El reciente bombardeo del ejército a un campamento de las FARC-EP en los Llanos Orientales, donde se encontraban 14 niñas y niños, desató una discusión política tratando de buscar culpables del hecho. ¿El ejército, que bombardea un campamento a sabiendas que ahí se encuentran menores de edad, o las FARC-EP, que sigue reclutando a menores de edad para la guerra?
La discusión me transporta casi diez años atrás, a los primeros meses del año 2012. Después de seis años he retornado de nuevo al Cauca. En el 2005 fui trasladado al Tolima para hacer parte de la guardia personal del comandante Alfonso Cano. Como cosa del destino, sobreviví a innumerables bombardeos alrededor del Nevado del Huila que fueron parte de un gran operativo del ejército que duró dos años, denominado “Odiseo” y que finalizó con el bombardeo y posterior asesinato del Comandante, dando inicio a “unos diálogos de paz sólidos y con una prueba bajo fuego”, según Juan Manuel Santos refiriéndose a la orden de ejecución de la acción militar contra el jefe de las FARC-EP.
De nuevo me encontraba aquí, en esta triste realidad del Cauca, junto a una compañía de enfermeras de la Jacobo Arenas. Había decidido coger la cámara y grabar la cotidianidad de la guerrilla. La convivencia con Alfonso Cano me llevó a largas reflexiones frente a la disputa de la memoria, la historia y la narrativa de la realidad en Colombia dominada por el gobierno, sin respuesta alguna de la insurgencia. Parte de no tener respuesta es que el insurgente se sumerge en su mundo, entre las comunidades olvidadas, una realidad normalizada y obvia. Olvidamos que para el mundo exterior estas realidades son invisibles, partimos de supuestos que nadie entiende. Por eso, había decidido contar una realidad que me partía el alma.
Nos ubicamos en la región de Los Quingos en el Norte del Cauca en una población indígena nasa, con graves problemas de salud en la comunidad. Fue por eso que el hospital de la guerrilla se desplazó a este lugar. Llegamos de noche caminando entre las trochas y las fincas empinadas de la región y descansamos en una casita abandonada. Allí montamos un hospital ambulante para atender los casos más delicados. Se operaban tumores, hernias, se trataban los piojos, parásitos y otros tantos males congénitos de la pobreza como la desnutrición. Las molestias del olvido.
Marina era la jefa encargada de las enfermeras, una mujer de mucha trayectoria guerrillera, de total confianza, recia y amable. Ella recibió la noticia de que un bebé estaba a punto de morir por la desnutrición en una choza no muy lejos de allí. Esta zona era peligrosa, ya que era un área que limitaba con una concesión minera y que el ejército custodiaba fuertemente, así que desplazarse durante el día no era fácil. Esperamos la noche y nos desplazamos al sitio indicado. El escenario que encontramos fue terrible. Vimos un niño desnudo, forrado en huesos, sobre una cama, con la boca llena de gusanos y con la mirada extraviada. A todos nos impactó esta imagen, nos inundó la impotencia, la rabia y las ganas de pelear contra un ejército que custodiaba una mina de oro justo al frente de un resguardo indígena donde la gente estaba muriéndose de hambre. Somalia, a tan solo tres horas de Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia.
Es increíble que esto ocurra en un país tan rico como Colombia, pero es la triste realidad. El bebé, a pesar de darle toda la atención médica, murió 15 días después. El nivel de desnutrición estaba muy avanzado.
Son incontables los casos de desprotección, abuso y desolación de la niñez en Colombia. El falso discurso de la protección a los niños y niñas es evidente ante la cruda realidad. Si el bebé hubiera sobrevivido, sin lugar a dudas hubiera sido un rebelde como muchos niños y niñas cuyas vidas han dependido de la misma guerra.
¿A quién le echamos la culpa?