“Para nosotros la vida de una persona está por encima de una pelota de fútbol”. José Decurnex. Presidente Club Nacional de Fútbol, Uruguay.
Quizás, como Eduardo Galeano, yo no nací gritando gol, pero sí en una tierra, en un territorio en el que el fútbol es mucho más que un deporte. Aprendí de mi padre, juniorista como yo, la pasión por el balompié. Adoro la emoción de ir al estadio, de vestir los colores de mi equipo, la pasión del gol, de cada pitazo, el segundo a segundo del esférico rodando sobre el césped y el sudor de los jugadores que lo dejan todo en la cancha. Así que aquí, en este texto, se entrelazan las elucubraciones individuales y colectivas que como impulsos nerviosos recorren mis neuronas cuando pienso en las tribunas, los triunfos y las derrotas, los hinchas, y los jóvenes de las barriadas que sueñan con la fama y la gloria de todo ese mundo real pero tan de ficción.
En esta Colombia extraña a la que debemos llamar patria, no sé si chica o grande, o boba, no es una novedad que el balompié se vista de tragedia. Lo recuerdo bien. Él tenía 27 años y yo 11. Sus ojos eran oscuros, nariz fileña, los labios delgados, una sonrisa grande y un cabello abundante que saltaba al unísono con sus piernas largas cuando metía un gol. Eran otras épocas dirán algunos, ya no somos esa sociedad de “gente bien” y “buenos muchachos”, de narcos y mafias, de rumba y bala, en la que las diferencias se arreglaban “a lo macho”. A él le gritaron, entre otras cosas, “usted no sabe con quién se está metiendo”, para luego propinarle desde una “Toyota blanca” -tas tas tas tas tas tas- seis disparos.
Juan Manuel Lagares escribía sobre el narcofútbol entre los 80 y los 90. El periodista asevera que Millonarios estaba bajo la influencia de Gonzalo Rodríguez Gacha; el Nacional y DIM en manos de Pablo Escobar; y el América era de los capos del cartel de Cali. “El fútbol era tierra fértil para lavar dinero y los narcos lo supieron aprovechar”. Así eran y son los artilugios de ese poder, el que compra fiscales, jueces, indultos y por qué no, árbitros y partidos.
Pero mis queridas amigas y amigos, no piensen mal, no detesten el balón, ese no es el fútbol, esa es la desgracia que se ha vivido en esta sociedad en la que un autogol mata, y en la que la historia tarde o temprano te alcanza. Por esto, desde 1994 hasta hoy, los minutos de silencio en el fútbol colombiano nunca habían sido tan vergonzosos. En aquel momento fueron el reflejo de una Colombia en la que personas como los hermanos Gallón Henao, procesados años después por narcotráfico y por financiar el paramilitarismo, se paseaban sin dios ni ley por las calles del Poblado en Medellín; y hoy, en el contexto actual de las protestas sociales que llevan un mes, son la imagen perfecta de que ya, ni siquiera el fútbol, puede acallar décadas de exclusión, violencia, pobreza y olvido.
Muchos menos en esta Barranquilla, la tacita de té, la joya de la corona, la casa de la Selección, la de mostrar y vender al mundo, en donde, como ya les he contado, las cosas suceden en silencio, por debajo de cuerda, sin que nadie se “de cuenta”, sin que nadie diga nada; a donde todo queda como chisme de corrillo, como anécdota de coctel, o termina al final, saliendo a manera de mofa en disfraz del Carnaval.
Lo que sucedió el pasado 12 de mayo en las afueras del estadio Romelio Martínez fue un momento en el que el espectáculo de “pocos protagonistas y muchos espectadores” pasó a un segundo plano porque el silencio se llenó de estruendos, y a pesar del reguetón, las detonaciones y los gases lacrimógenos que ingresaron a la cancha fueron sentidos, no solo por los jugadores, el cuerpo técnico, sino también por la audiencia que a lo largo y ancho de Latinoamérica, que desde sus casas veía en vivo y en directo, a través del canal de los deportes ESPN, un partido que hizo a Diego Latorre preguntarse “¿Por qué el fútbol no tiene sensibilidad para hacer eco de lo que está pasando afuera del estadio y de cuál es la realidad del pueblo colombiano?”.
El duelo no era solo en la cancha entre el Club Atlético River Plate de Buenos Aires y el Deportivo Popular Junior Fútbol Club de Barranquilla por llevarse los puntos de la cuarta fecha de la Libertadores. Fue una pugna entre el amor por este deporte y su uso y abuso como estrategia de distracción, como cortina de humo, y del tener al rojiblanco como telón de fondo para ocultar la realidad de esta sociedad. En ese 12 de mayo la hinchada barranquillera, como el doctor Ferreiro en El Laberinto del Fauno, les dijo a las directivas del Junior, “Obedecer por obedecer así sin pensarlo, eso solo lo hacen gentes como usted, Capitán”.
Porque sí, hubiésemos podido ser la ciudad ejemplar, la que obedece, calla y aplaude. Y Pumarejo, el alcalde, tenía la oportunidad de mostrar otra cara de la ciudad y de su mandato, una que fuese más que cemento, pantalla y figuración. Pero él prefirió seguir el guion nacional; y quienes estaban en la calle tomaron la decisión de recordarnos que el fútbol es una fiesta, que es de la gente, que es nuestro, que no debe ser del poder, de ese poder que acalla, oculta y asesina. Y si Mariano Closs, Diego Latorre y Pablo Carroza, los comentaristas argentinos, lo entendieron, ¿por qué usted no?
Hoy, el balón sigue en la cancha, y me pregunto ¿cuántos muertos más serán necesarios para parar esta barbarie?