Soy migrante en España, eso por ahora es lo único claro que tengo, porque desde el momento en que decidí no regresar a Colombia descubrí que me convertí en migrante, más allá de cualquier perspectiva personal que tuviera o identidad a la que creyera pertenecer. Lo curioso es que se es migrante de forma permanente, es una condición inmanente que cargas encima durante el tiempo que dure tu viaje. No importa que lleves 5, 10, 20 o 50 años en otro país, siempre serás migrante, y si eres del Sur global y vives en el Norte global tu condición se acompaña con la de extranjero, que recalca tu desigualdad con respecto al nativo y te recuerda, cada vez que puede, que “no eres de aquí” y que este «no es tu país».
Mi condición de inmigrante extracomunitaria, es decir, el hecho de que no provenga de ninguno de los países que conforman la Unión Europea hace, además, que toda mi existencia en España esté atravesada por una ley formulada exclusivamente para regir esos cuerpos “extraños” que somos nosotros. La Ley de Extranjería es una camisa de fuerza que se nos pone cuando tomamos la decisión de hacer nuestra vida aquí y que puede apretar más o menos dependiendo de la situación económica y el estatus de migrante que tengamos: refugiado, estudiante, trabajador, familiar reagrupado, menor sin familia, etc. Adicionalmente, quienes definieron esta ley también decidieron que nuestras relaciones con el Estado estarían vigiladas por las fuerzas de seguridad (Policía Nacional que es la que lleva el tema de extranjería) con lo cual hemos tenido que asumir que las comisarías y las oficinas de extranjería son nuestros únicos espacios de interlocución con la institucionalidad.
De cómo ser ciudadano sin serlo
Hasta antes de ser migrante no sabía lo que era estar pendiente de renovar mi documentación, de pasar largas horas haciendo fila en una comisaría para conseguir una cita para obtener mi permiso de residencia, de buscar fórmulas para no perder la residencia luego de quedarme sin empleo (uno de los requisitos básicos para la renovación), de contratar un abogado o buscar una asesoría para intentar comprender los trámites burocráticos que hay detrás de un permiso de trabajo o de estudio, o de verme perdida y angustiada ante la posibilidad, que siempre existe, de quedarme en situación administrativa irregular o lo que es lo mismo, sin papeles. Además, teniendo en cuenta que la normativa cambia de vez en vez, el aprendizaje y la experiencia adquiridas no terminan sirviéndote para nada. Al igual que yo, cinco millones de migrantes, de un poco más de seis que hay en el país, viven su vida condicionada por la ley de extranjería, hasta en el detalle más nimio, por el hecho de no tener la nacionalidad española, lo que nos convierte de facto en no-ciudadanos, o en ciudadanos con derechos a medias.
En comparación con la situación en que están otros migrantes, especialmente los que no tienen papeles, se podría decir que yo soy una privilegiada. Llegué a este país en avión, con una visa de estudiante y ahora soy residente legal con permiso de trabajo “gracias” a que estoy casada con un comunitario. Es verdad que no tuve que atravesar el Mediterráneo en una barca miserable exponiendo mi propia vida como lo hacen muchos inmigrantes del norte y centro de África. Es verdad que no he experimentado lo que es estar en situación administrativa irregular, con todos los riesgos que eso conlleva, incluido el ingreso en un CIE. Pero lo que comparto con todos los migrantes que no tenemos la nacionalidad española es que no podemos votar.
Cuando votar deja de ser un derecho y se convierte en privilegio el sentido de la ciudadanía se desdibuja. No poder votar implica no poder decidir qué pasa con las leyes y las políticas que rigen mi vida o qué pasa con mis impuestos. No poder votar es tener que presenciar que los partidos políticos y las instituciones se refieren a nosotros como “el problema de la migración” sin tener capacidad de objetarlo en las urnas. No poder votar es sentirse invisible en medio de una sociedad que habla de ti y en tu nombre, pero sin ti.
Sé que votar se ha convertido en un acto repetitivo y sin prácticamente significación para muchos. A pesar de ser un eje que atraviesa a la democracia, que la determina y la sostiene, los partidos políticos e ideólogos han terminado vaciando el voto de sentido. Sin embargo, el voto es y seguirá siendo, mientras exista la democracia tal y como la conocemos, un camino seguro y legítimo para variar el rumbo de las cosas, para encauzarlo, y para escuchar las voces de los que nunca han sido escuchados, como es el caso de los migrantes en España.
Votar o no votar, esa es la cuestión
En un encuentro virtual que hicimos hace algunos días en el marco de la campaña #VotoMigrante4M, para movilizar el voto migrante en las próximas elecciones a la Asamblea de Madrid, promovida por la red Poder Migrante de la cual hago parte, y a la que se han unido personas y colectivos de todo el país, la senadora uruguaya Ana Surra, de Esquerra Republicana, nos explicaba por qué la mayoría de inmigrantes no podemos votar en España: “De una parte, los inmigrantes no somos considerados ciudadanos de pleno derecho en España y de otra, el voto está definido por la nacionalidad y no por la ciudadanía, cuando debería ser lo contrario.” Lo que esto quiere decir es que, aunque lleves años ejerciendo como ciudadano, en lo que respecta a obligaciones (laborales, fiscales, legales, etc.) sólo se te considera apto para votar cuando te conviertes en español.
Es así como a pesar de que los inmigrantes representamos el 15% de la población de la comunidad de Madrid (es la comunidad con el mayor porcentaje de población migrante de toda España), con más de un millón de personas inmigrantes empadronadas, la mitad de ellos no podrán elegir a sus gobernantes por no contar con la nacionalidad española. Frente a esto me pregunto: ¿Quién representará en la Asamblea de Madrid a ese millón de inmigrantes? ¿Quién hablará de sus necesidades en materia de acceso a la salud, a la educación en condiciones de igualdad, a la vivienda, a un trato justo y no discriminatorio por su origen o su color de piel? ¿Quién asumirá su defensa ante la proliferación de discursos racistas y xenófobos de la derecha y la ultraderecha que ganan votos a cambio de prometer que despojarán de sus derechos a las personas migrantes?
Si el potencial votante que me lee, se repite a sí mismo que todo esto que explico no le interpela porque finalmente volverá a su país, espero que no olvide que sus hijos y sus descendientes seguramente se quedarán aquí, porque éste es el país de ellos, y ni usted ni yo podemos ser indiferentes frente a la España y la Europa que les quede para vivir.
Si yo pudiera votar lo haría sin duda porque no hay tiempo que perder frente al panorama desolador que dibujan la derecha y la ultraderecha identitaria en toda Europa, en el que el chivo expiatorio elegido somos los migrantes (como en su momento fueron los judíos, los gitanos, los comunistas, etc.). Si yo pudiera votar lo haría porque cada derecho conseguido para un migrante garantiza la dignidad y la vida de muchos. Si yo pudiera votar lo haría porque quiero que el Estado empiece a vernos como prioridad de sus políticas y no como la última cosa que le preocupa. Si yo pudiera votar lo haría por mí, por los hermanos que están encerrados en los CIES, por los que se mueren intentando llegar a Europa, por las trabajadoras del hogar migrantes que no tienen contrato y están en condición de semiesclavitud, por los temporeros migrantes que recogen las cosechas en los campos españoles a cambio de un pago miserable, por las trabajadoras sexuales migrantes que se enfrentan a políticas abolicionistas que las criminalizan o las victimizan y por los niños migrantes que por falta de futuro se ven obligados a venir a este país solos. Si yo pudiera votar lo haría, pero no puedo, ¿y usted?