Los versos finales de una canción de Roberto Calderón, interpretada por el primer Binomio de Oro, dan lugar a esta nota. Son versos referidos a la valoración que hacemos de lo que se ha ido, de lo que ha cobrado distancia y se ha alejado de nosotros no tanto en el espacio como en el tiempo: instantes, personas y objetos a los que la memoria o la desmemoria hacen parecer mejores de lo que fueron. «Dicen que una canción vieja es mejor que una reciente, pero al irse la reciente, entonces mejor también», reza esa canción que escuchabas en aquella calle de casitas con puertas siempre abiertas y caras sonreídas. Y no es fortuito que su autor la haya titulado Añoranzas y que al ser además una canción relativamente vieja (1986) se ofrezca ahora como ejemplo palpable de lo que enuncia. A saber, que el tiempo es diestro en colocar barnices sobre lo vivido haciéndolo parecer más bello.
Las bellas canciones de antes, y las emociones que generan, alimentan el adagio que reza que todo tiempo pasado fue mejor. Lo cual es falso, pues excluye el elemento sicológico que explica el fenómeno al apuntar solo a la percepción del pasado, a la forma que ha tomado en el recuerdo, y no al pasado en sí mismo. Un atentado contra el pasado, diríamos. O una forma de idealizar ese tiempo del que la memoria preserva, como un mecanismo de conservación, casi que exclusivamente lo idílico, aun cuando el idilio fuera apenas un asomo de isla en un mar de sufrimiento.
¿O acaso no recuerdas la precariedad de esos años, la dificultad para tener un nuevo par de zapatos o un simple pañuelo que ofrecerle a tu pareja en el baile? ¿La magia que se necesitaba para que el arroz llegara acompañado a la mesa? Y tus amigos de infancia y vecinos de calle, ¡qué dulce aura les concede ahora el recuerdo! Aunque entonces te pelearas con ellos y hubieran recogido firmas para que dejaras el barrio cuando te metiste con un hombre casado o consideraron que no eras un buen ejemplo para los niños.
Tal vez influya sobre nuestra percepción de aquel tiempo que no fue del todo grato el hecho de que entonces éramos más jóvenes y estábamos más lejos de la cita final. En efecto, el estar envejeciendo hace que la valoración del pasado sea cada vez más positiva y la nostalgia por el tiempo ido apriete con más fuerza. Ya no tenemos aquella vida por delante, cuando las posibilidades, pese a cualquier dificultad, estaban dispuestas y los caminos de un modo u otro se encontraban abiertos. Pero en aquel momento no lo sabíamos y el sufrimiento o la desesperación, si goteaban sobre nosotros, lo hacían desde otro tejado.
Quizás por eso nos gusten las canciones de antes, porque tienen el poder de devolvernos a aquel tiempo en que sonaron por primera vez o por primera vez las escuchamos. Esa época en que teníamos la juventud y los amigos, y las cosas parecían arder en un fuego más puro. El tiempo en que lo tuvimos todo y no nos dimos cuenta, o si nos dimos cuenta lo desaprovechamos creyendo que duraría para siempre o lo empañó nuestro miedo a perder lo que se tenía.
Y uno escucha esas canciones y siente que una parte se devuelve a través de la ventana que abren en el tiempo, mientras que la otra resiente el engaño de una mente que en su anhelo por revivir lo que no está, derrama otra vez el agua del instante, acaso ignorando que a la vuelta de los años echará de menos el no haberse tomado esa agua que entonces se nos ofrecía tan fresca.
En la canción de Roberto Calderón, cuando la voz lírica pregunta qué es el amor, curiosamente la respuesta gira en torno a la temporalidad: «Es vivir el presente, es recordar a la gente, es añorar el pasado». Vivencia, tiempo presente, recuerdo, añoranza y tiempo pasado. Formas todas de la temporalidad o permitidas por ella. Rainer María Rilke, cuando habla del amor, lo hace en clave semejante: «son dos soledades que se acompañan y mutuamente se potencian». Pero ¿en qué se acompañan? En este andar por la vida, esa que corre o sobre la que corremos como la chispa corre por la mecha hacia la explosión final.
Cuántos de nosotros tras dejar la ciudad, el barrio, la calle donde vivimos nuestros primeros años, optamos por no volver jamás. Cuántos de nosotros tras prometer visitar a los amigos de juventud no cumplimos nunca. Acaso por la certeza de que en el contraste con aquella vida que no fue del todo amable, pero que en la memoria es lo más cercano a la felicidad, saltaría a la luz lo opaco del presente.
«No vuelvas a los lugares donde fuiste feliz», te advierte Delfín Prats desde esa página que devotamente guardas en tu billetera. Y no es que no seas feliz lejos de aquella calle. Si tuvieras que explicarlo dirías que más bien olvidaste lo que era la felicidad o que la confundiste con algún otro estado del alma. Quizás el miedo a volver sea el miedo a reencontrarte con los sueños de entonces, y al saberlos ahora irrealizados descubras que la felicidad es algo que nunca llegó a tus manos, eso que no se daba todavía y después no pudo darse. Aquella cosa inalcanzable, propia de la niñez y la adolescencia.
Una respuesta vital sería decir que la felicidad no es algo que se nos ha escapado de las manos o que aún no llega a ellas, sino que las manos son la felicidad, que el hecho de tenerlas, el estar vivo y el tener la posibilidad de abrazar a los que amamos, son la felicidad. Aunque por momentos la conciencia de ello se esconda y el día se oscurezca.