pero desde los Países Bajos el 21S fue resultado de no aguantar más la indignación en el cuerpo. Fue el resultado de un llamado urgente a levantar nuestra voz en solidaridad con nuestro país y a no permitir que se normalice de nuevo el horror de la violencia en Colombia.
Es verdad que, a causa de esta pandemia, el año se ha tornado particularmente duro. Como especie nos hemos sentido vulnerables y se temen las consecuencias sociales y económicas de todo esto, especialmente para el llamado Sur Global. Muchas cosas nos han robado la calma y nos han mantenido alerta.
Muchos nos conocimos desde la virtualidad y desde allí logramos organizarnos, proponer y trabajar juntos.
Este ha sido un año para la incertidumbre y por eso, al analizar el contexto mundial uno entiende porque la Organización de las Naciones Unidas -ONU- decidiera dedicar el emblemático Día Internacional de La Paz (21 de septiembre) a unir al mundo para luchar en contra del enemigo silencioso. El Covid-19 se ha robado todo el protagonismo.
Quienes hemos enfrentado esta situación en la migración, sentimos que nos ha “pillado fuera de base”. Desde la distancia hemos teniendo que lidiar, por una parte, con las emociones encontradas por los manejos de la pandemia y las restricciones en el lugar donde residimos y, por otra, con la angustia por los familiares y amigos que se vieron bajo confinamiento estricto, en un país tan desigual como Colombia. Por supuesto, las noticias de fallecidos, pérdidas de trabajos, necesidades básicas insatisfechas y sufrimiento no han dado tregua atravesando rápidamente el océano, casi a diario.
Sí. El 2020 no ha sido fácil, el corazón ha estado “arrugado” todo el año. Y cuando, a todo esto, sumamos las noticias desgarradoras que nos deja nuestro país, la sensación de dolor, indignación e impotencia es insoportable.
Aquí, en los Países Bajos, la pandemia nos invitó voluntariamente a guardar distanciamiento social y a no frecuentar amigos o familiares. Amablemente el primer ministro Rutte nos pidió que nos quedáramos en casa y así lo hicimos la gran mayoría, porque tuvimos ese privilegio. Sin embargo, aquí rápidamente las medidas fueron cediendo, en lo que llamaron un lockdown inteligente, y aprendimos a juntarnos en pequeños grupos, al aire libre y con distanciamiento social.
A partir de ese momento, comenzaron nuestros encuentros. Nos juntamos de vez en cuando, entre esos amigos que uno hace cuando migra con quienes comparte la cultura, el idioma, la comida y las risas. Con estos espacios aparecieron también los momentos de catarsis colectiva.
Descubrimos que entre colombianos comenzábamos hablando de los estragos de la pandemia y siempre terminábamos en noticias desgarradoras sobre asesinatos de líderes sociales, defensores de Derechos Humanos, abusos de poder, masacres… muerte y más muerte. Vergüenza. La lista de hechos macabros se hacía cada vez más larga y se sumaban los escándalos políticos de un país en crisis por el desgobierno que representa Duque.
Decidimos realizar una muestra artística en la que pudiéramos rendir homenaje a tantas vidas humanas arrebatadas por la violencia y nos vestimos de negro porque los colombianos estamos de luto.
Muchas veces se nos hacia un nudo en la garganta, otras se nos despertaba la retórica y comenzábamos a discutir la situación política, social y económica del país. Así, entrabamos en discusiones intentando analizar las causas estructurales de esta escalada del conflicto y de la violencia. Nosotros tratando de explicar tanto horror que, en realidad, no tiene explicación.
En nuestras “juntadas”, entre amigos y conocidos que han venido a estudiar o que se han conocido por casualidad; sin muchas conexiones previas o militancias políticas necesariamente compartidas, comenzamos a notar que todos, de una u otra forma, llevamos años pronunciándonos sobre estos temas y tratando de “arreglar el país”.
Algunos hemos participado activamente en manifestaciones, movimientos sociales o hemos trabajado buscando hacer un poco de contrapeso a esa lógica de la guerra, otros se han dedicado desde la academia ha visibilizar los problemas de Colombia o a facilitar espacios de debate, pero todos, absolutamente todos, nos reconocimos amantes de la vida e indignados porque en Colombia ese derecho fundamental es un privilegio de pocos. Cada vez de menos.
Todos tenemos la ilusión de un país en paz y estamos convencidos de que la guerra, la muerte y el horror no pueden ser el único camino para Colombia.
La nueva normalidad comenzó a transcurrir leve para nosotros en los Países Bajos y entre junio y julio vimos aparecer los informes sobre los líderes sociales asesinados en el país. La comisión de verificación de la ONU prendió las alarmas porque la pandemia no era una excusa para que los crímenes contra ellos y ellas cesaran. Todo lo contrario. La violencia en escalada, una vez más, nos mostró que en Colombia no tiene límites y menos cara.
Para agosto sencillamente las noticias no paraban. Llegó un momento en el que nos reuníamos a hablar con terror de ese recrudecimiento de la guerra, ya ni siquiera la pandemia nos asustaba tanto. Luego de tantos meses en confinamiento estricto; con el país sumido en una crisis económica y con la gente pasando hambre, el panorama nos fue más que desesperanzador. Sencillamente insoportable.
La catarsis colectiva y las diferentes preocupaciones que, por los jóvenes, los líderes, los defensores, los activistas medioambientales, los militantes de partidos de oposición, los grupos indígenas, las mujeres, el acuerdo, las cortes, fueron los detonantes para comenzar a pensar realmente en movilizarnos.
A principios de septiembre, desesperados, pensamos “hay que hacer algo YA, cualquier día” porque simplemente sentíamos que necesitábamos sacar este sentir, pronunciarnos de alguna forma, mostrar solidaridad y negarnos a normalizar tanta barbarie.
Ahí fue cuando supimos que había llegado el momento de movilizarnos. Comenzamos a contarle a más gente y sin tenerlo muy claro apostamos por juntarnos a crear esta propuesta colectiva.
Poco a poco fueron apareciendo colombianos residentes en diferentes ciudades de los Países Bajos interesados en participar; a diferencia de otras ciudades europeas aquí no hay un activismo de colombianos organizados, así que muchos nos conocimos desde la virtualidad y desde allí logramos organizarnos, proponer y trabajar juntos. Cada quien aportó desde lo que pudo, comenzando por sus ideas.
Al mismo tiempo comenzaron a llegarnos las noticias de las acciones de otros colombianos en Europa y nos motivamos aún más. Entonces decidimos de manera concertada que llenaríamos nuestra movilización de simbolismo.
Nos resultó más que pertinente realizar la jornada frente a la Corte Penal Internacional porque lo que sucede en Colombia son crímenes de lesa humanidad y allá la justicia, la democracia y las cortes están en riesgo.
Nuestra acción tendría lugar en la ciudad de la paz, La Haya, y en el marco del Día Internacional de La Paz porque sentimos que el mundo debe saber que en Colombia no conocemos eso, hay un acuerdo de paz sin implementar y la guerra sigue gobernándonos.
Acordamos que nuestro medio y nuestra herramienta de comunicación sería el arte, nuestros propios cuerpos. Decidimos realizar una muestra artística en la que pudiéramos rendir homenaje a tantas vidas humanas arrebatadas por la violencia y nos vestimos de negro porque los colombianos estamos de luto. Usamos “trapos rojos” recordando la señal de alerta que muchos hogares lanzaron durante la pandemia; informando que se morían de hambre en medio de esa cuarentena estricta a la que fue sometida el país.
Nosotros quisimos llevar ese símbolo a otro nivel.
Desde los Países Bajos, frente a la Corte Penal, levantamos el “trapo rojo” para pedir a la comunidad internacional que vuelva a mirar hacia Colombia, porque allá no solo es la pandemia lo que nos está matando. En nuestro país no paran de suceder cosas siniestras. Masacres, desapariciones, abusos de poder por parte de las fuerzas militares y policiales y sí, en la guerra desaparecen, usan y asesinan jóvenes.
Por eso para nuestra puesta en escena elegimos la canción ¿Quién los mato? del cantautor colombiano Hendrix Hinestroza Mosquera quien, acompañado por un grupo de artistas afrocolombianos, creó esta sentida letra en memoria de todos los jóvenes desaparecidos y especialmente de los asesinados en Llano Verde, Cali, Valle del Cauca.
Saber que el privilegio NO nos quita la empatía, la ideología o posición política NO nos distancia y que hoy nos une, más que nunca, el amor y el respeto por la VIDA.
El 21S desde los Países Bajos nos movilizamos de manera pacífica, segura y con garantías. Pudimos hacer lo que muchos colombianos no pueden; ejercer su derecho a la protesta sin miedo a perder la vida.
Asistimos aproximadamente un centenar de personas y como medidas de prevención frente al Covid usamos tapabocas rojos, mantuvimos la distancia de 1.5 metros entre nosotros y limitamos el contacto físico. Aunque, en realidad, eso fue lo que menos nos preocupó. De hecho, al finalizar nuestra jornada, muchos sentimos que nos faltó poder darnos un abrazo porque no fue fácil resistir al entonar el coro de Hendrix, preguntándonos ¿Quién los mato?, al leer los nombres de los líderes asesinados desde el 2016 hasta la fecha (más de 1000 según los datos de INDEPAZ) y al pintar nuestra bandera en el suelo con siluetas de cuerpos humanos sin vida que se quedaron frente a la Corte Penal Internacional.
A nosotros nos quedó la mezcla de emociones. La satisfacción de eso que construimos colectivamente, a lo que sumamos de manera voluntaria todos, y la tristeza de un país que no deja de rompernos el corazón; porque ese mismo día amanecimos con noticias desgarradoras, una vez más, de esa juventud en riesgo.
Sí. A nosotros nos movilizó el amor a la vida, la indignación, la solidaridad. Y nuestra propuesta colectiva termino sumándose al 21S en Colombia.
Nos queda la alegría por colaborar juntos y sentir que somos muchos en del mundo los que exigimos el derecho fundamental a la vida para todos los colombianos. Saber que el privilegio NO nos quita la empatía, la ideología o posición política NO nos distancia y que hoy nos une, más que nunca, el amor y el respeto por la VIDA. Las ganas que tenemos de un país más justo y el deseo de conocer la paz.
Aquí seguiremos, intentando mantener viva esta llama.