La serie Los 100, de Netflix, nos muestra cómo una comunidad de sobrevivientes de un cataclismo nuclear en la Tierra vive durante 100 años en una plataforma espacial y retorna al planeta para volverlo a habitar. Debido a la limitada capacidad de espacio y de recursos como oxigeno y alimentos, quienes habitan la nave se ven enfrentados a un duro régimen; de alguna manera consensuado por la necesidad de mantener la vida de las mayorías, que los lleva a castigar de forma desproporcionada cualquier falta a la convivencia sin importar lo pequeña que sea.
Así, quienes cometen una falla o un delito, son sometidos a diversos castigos que van desde latigazos eléctricos hasta la expulsión de la nave. Cuando llegan a la Tierra no hay límite de espacio ni de recursos; las normas radicales y la filosofía que la sustentan carecen de aplicabilidad y terminan adaptando las normas al nuevo entorno.
Los métodos y prácticas tradicionales del conflicto como los consejos de guerra, los ajusticiamientos a delatores y traidores; las prácticas disciplinantes de la tropa y en general de la militancia; la continua insistencia en la obediencia; y la confianza en el mando para la continuidad de la lucha se vuelven innecesarios, inapropiados, e incluso ilegales en un contexto de construcción de paz.
Como era de esperarse, esta adaptación les lleva un tiempo considerable, sobre todo a quienes dirigían a la población en el espacio. Surgen cuestionamientos, debates y conflictos profundos con los subordinados que generan problemas de convivencia e incluso violencia. Algunos la ejercen para persistir en sus posiciones de poder, y otros para resistirse a seguir siendo gobernados de la misma manera.
Una situación similar se vive en los procesos de transformación de insurgencias armadas a movimientos políticos legales después de los procesos de paz, en lo que se ha llamado posinsurgencia. Los métodos y prácticas tradicionales del conflicto como los consejos de guerra, los ajusticiamientos a delatores y traidores; las prácticas disciplinantes de la tropa y en general de la militancia; la continua insistencia en la obediencia; y la confianza en el mando para la continuidad de la lucha se vuelven innecesarios, inapropiados, e incluso ilegales en un contexto de construcción de paz.
Sin embargo, aunque es legalmente imposible ejecutar ciertas prácticas violentas en un escenario de inmersión de los grupos insurgentes en la legalidad burguesa, existe de todos modos una intención, aparentemente involuntaria, de continuar con prácticas similares que, si bien no llevan al ejercicio de la violencia, sí intentan persistir en las lógicas propias de la guerra. Lógicas que insisten en la existencia de mandos y subordinados, órdenes y tareas a cumplir sin cuestionar y una obediencia casi religiosa a ciertos mandos ahora convertidos en dirigentes.
La continuidad de estas prácticas se manifiesta aún más en el desprecio a los subalternos, en la prolongación del imaginario interno de una falsa vanguardia, y en la sacralidad de las estructuras tradicionales de partidos comunistas del siglo xx que no son cuestionadas ni pensadas para ser adaptadas al contexto del nuevo siglo y a las condiciones actuales de la sociedad.
Estas prácticas de obediencia como la confianza en el mando, el conducto regular o el centralismo democrático, pretenden repetirse y continuarse en el escenario del nuevo partido o movimiento; ya sea por costumbre, pragmatismo, porque es más provechoso seguir mandando; porque se desconocen otras formas alternativas de orientar el quehacer político; o simplemente porque no se concibe un movimiento social por fuera de estos usos.
En una conversación con el fallecido académico holandés Ralph Sprenkels —militante internacionalista de una agrupación revolucionaria salvadoreña durante la guerra y estudioso de la transición de estas a movimientos posinsurgentes— explicaba que, pasado un cuarto de siglo de la firma de la paz, los liderazgos de las guerrillas centroamericanas no fueron relevados ocasionando un “atornillamiento” en el poder de algunos dirigentes, impidiendo la llegada de nuevas y creativas generaciones.
Se dice también que los dirigentes históricos de las organizaciones y sindicatos que apoyaron clandestinamente la guerra de los rebeldes fueron reemplazados rápidamente, una vez firmados los acuerdos, por cuadros militares, lo que generó un fuerte impacto en los procesos existentes, llevándolos incluso a su deterioro y extinción. En últimas, no solo continuaron las prácticas orientadas a la obediencia, también se eternizaron quienes estaban acostumbrados a fabricarlas.
Mientras algunas lógicas tienden a perpetuarse otras se ajustan a los nuevos tiempos. Por ejemplo, los conflictos entre ex combatientes, sobre todo los mandos, parecen exacerbarse una vez se firma un acuerdo de paz. Académicos, militantes y simpatizantes de los diversos grupos de liberación en el mundo parecen coincidir en que los procesos de paz se hacen definitivamente para derrotar a los grupos revolucionarios ya que estos, una vez desarmados, mutan sus procesos tradicionales de construcción de una comunidad política revolucionaria hacia prácticas más competitivas de acomodamiento individual, donde parece importar más la carrera política o económica de unos pocos que el bienestar de todo el colectivo.
Es una lucha por las migajas de los procesos de paz. El establecimiento juega con los deseos y aspiraciones individuales de quienes antaño parecían dirigir la más pura de las causas revolucionarias.
En el proceso de paz salvadoreño, considerado modélico en cuanto a reincorporación económica, hubo situaciones internas de naturaleza política entre quienes habían abandonado las armas y los nuevos militantes del movimiento que no habían empuñado las armas, y entre los antiguos mandos militares y los exguerrilleros de base. Estas situaciones afectaron la buena marcha de la reincorporación. En lo que Sprenkels llama “acomodación política”, los cuadros dirigentes de la guerra oscilaron entre la tentación de vender sus luchas históricas a cambio de jugosos puestos burocráticos de la mano de sus antiguos enemigos y la continuación de su proceso revolucionario en el nuevo escenario de paz. Así lo recordaba un desmovilizado de la guerrilla salvadoreña entrevistado por Sprenkels: “El nuevo slogan para después de la guerra es: ¡sálvense que pueda!”.
Los excombatientes, principalmente los que ocupan cargos de responsabilidad y aspiran a posiciones políticas de relevancia, empiezan a competir entre ellos. Es una lucha por las migajas de los procesos de paz. El establecimiento juega con los deseos y aspiraciones individuales de quienes antaño parecían dirigir la más pura de las causas revolucionarias. Puestos burocráticos, pequeñas cuotas en espacios de decisión e incluso coimas monetárias, son ofrecidas por el Estado y ciertas élites a los viejos cuadros con la intención de socavar la unidad y crear desconfianza entre mandos y bases.
Ocurre también que los ingresos de algunos cuadros son muy superiores a los de los militantes de base, situación que a los ojos de los segundos resulta una especie de traición a los principios de la organización. Mientras que en tiempos de guerra todos vivían en condiciones de escasez y compartían por igual las vicisitudes de la lucha, en los procesos de paz emerge una élite que se lleva la mejor parte de lo acordado en la negociación de paz. El acomodamiento de la élite guerrillera en contraste con la precariedad económica en que vive la mayoría de excombatientes mina el principio de lealtad. La especulación y la chismografía magnifican la realidad de la transición, creando un ambiente de recelo y desconfianza. Es el clima perfecto para que las élites propinen la estocada final contra los procesos revolucionarios y profundicen su agenda de dominación, despojo y corrupción.
Esta reflexión no va encaminada a cuestionar los procesos de paz muchas veces llevados a cabo por la necesidad de acabar las guerras, entendidas estas, como decía James Scott, como procesos donde frecuentemente, en vez de alentar situaciones revolucionarias lo que se termina es radicalizando posturas dictatoriales de quienes dominan. La reflexión está dirigida a cuestionar el rol y las posturas éticas que debieran pensarse los partidos o movimientos políticos “revolucionarios” después de los acuerdos de paz.
Generalmente, y como parte de la misma estrategia de destrucción del aparato revolucionario que adelantó una guerra, las élites que firman la paz y el Estado que las representa ponen a los nuevos movimientos políticos y a la población en reincorporación a trabajar en las lógicas de la cooperación internacional, de los proyectos productivos, del electoralismo, y generalmente los insertan en los tiempos y las dinámicas que ellos quieren.
Mientras la mayoría de las luchas armadas campesinas se hicieron, como diría Alfredo Molano, “a ritmo de campesino”, la paz se hace a ritmo de empresa capitalista, con agendas ajustadas, compromisos y tareas que cumplir donde difícilmente aquellos acostumbrados a guerras prolongadas pueden acomodarse. Entonces, mientras las nuevas organizaciones políticas dedican su tiempo a adaptarse a la agenda y a las lógicas del enemigo de clase, dejan a un lado la discusión teórica e ideológica que debería responderse ¿Para dónde vamos? y ¿Cómo lo vamos a hacer?
En ese descuido lo primero que ocurre es que ciertos sectores de la dirigencia, generalmente los más oportunistas que se esconden en una falsa ortodoxia marxista, se resisten a abrir sus organizaciones para ponerlas a transitar de una organización armada piramidal a una organización política amplia y más horizontal, muchas veces con el argumento de que, como lo dijera un viejo comandante de las FARC, “nosotros no rezamos aves marías para que otros hagan misa”.
Así, lo que debería ser una propuesta política amplia tratando de aglutinar no solo a quienes usaron las armas para manifestar su descontento sino también a quienes usaron las calles, la resistencia campesina, la protesta social, las clases escolares como espacios de crecimiento ideológico, etcétera; se convierte en un espacio exclusivo de quienes portaron un fusil, muchas veces haciéndose los ciegos ante la realidad que les pide mayor apertura y realismo político.
También se descuida la discusión ética. No habría mejor oportunidad para hacer escuelas abiertas de ética política dentro de las organizaciones revolucionarias que cuando se llega a la paz y se percibe la posibilidad de participar abiertamente en política. La paz es la oportunidad de demostrar a la sociedad que existe una nueva forma de hacer las cosas, de tramitar las diferencias, de administrar y defender lo público. La ética es lo primero que debe ponerse sobre el tapete. Antes que discursos marxistas y poner a repetir como loritos a la militancia el manual de Harnecker, las nuevas fuerzas olvidan que el máximo problema de las sociedades de hoy y de los movimientos sociales del presente está en el terreno de la ética. El cómo gobernar y cómo gobernarnos.
La sacrosanta repetidera de que la minoría se suma a la mayoría, de la crítica y la autocrítica y de la dirección colectiva y la responsabilidad individual, se transforman en un discurso vacío y perfecto para que hayan “minorías históricas” que sigan mandando, que no aceptan una crítica y que mucho menos responden individualmente por sus errores, ni trabajan colectivamente en las decisiones.
Algunos perciben al partido o al movimiento creado después de la guerra como una entidad cohesionada de cuadros altamente formados, que pretenden dirigir casi milimétricamente los procesos de trabajos de masas olvidándose de la fuerte dosis de creatividad y espontaneidad que tienen la mayor parte de los procesos emancipatorios.
Otros creen que después de la guerra quienes participaban en procesos sociales de largos años desconectados de las insurgencias van a saltar a los brazos del nuevo partido como la vanguardia que estaban esperando, cuando los movimientos posinsurgentes tienen que empezar prácticamente desde cero —y con toda la humildad y creatividad posible— para ganarse un espacio en las luchas que se desarrollaron paralelamente a la lucha armada.
La discusión sobre la participación amplia se ve muchas veces cegada por la repetición de esquemas de toma de decisiones que se quedaron implantados en el ADN de estas organizaciones y que no permiten avanzar hacia esquemas mas creativos de participación. El centralismo democrático, por ejemplo, se convierte en la sagrada metodología de participación donde unos esconden su autoritarismo y otros su incapacidad y temor para opinar.
La sacrosanta repetidera de que la minoría se suma a la mayoría, de la crítica y la autocrítica y de la dirección colectiva y la responsabilidad individual, se transforman en un discurso vacío y perfecto para que hayan “minorías históricas” que sigan mandando, que no aceptan una crítica y que mucho menos responden individualmente por sus errores, ni trabajan colectivamente en las decisiones. Son muy poco consecuentes. Estas prácticas, más que aumentar el nivel de participación de las bases militantes, solo refuerzan la creación de un partido de súbditos donde importa más la obediencia que la iniciativa y la creatividad de la militancia, en tanto garantiza la perpetuidad de los micro poderes existentes.
Lo que se descuida por parte de las organizaciones revolucionarias en su etapa posinsurgente, es fundamentalmente una discusión seria que se piense éticamente cómo hacer esa transición para la construcción de alternativas políticas reales, permitiendo al máximo la participación democrática de todas las fuerzas que se suman a la construcción de la paz, evitando correrle afanadamente a la agenda de la paz neoliberal de las élites.
Por el contrario, lo que se debe dejar en el pasado, son las estructuras mentales provenientes de la guerra que implican obediencia total de los militantes y el posicionamiento de liderazgos en función de su pasado militar más que en sus cualidades éticas. En últimas, en la política posinsurgente debería importar más la construcción de una ética radical que el posicionamiento de prácticas excluyentes y vanguardistas por el solo hecho de haber disparado un fusil.