Nadie olvida su primer viaje al extranjero, por lo menos cuando éste se hace con tanta ilusión y esfuerzo, como me ocurrió. El mío fue a México. Viajé a un Rover Moot como parte de una delegación colombiana en la que éramos treinta y dos personas; además de recorrer el D.F. y sus alrededores, el Estado de Morelos, Michoacán, Sonora y Cancún, compartí con personas con las que hasta hoy conservo amistad. Pero cómo olvidar a mis tan solo dieciséis años, cuando un grupo de argentinos al conocer mi procedencia y a la hora de una gran comida, en medio de muchísima gente, empezaron a saltar, a hacer jolgorio a mi alrededor y a gritar:
– ¡Coca!, ¡coca!, ¡coca!, ¡coca!…
A lo que les contesté muy inocente:
– Sí!, ¡Coca!
Porque ¡claro! La coca para nosotros los indígenas es normal sembrarla para preparar el mambe. Su uso es tradicional y espiritual. Pensé:
– ¡Uy! Que gente más culta, conoce nuestra cultura.
Pero mis compañeros colombianos se molestaron mucho, pidieron a los chicos respeto, me tomaron de la mano y me llevaron a otro lugar mientras me explicaban que se referían a la cocaína, que debíamos hacer respetar nuestro país, nuestra patria, que no debemos permitir que la gente se burle de nosotros y todas esas cosas que nos inculcan, pero que luego una crece, madura y ve la realidad.
Y la realidad es la realidad, no podemos taparla con discursos ni falacias. La realidad es que somos un país de coca, de mala coca, esa llamada cocaína. La vida de una gran parte de la población se mantiene alrededor de ésta cadena productiva, pasando desde el trabajador más raso, quienes ubican el terreno, los sembradores, los raspachines, los picadores de hoja, los químicos que hacen el proceso de la pasta, los administradores de fincas, los patrones, los motoristas y sus ayudantes, los conductores de camionetas, los pilotos, los que venden y mueven la gasolina, los que abastecen de alimentación y mercancía necesaria a los jornaleros y laboratorios en lugares inhóspitos, compañías de avionetas, de productos químicos, los reclutadores de personal, las señoras de la cocina y atención al personal, las mujeres que viven de la prostitución, los dueños de bares, billares y centros de belleza en los pueblos aledaños, los intermediarios, el sector médico cirujano, hasta los encorbatados empresarios que se lucran del negocio, políticos que financian sus campañas y militares que se hacen de la vista gorda. Los trabajadores rasos permanecen en las selvas, pero los últimos atraviesan todo el país, de norte a sur, de este a oeste, desde las ciudades cercanas a los cultivos y laboratorios hasta las urbes como Bogotá, Medellín y Cali, donde se sientan como unos “señores” para negociar y direccionar las políticas del país. Cuando se recorre Colombia, se huele la cultura de la vida cocalera.
En esta situación en la que llevamos décadas y que se ha normalizado como un estilo de vida, toda la población termina afectada, sea cercana o no a este mundo paralelo que se vive en nuestro país, que aunque muchos quieran negarlo, existe. Especialmente es preocupante la situación de la juventud, una juventud que transita invisivilizada, sin oportunidades, sin futuro y lo peor, sin esperanza. En Colombia nos matan la esperanza para que nos sintamos felices viviendo del bono de miseria mensual del Estado, de las parrandas que regalan los políticos, de las ferias suntuosas y ordinarias que se hacen en los pueblos con artistas “exclusivos” financiadas por grupos dudosos, del billetico y la comida que se recibe el día de la votación o el contratico temporal.
Así pasa la cotidianidad y se obvia lo real. La realidad es que desde hace casi dos años nuestros jóvenes, los de la Amazonia colombiana se han visto envueltos, nuevamente, en el círculo vicioso de éste gran negocio. Oleadas de jóvenes desaparecen de la noche a la mañana por semanas enteras y no se vuelve a saber de ellos. Después de una temporada, aparecen por arte de magia, vuelven con dinero suficiente para pagar las deudas de sus familias y hacer sus parrandones; cuando el dinero se acaba, marchan de nuevo. Muchos no vuelven, desaparecen en su intento de lograr el falso imaginario de una mejor vida y del progreso. Es común encontrar poblaciones en las que habitan solo mujeres, en las que no hay jóvenes. Alguien se ha preguntado ¿De qué viven muchas familias humildes durante la pandemia? Familias de las ciudades y pueblos de la selva. ¿Qué ha pasado con jóvenes que se retiraron del colegio durante la pandemia porque no podían sostenerlos sus familias? Muchos de ellos se les ve con lujos, cuando es que se les puede ver.
Y es que la pandemia ha sido una gran oportunidad para aquellos que están en este gran negocio, los sembríos se intensificaron, de igual forma la producción. Mientras todos se preocupan por el virus, la cocaína se mueve frente a las autoridades no solo colombianas, sino frente a las autoridades de nuestros países vecinos. El río Amazonas y sus riberas de la triple frontera entre Colombia, Perú y Brasil son testigos de ello, también lo son los ríos Caquetá y el Putumayo por donde están definidos corredores de paso de cocaína.
De igual forma, se transitan trochas y ríos menores que bordean otros territorios sagrados para nuestros pueblos indígenas. Tal es el caso del Parque Nacional Natural Río Puré, figura de conservación con cerca de un millón de hectáreas, creada para proteger los pueblos indígenas en aislamiento voluntario, los Yurí – Passé. En medio de este perímetro que abarca una espesa y mágica selva, los jóvenes cargueros de cocaína atraviesan una trocha que implica una caminata de cuatro días de viaje a cambio de treinta mil pesos colombianos (8,5 dólares) por kilo. Cada uno acostumbra llevar diez kilos, lo que le permite obtener trescientos mil pesos (85,00 dólares) por cada viaje. El riesgo para los pueblos en aislamiento voluntario es abismal, ya que las trochas pasan cerca de sus malokas.
Por otro lado, grupos armados ejercen nuevamente el control territorial y aumentan las disputas entre distintos actores. Los antiguos, que nunca se vincularon a los acuerdos de paz, el frente primero de las FARC, Carolina Ramírez, y los nuevos que han llegado desde ese maravilloso país que conocí a mis dieciséis años. Aquel actor es conocido como el cartel de Sinaloa, que en algunos de nuestros territorios se autodenomina «comando de frontera». Un comando paramilitar de combatientes veteranos, integrado en parte por exguerrilleros desmovilizados que, debido al incumplimiento de los acuerdos de paz por parte del Gobierno, se vincularon a este grupo que hoy desplaza mediante diversos métodos a productores locales de coca y dueños de laboratorios para quedarse con la producción y los beneficios. De esta forma, captura ahora el control total de la cadena productiva de cocaína, desde su etapa inicial en la que se propicia la deforestación de la selva hasta la venta al consumidor final de Estados Unidos y Europa. Han llegado a nuestros territorios con imponentes armas, como el reconocido fusil de asalto M4A1, que es también utilizado por unidades élite de seguridad e incluso es el arma principal de la marina de los Estados Unidos. Con un soporte logístico de vanguardia, equipos de última tecnología los acompañan, visores nocturnos y estaciones móviles de internet satelital que les permiten una increíble coordinación en un territorio difícil geográficamente; helicópteros que atraviesan fronteras sin control, helipuertos clandestinos y botes con motores de alto caballaje. También, se permiten con tranquilidad la interceptación de comunicaciones a funcionarios del Gobierno y líderes indígenas.
Existen áreas no municipalizadas de la Amazonia en las que se imponen “leyes” de estos grupos que patrullan armados en las noches y qué decir de la presión hacia algunas autoridades indígenas para que siembren coca y les vendan la producción, del reclutamiento forzado y voluntario de jóvenes, las amenazas, silenciamientos y muertes de líderes y autoridades tradicionales en territorios indígenas, con ello, el desplazamiento de nuestra gente hacia las ciudades.
Y la gente calla, todos callan porque puede más la vergüenza de aceptar que sus familiares están allá, en algún punto de la cadena productiva de la cocaína para poder sostener a sus familias. Callan por miedo, miedo por sus vidas y las de sus familiares. Otros callan porque dicen, quizá ahora están mejor que antes, cuando nunca la presencia estatal se acordó de ellos. La vida en esa idílica Amazonia es dura, no es de extrañar que los jóvenes se suiciden. Es la cotidianidad de nuestro pueblo, la realidad.
Nací y crecí en medio de este conflicto. Cuando recorría el Amazonas, desde niña, luego joven, como muchos coterráneos de mi edad, alcancé a ver y vivir lo absurdo de muchas facetas del conflicto. Incomoda, duele, destroza, por no decir más. Pero todos llevábamos una vida “normal”, todo se acepta, todo se sobrelleva, es lo que nos toca afrontar. Nos acostumbramos a vivir así. Y es que en nuestros territorios nos ha azotado la bonanza del caucho, la minería, el comercio de fauna, de madera y otros, pero ahí seguimos, inamovibles. De joven tuve la esperanza de alcanzar a ver el cambio, la esperanza que pudiera nuestra gente tener una vida sin interferencias externas agresivas y tuvimos la sensación de haber acariciado la paz con los acuerdos de La Habana. Pero siendo sincera, el panorama actual en la periferia de Colombia, en esa Colombia inaccesible y olvidada, no es para nada alentador y esto apenas comienza porque la lógica de la guerra ha cambiado; ya no convivimos con guerrillas, sino con carteles foráneos que manejan otros modelos organizativos y bélicos, reconocidos por su crueldad y sevicia. Quizás nuestra sociedad aún no alcanza a dimensionar lo que está ocurriendo.
Para ver el cambio en un país, en una sociedad, basta ver a su juventud. En nuestra tradición indígena la juventud representa el pensamiento y la palabra, la renovación y la innovación, es la extensión de nuestros pueblos, la palabra que sigue creciendo. Los jóvenes se educan y se cuidan, son alegría y fuerza en la comunidad.
Desafortunadamente en Colombia este grupo de la población, no tiene esa relevancia, no hay oportunidades de estudio, de trabajo, de prosperar, no hay ilusión, inclusión, ni cohesión colectiva. Existe un desconocimiento mayúsculo de las realidades periféricas y solo esto es devastador. Si aún se continúa votando a los mismos políticos de siempre, que si no son los de la histórica élite política, son los del narco-estado o las alianzas entre ellos, entonces reconozcamos, aunque a muchos les avergüence, que somos un país cocalero. No se puede seguir negando esto, negarlo es negar las dificultades que pasa mucha gente humilde para ganarse el diario, es negar la desaparición de muchos de nuestros jóvenes, hombres y mujeres que se van de jornaleo en el mundo de la cocaína y pasan cientos de dificultades, es negar la realidad de muchas familias colombianas, esa otra Colombia invisible a los ojos de las élites pero que en la realidad es en la que se soporta esta nación.
Debe haber un cambio drástico y radical a nivel político y económico, porque estas dinámicas han traído y continuarán generando afectaciones tremendas en los territorios y en las poblaciones mas vulnerables. Sí, también somos un país de “mala coca”, de cocaína, ya lo sabe el mundo entero, falta que Colombia lo reconozca y continúen saliendo a flote todas, absolutamente todas esas realidades escondidas. Cuando seamos conscientes de forma colectiva del daño que esto nos ha generado, podemos, si queremos como sociedad, plantear un nuevo punto de partida. Pero, créanme, eso puede no estar cerca.