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Esto de ser comején y permanecer en el intento

Llevo más de 20 años trabajando y viviendo en una zona rural, en La Cumbre, para muchos de mis amigos hace mucho rato me “autoconfiné”. Vivir en este lugar, enclavado en las montañas de la cordillera Occidental, brazo agreste de la gran cordillera de los Andes, me ha permitido gozar de una vida sana y medianamente tranquila.

Imagen en Pixabay

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“… Sólo el arte en sus múltiples manifestaciones nos salva de la degradación con que a diario nos golpea la realidad. Y por ello, dispuestos una vez más a abolir la realidad, abjuramos de sus fastos y engaños y optamos por la escritura, pues la escritura es la continuación del amor por otros medios”. R. H. Moreno-Durán

De repente el mundo se detuvo. Se frenó el ritmo frenético de las grandes ciudades. La muerte tendió sus redes. Nos encerraron. El panorama era fatal. Sin embargo, la vida debía continuar, y adaptarnos a ella era el único camino. Se ponían a prueba nuestra capacidad de resiliencia y creatividad para reinventarnos. Por aquellos días –llenos de noticias tristes y de incertidumbres- tuve la fortuna de ser invitado a hacer parte de EL COMEJÉN y para mí se convirtió en una ventana que al abrirse traía un viento fresco de ideas, de sueños y de reflexiones. Era la posibilidad de elaborar con palabras todo lo que atosigaba a mi alma. Como dice Jordi Sierra i Fabra la lectura “nos salva”, pero la escritura es un ejercicio creativo que permite organizar el pensamiento y engrandece el sentido de nuestras vidas. Este llamado de EL COMEJÉN era como si a un náufrago se le lanzara un salvavidas: ahora tendría unos lectores y unos interlocutores con los que me aprestaba a leer e interpretar el mundo. El dolor propio y la congoja ajena, aunadas a la impotencia frente a los efectos de la pandemia, despiertan la complicidad humana y escribir era la posibilidad de poder participar de ese diálogo necesario en momentos de crisis. Era sentirme unido a “otros” que también se estaban “pensando el mundo” y participar de esa charla, de un rincón a otro del planeta, me hacía sentirme vivo y enlazado a ese principio de fraternidad y solidaridad que se agiganta en las situaciones que hacen evidente la fragilidad humana.

La metáfora del comején me resulta muy atractiva, se puede tomar por el lado creativo, en palabras de Yezid Arteta D.: “esto es un trabajo de equipo, una comunidad de comejenes que vamos royendo las ideas y vamos construyendo como comunidad”. Una comunidad de aprendizaje, un grupo humano que se interroga sobre lo que ocurre en el mundo, que avizora en esta noche oscura una oportunidad de reflexión en torno a este tren desbocado, que bajo distintos epítetos ha puesto en riesgo la vida del planeta y ha enfrentado al hombre con el hombre. Pero también me encanta esa otra imagen poética del comején que, aunque minúsculo, casi invisible, va rompiendo estructuras muy sólidas y cuando menos se piensa, las derrumba con un trabajo lento y continuado. Es una visión disruptiva, es la consideración de que todo puede ser cuestionado, de que no hay verdades absolutas, ni modelos sempiternos, todo está expuesto y sujeto a nuestra mirada crítica. Esa apertura a puntos de vista diversos se respira en EL COMEJÉN. Es un espacio en el que se vivencia la inclusión y tenemos la oportunidad de conocer otras ventanas de pensamiento, otras visiones del mundo.

Con estos referentes metafóricos del comején –de trabajo colaborativo, crítico, creativo, disruptor y constructor de comunidad-, podía poner manos a la obra y aprovechar este espacio para aportar mi grano de arena. Simplemente sería un cronista de lo que ocurría en mi entorno cercano, haría eco de la manera como en mi país, en mi territorio, en mi escuela, estábamos atendiendo las contingencias de la pandemia, especialmente lo relacionado con mi oficio docente: el servicio educativo. Como plantea William Ospina, el escritor no se puede quedar en la mera contemplación de lo que acontece en el mundo: “El mundo no es sólo para ser celebrado y ni siquiera para ser comprendido, pero sí para ser percibido y sentido, para que el lenguaje lo remanse y lo cifre”. Me uní con alborozo a esta tarea en la que me sentía aguijoneado por situaciones perniciosas, injustas y desoladoras que se suscitan a diario en Colombia y que, con motivo de la pandemia, en lugar de amainar, arreciaron. Tampoco podía permanecer callado con respecto a lo que ocurría en otras latitudes y podía utilizar estas situaciones para hacer análisis de nuestra realidad desde otras perspectivas.

Llevo más de 20 años trabajando y viviendo en una zona rural, en La Cumbre, para muchos de mis amigos hace mucho rato me “autoconfiné”. Vivir en este lugar, enclavado en las montañas de la cordillera Occidental, brazo agreste de la gran cordillera de los Andes, me ha permitido gozar de una vida sana y medianamente tranquila. Digo medianamente porque la zona fue golpeada por los embates del conflicto armado, con presencia de grupos guerrilleros y paramilitares. Sin embargo, conocer los procesos de colonización de la región –jalonados por el desplazamiento forzado, por la llegada de migrantes de las ciudades cercanas (especialmente de Cali) y por las nuevas perspectivas económicas que ha despertado el proceso de paz- y compartir, el día a día con los pobladores y campesinos, me ha servido para tomarle el pulso a nuestra realidad, controvertir con modelos pedagógicos anacrónicos, impulsar en mi comunidad educativa un proyecto enraizado en las problemáticas y necesidad del territorio y expresar mi inconformidad por la desidia y el desgreño oficial que sigue aplazando saldar la deuda social con la ruralidad.

Debo expresar que hacer parte de EL COMEJÉN ha sido una experiencia enriquecedora, que ha estimulado mi placer por la lectura, por mantenerme informado y actualizado y por convertir el escenario de mi labor docente en un laboratorio para el autoexamen, para confrontar mis supuestos teóricos con unas realidades que laceran el espíritu y para perseverar en mi apuesta por la educación como vía de transformación cultural y como única opción para revaluar el devenir de los seres humanos con relación a la construcción de un mundo mejor.

Fue un abril 9 que la historia de nuestro país se partió en dos con el asesinato de Gaitán, fue un abril que un gobierno colombiano hizo fraude electoral y desconoció el triunfo de un partido que intentaba romper el bipartidismo. Fue un abril que nació EL COMEJÉN, época, siguiendo la etimología del mes, en que “la tierra se abre para comenzar a producir frutos”. Época propicia para seguir arrojando ideas y palabras, como quien lanza piedras y saetas a los nuevos monstruos, camuflados con vistosos vestuarios, que persisten en enceguecer nuestra razón de ser y de estar en el mundo.

Por eso digamos con José Manuel Arango, poeta colombiano que murió un abril de 2002:

“Caminos de azafrán, espigas y espartos.

Abril es todo vuelos, todo gorjeos.

En abril la montaña se adenda, se aniña,

en abril nos sorprende su apariencia ligera”.

Compañeros comejenes, que nuevos abriles nos sorprendan juntos, sigamos rumiando las tristezas, pero sembrando esperanza, compartiendo los sueños y las alegrías, que alrededor de un buen “tinto” podamos encontrarnos pronto, para charlar, estrechar nuestras manos y celebrar la vida.

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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