Es un placer y un honor ser invitado a escribir una columna mensual en EL COMEJÉN, no solo por la calidad y diversidad de sus columnistas, sino por esa propuesta del portal de poner a dialogar voces argumentadas del Norte y el Sur global, en tiempos de tanto ruido e infodemia.
Intentaré usar este espacio para hablar de lo que me apasiona: la comprensión de la educación y la comunicación como dos caras de la misma moneda. El reconocimiento de que todo proceso educativo es en esencia un acto de comunicación, y que todo medio de comunicación es también un medio de educación, aun cuando no se lo propone explícitamente. EL COMEJÉNsí que se lo propone explícitamente:no solo quiere comunicar ideas, espera que estas muevan cimientos, corroan el sistema, transformen la cotidianidad. Ya decía Paulo Freire que la educación no puede estar aislada, sino estrechamente conectada con la realidad social, económica y política. Así que si la educación es comunicación y viceversa, aprovecharé este espacio para explicar lo que vengo aprendiendo desde la teoría, la reflexión y la acción.
Poco sentido tenía aprender a usar los lentes o el Photoshop, si la comunicación no era entendida como un proceso social basado en el diálogo, capaz de generar confianza, intercambiar conocimientos, debatir y aprender, para lograr cambios significativos.
Empecé estudiando Comunicación Social y Periodismo en la Universidad del Norte en Barranquilla, Colombia, pero mi interés por la radio, la televisión o la prensa, adquirió otra dimensión cuando en la periferia del municipio de Malambo, a una hora de casa, ante la pregunta ¿qué quieres para tu barrio? un chico de 12 años me contestó: arroz.
En realidad, yo estaba ahí para participar en un proyecto de “Comunicación para la promoción de la salud”. El embarazo no planificado estaba a la orden del día, los adolescentes usaban pequeñas bolsas plásticas como falsos condones que infectaban las vaginas de sus jovencísimas parejas. Los encuentros sexuales se consumaban a escondidas en el cementerio, la virginidad, se “perdía” con animales.
En aquel momento, profesores y profesoras de la universidad, pero sobre todo la práctica cotidiana en trabajos de campo como ese, me demostraron que la educación no podía reducirse a la escuela o la casa, sino que debía ser un instrumento permanente de transformación social: creativo, crítico, emocional, participativo y popular. Que muy poco sentido tenía aprender a usar los lentes o el Photoshop, si la comunicación no era entendida como un proceso social basado en el diálogo, capaz de generar confianza, intercambiar conocimientos, debatir y aprender, para lograr cambios significativos.
Y desde entonces en esas ando. Hace 15 años migré a Barcelona y con jóvenes y personas mayores, en la escuela formal y en las plazas, en las universidades y en las salas de cine, me dediqué a repetir y poner en práctica, la misma cantaleta.
O en esas andaba, hasta que apareció un bicho. Un bicho invisible que generó una pandemia mundial para cuestionarlo todo con una hermosa premisa: “nadie está a salvo si no estamos todos a salvo”, como dice el subtítulo de Epidemiocracia, libro que recomiendo de Javier Padilla & Pedro Guillón.
Y entonces, un año después ¿para qué sirve la educomunicación?
Pues para recordarnos que la salud pública no es solo un asunto de vacunas, médicos, camas y respiradores artificiales, sino también un asunto educativo, comunicativo y comunitario. Que de hecho lo comunicativo y lo comunitario vienen de lo común. Sirve para demostrarnos que todo proceso comunitario es un proceso emocional e interseccional, atravesado por distintas opresiones y desigualdades culturales, religiosas, sexuales, de clase o de capacidad.
Porque como quedaba claro en Malambo, no puede haber salud, donde no hay arroz.
Para explicarnos que no se trata tanto de campañas de difusión, como de estrategias para el diálogo. El diálogo al que se refería Habermas y que solo es posible con ética, reconociendo a los participantes como libres y dignos.
Sirve para acompañar a las personas más vulnerables, especialmente a los llamados preciudadanos y postciudanos. Esos niños y niñas que no votan, esas personas mayores que no producen dinero.
Para comprender que la fatiga emocional también necesita comunicarse y que la pandemia de la soledad no deseada, la apatía, y la desesperanza, es tan peligrosa como la de una infección pulmonar.
Y desde entonces en esas ando, o andamos en la Associació Cultural elParlante, y de eso hablaré en las próximas columnas. De las estrategias educomunicativas que hemos implementado y que seguimos rediseñando para poner los cuidados en el centro, insistiendo en que cuidarnos es lo contrario a asustarnos, y que la más importante curva que hay que aplanar es la de la desigualdad social. Porque como quedaba claro en Malambo, no puede haber salud, donde no hay arroz.