Han pasado muchas Semanas Santas desde que un profesor de la universidad nos pidió que leyéramos Bomarzo, una novela del argentino Manuel Mujica Láinez. No ha habido para mí regalo más impactante y fascinante que aquel. Un Duque jorobado, marcado por el sino trágico que los astros trazaron el día de su nacimiento. Mortificado por su fealdad, despreciado por su noble y exquisita familia; el ser humano más sensible al arte, la belleza y la naturaleza.
Pier Francesco Orsini fue, como todos los de su estirpe, condottiero o lo que es lo mismo, mercenario al servicio del gobierno de turno, pero como no le gustaba la guerra, prefirió dedicarse a otros menesteres menos sangrientos como patrocinar artistas. Mecenas de pintores y escultores del Renacimiento, Orsini se fue quedando solo en su palacio viendo cómo mataban a todos sus valientes familiares en el frente de batalla. Eterno enamorado de Julia Farnesio, nuestro Duque aguantaba en silencio que la mujer más bella de Italia fuera la amante preferida del poderosísimo papa, Alejandro VI.
¡Así es! Intriga, sexo, traición, guerras, dinero y sotanas componen la trama de este cóctel irresistible para mi fantasiosa cabeza, y me sigue encantando porque es real, porque es un capítulo del siglo XVI contado en forma de novela.
Aquella Semana Santa de hace más 20 años me sumergí en el libro de Mujica Láinez y no he querido soltarlo hasta el día de hoy. Y eso tiene una explicación muy sencilla que hoy vengo a confesar. Quiero llevar mi ejemplar hasta el Bosque de Bomarzo, el sitio que dio origen a la novela y que hoy puede visitarse en Viterbo, a 90 kilómetros de Roma. Parco dei Mostri fue diseñado por el mismísimo Orsini para dejar constancia de los monstruos que lo acechaban o que lo reflejaban, no se sabe. Ogros, dragones, leones, dioses helenos labrados en piedra de tamaño monumental. Figuras que parecen salidas de una pesadilla aterradora conviven con otras que transmiten una profunda tristeza. Cuentan las crónicas que el jardín no tiene senderos trazados para que cada quien lo recorra a su gusto. Inspirado en gárgolas medievales, Orsini quiso dedicar su bosque a la tranquilidad, la paz interior y, por supuesto, rendir homenaje a su querida Julia.
Por aquí pasó Salvador Dalí en 1948 y, cómo no, Mujica Láinez en 1958. A partir de esa visita, su imaginación hizo todo lo demás y nos dejó una novela que ha trascendido incluso a su propio protagonista.
Esta Semana Santa que retomo mi ejemplar con toda la intención de releerlo, he comenzado por el prólogo. Tengo que admitir que me salto los prólogos, me dan pereza, pero se ve que con los años uno empieza a valorar todo aquello que parecía complementario para entender lo más elemental. Y aquí me tienes, con mi viejo Bomarzo, reparando en las primeras páginas para darme de bruces con la realidad. Según explica el prologuista, existe un estudio histórico documental que logró un retrato verosímil del auténtico Pier Francesco Orsini y nada tiene que ver con el que aparece en el libro. ¡¿Ves por qué me salto los prólogos?! ¡Porque rompen la magia! Al Duque de Bomarzo hay que seguir concibiéndolo deforme y angustiado, atormentado y solitario porque si no, corremos el riesgo de que ya no vague por el Parque de los Monstruos, y nos obligue a creer que la belleza sigue siendo un derecho reservado a los más felices.