En uno de esos días grises en los que cada noticia parecía competir con las demás por ser la más desalentadora, solo podía darle vueltas a una idea: la esperanza es inviable. Compleja, la esperanza es compleja, me respondió a modo de corrección un amigo al que quiero y admiro mucho. Él sabe por qué lo dice: ha conocido de cerca la lucha de muchas comunidades por la defensa de sus derechos y su vida y sabe que, a pesar del dolor, la alegría y la solidaridad se levantan donde menos se les espera para dar un respiro o, por lo menos, para dejar señales de que es posible cambiar la realidad.
Él cree que la esperanza no solo es necesaria sino también, urgente.
En eso estamos de acuerdo. No nos queda más remedio. Si una pandemia como la que estamos viviendo y que nos afecta a todos no es capaz de sacudirnos como especie para modificar la manera en la que nos relacionamos con el planeta, no me imagino qué otra conmoción mundial pueda removernos. Hay que cambiar el rumbo ya, y no lo digo yo. Lo dicen los investigadores que estudian con preocupación el acelerado derretimiento del Ártico, las altas concentraciones de gas carbónico en la atmósfera, la rápida pérdida de especies y la creciente degradación de hábitats terrestres y marinos.
Seguimos destrozando a golpes la casa en la que vivimos, la única que conocemos.
Y si estos ejemplos nos parecen lejanos, habría que escuchar a los epidemiólogos que prevén nuevos virus a escala global. Tal vez ahí sí prestemos atención. Una vez superada esta pandemia, ninguno recomienda volver a la “vieja normalidad”. Todo lo contrario: insisten en la necesidad de cambiar los modelos de producción, fomentar estilos de vida que desestimulen la emisión de gases y acabar con las prácticas consumistas de usar y tirar. Ecología y salud humana otra vez interrelacionadas en una ecuación que solo puede dar como resultado la supervivencia.
Sin embargo, el pesimismo me gana.
Que las farmacéuticas que producen las vacunas contra la Covid-19 den prioridad a los países que puedan pagar al contado, vuelve a revelarnos como la especie mezquina que somos. En diciembre de 2020 cuando cada laboratorio comenzaba a dar alardes de su probada efectividad, solo el 14% de la población mundial ya había comprado el 53% de la producción. Es decir, los países ricos se habían asegurado la protección de los suyos, mientras que los pobres siguen en la cola esperando para poder pagar. Y esto no tendría que sorprendernos, acostumbrados como estamos a que la rentabilidad sea determinante, incluso ante decisiones elementales como, por ejemplo, dotar de agua potable a las poblaciones más vulnerables para evitar que cada año más de 500 mil niños mueran por enfermedades diarreicas.
¿Tendría que resignarme a que no hay salida? ¿Tendría que aceptar que nuestra especie es irremediablemente despreciable y autodestructiva? No y no. La esperanza es urgente y yo también me aferro a esa certeza.
Hace poco, Almudena Grandes recordaba que cuando Pandora abrió la caja prohibida escaparon todos los males del mundo y al ver las catástrofes que desataba, se apresuró a cerrarla antes de que se escapara Elpis, el espíritu de la esperanza. Lo último que puede perderse, lo único bueno que los dioses habían guardado en aquel cofre destinado a permanecer cerrado. Decía Almudena que es un arma poderosa la esperanza, y a mí me gusta verla así. No quiero ilusionarme con que algo va a cambiar con solo desearlo, quiero creer que es posible hacer, actuar, intervenir, modificar…Que la esperanza, aunque sustantivo, necesita conjugaciones en presente.