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La muerte de un gaitero

Cuando me contó el resto de la historia y el porqué estaban abandonados de este lado del charco sin poder volver, también me sentí estafado. Estafado por esa patria basta e injusta que amo con locura. Me sentí otra vez parte de esa estafa permanente de la que hemos sido todos víctimas y cómplices. Otra vez me vi frente a ese país que se desgarra por dentro mientras se estafa a sí mismo.

Los Gaiteros de San Jacinto

Juan "Chuchita" Fernández. Imagen del portal La Pluma & La Herida

El ataúd está en la parroquia y una morena adolescente mueve sus caderas alrededor. No son unas cuantas, son cientos de personas las que salieron a las calles de San Jacinto a acompañar el féretro con mascarillas y sombreros vueltiaos. La gente llora y canta. Llora, baila y vuelve a llorar cantando. Las gaitas suenan alegres y tristes, los pelos se me ponen de punta. Se murió el viejo que parecía invencible. El que conectaba la tradición de mediados del Siglo XX con estas músicas cantadas que volverán en este carnaval pospandémico. Él ya se había muerto otras veces, pero esta vez fue en serio, falleció tranquilo, sereno, en medio de culo de algarabía. 

Nunca conocí personalmente al maestro Juan “Chuchita” Fernandez, pero aprendí a bailar con su música en pelota, a los tres años. Hace unas semanas asistí a su sepelio en vivo y en directo, por Facebook, desde una camioneta en el norte de Portugal. Me siento parte de esa familia desconocida. Soy de ahí, de la tierra y de la música de mis abuelas.

Entro ahora a Youtube y recupero un vídeo perfectamente musicalizado con el diálogo entre dos gaitas melancólicas. Veo esas caras, esas calles, ese cielo azul clarito y pienso en el acueducto que fue prorrogado cinco veces, que se inauguró el año pasado sin solucionar la eterna necesidad de agua potable. Veo a los sinvergüenzas políticos que ahora le hacen homenajes al viejo y pienso en los veinte mil millones de pesos de costes del alcantarillado que aún no sirve. Gabriel Torregrosa y Rafa Castro están ahí. Estos dos no envejecen, tocan y cantan con las miradas perdidas. Seguro no están pensando en el agua ni quieren reconocer lo que están viviendo. Aquello que por más previsible que fuera, parecía que no iba a pasar jamás. Hacía un año, en plena pandemia, le habían llevado una serenata al maestro por sus 90 años y un año atrás, se habían subido a un avión para presentarse con él en un escenario de Bucaramanga. 

Quizá no esté pasando, quizá nunca vaya a pasar. Quizá la muerte de un gaitero sea imposible. Hace once años conocí a Gabriel y a Rafa en Barcelona de un modo inesperado. Gabo me dijo aquella vez que él no se metía en mierderos por plata. Que él lo hacía por responsabilidad. La responsabilidad de mantener vivo el legado de los viejos.

El mierdero al que se refería es una de las anécdotas más bonitas de mi vida. Hoy me dio por releer aquello. Seguramente ahora lo escribiría distinto, pero prefiero compartirlo así, tal cual, porque hay cosas del pasado que, tal vez, no vale la pena tocar.

Complacencia, Complacencia, los Gaiteros de San Jacinto en Barcelona

Antes de salir de mi apartamento me dieron un abrazo fuerte y honesto, como esta historia. Les puse cara de varón, cerré la puerta y me acomodé el sombrero que duró en mi cabeza muchas horas más, hasta que por fin pude dormir, aún sin entender muy bien lo que había pasado.

Si ese sombrero hablara y mantuviera retenido todo lo vivido, tal vez lo podría contar mejor porque, encaramado en la prodigiosa cabeza del maestro Rafa Castro, no se perdió una sola conversación, un solo ron, un solo trasnocho, una sola angustia, una sola sonrisa. Ese sombrero lo conocí el día que conocí a su dueño, veinte noches atrás, en un concierto que difícilmente olvidaré.

Aquel jueves de noviembre, estaba en el metro leyendo un texto de García Márquez, en el que se refería a América Latina como “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”. Pocos minutos más tarde lo estaba comprobando junto con 400 personas de variadas nacionalidades que de pie, emocionadas, aplaudían sin parar a seis hombres que, armados con dos gaitas, una tambora, un llamador, un acordeón y una hermosa voz, habían estremecido el elegante auditorio del Caixa Forum de Barcelona.

Si ese sombrero hablara, hubiese explicado ese mismo día que el placer de escuchar a Los Gaiteros de San Jacinto se lo debíamos a un politiquero de esos que abundan en Colombia y que hacen lo que sea por conseguir un puesto diplomático. ¡Pero qué va! Ese sombrero no habla y en todo caso ¿quién le haría caso a un sombrero?

Nos fuimos alucinados, confundidos, sin saber exactamente lo que había pasado. Jess, -mi novia- aún temblaba de la emoción por haber bailado con Los Gaiteros en el escenario, a pesar de un reciente esguince de rodilla que días atrás no la dejaba caminar. Yo había podido grabarlos en video durante dos horas sin perder el pulso, a pesar de estar erizado de pies a cabeza y sufrir una especie de taquicardia leve y prolongada.

Era extraño, habían pasado más de diez días desde el inolvidable concierto cuando nos enteramos que Los Gaiteros continuaban en tierras catalanas y que, por si fuera poco, harían otro concierto en un lugar mucho más pequeño. La Biblioteca de Horta-Ginardó, un espacio no diseñado para fiestas, pero que un grupo de jóvenes colombianos han logrado arrebatarle a las duras leyes de la ciudad, hasta convertirlo en un punto de encuentro para los amantes de la música bailable.

Lo que pasó ahí no tiene forma de ser explicado. El concierto, como es natural en las fiestas del Caribe, se volvió participativo. Todos disfrutaban, algunos lloraban. Los músicos bailaron, los asistentes cantaron, los extranjeros se convirtieron en locales y los locales en extranjeros. Estábamos sobreexcitados, todos enamorados de todas y todas de todos. Felices de ser lo que somos, orgullosos de nuestro origen mixto, impuro, plural, curvo. Quienes estaban interesados en nuestra cultura llegaron a su núcleo y confesaron que ya no podrán escapar jamás. Un vasco sacó un saxofón y acompañó el vallenato. Alguien pidió fumarse un porro y los maestros tocaron dos. Las cervezas se reprodujeron como los panes de Jesucristo, pero no hicieron ningún efecto. Casi a las ocho de la mañana terminamos borrachos de poesía y melancolía. La administradora del espacio –con permiso hasta las tres- estaba dispuesta a enfrentar a la policía si llegaba. Nosotros, proponíamos ir a la cárcel y seguir ahí la parranda los años que nos condenaran. No seríamos los primeros, ya hace medio siglo que un alcalde de San Jacinto prohibió esta música por ser “perturbadora de la tranquilidad”.

Parecía un chiste, estábamos despidiéndonos en la estación del metro Alfons X de los sobrinos, hijos y compadres de algunos de los más importantes músicos de nuestra historia, estábamos literalmente abrazados a nuestro folklore. 

Alexander Tafache nació en Barranquilla y con esfuerzo sacó adelante su carrera de medicina, se casó con Sara, su odontóloga, y tuvo cuatro hijos. Hace 24 años llegó a Barcelona y hace cuatro regresó por primera vez a su país. Casi se muere del susto y la emoción. “Lo único que no ha cambiado es el espíritu de la gente, la manera de vacilar, de mamar gallo, de hacerte reír. Pero, sobre todo, la forma de bailar nuestra música”, me dijo alguna vez.

Cuando se enteró que Los Gaiteros de San Jacinto se presentaban en el Caixa Forum, canceló las cirugías plásticas que tenía programadas y le pidió a Sara que hiciera lo mismo con sus pacientes. Ella accedió dichosa y los invitó también a ellos a ver el espectáculo, no sin antes confirmar asistencias por correo electrónico. Ninguno pudo entrar, el aforo era limitado y la falta de organización del Consulado era evidente. Al menos 60 butacas fueron reservadas para el político que los había traído a la ciudad y para sus amigos. Por un momento me sentí en la finca de un traqueto.

Lo que no se esperaban Alex y Sara, es que 12 días más tarde los llamáramos a decirles que podíamos llevar a Los Gaiteros de San Jacinto a su propia casa de Corbera de Llobregat, a media hora de Barcelona.  Aceptó sin dudarlo, y en un día y medio compramos los elementos para el respectivo sancocho, llamamos a los amigos y amigas, y cada uno se presentó con una botella de ron.

Pronuncié unas cuantas palabras para presentar a Los Gaiteros. Era un verdadero honor y placer; el aguinaldo inesperado. Era tener al lado a quienes nos enseñaron a bailar, aquí, en nuestra nueva casa. Lo que encarnaban esos seis tipos aquella noche y lo que siguieron recordándonos después, era nada más y nada menos que nuestra manera de ser y de estar, de viajar y de vivir. Nuestra educación, nuestra comida, nuestros paisajes, nuestro clima, lo más profundo de nuestras tradiciones y saberes. Buena parte de nuestra esencia tiene que ver con esa música de gaitas, flautas y cueros amarrados a la madera.

Una sueca, impactada con la algarabía, me preguntaba cómo era posible que los jóvenes colombianos se supieran las letras de las canciones folclóricas. Era difícil explicárselo en ese momento, no solo cantábamos, bailábamos y saltábamos, también las lágrimas se querían salir de los ojos y el corazón del pecho. Ni las papitas, ni las tostaditas, ni los doritos pasaban por la garganta, solo los tragos de ron y aguardiente podían apaciguar el delirio. Le pregunté a la sueca si en su país los jóvenes no se sentían atraídos por su música típica y me confesó con vergüenza que el folklore sueco solo lo conocen algunos turistas necios que les da por ir a su encuentro.

Aquella noche, encaramado en esa casa de la montaña catalana, redescubrí que nuestros cerebros han almacenado mucho material sonoro, muchas letras y melodías. Reconfirmé que lo que tienen los suecos y suizos en los bancos nosotros lo llevamos en el alma. Que la riqueza y el desarrollo no pueden seguir siendo medidos únicamente en términos materiales, que no me hubiese gustado haber nacido en ninguna otra parte y que la inutilidad de mi pasaporte será por siempre compensada con la silueta de la Sierra Nevada, las bocas rojas del Son de Negro o un mote de queso hecho con leña en cualquier finca de la sabana.

Casi me trasquilan como manda la tradición; la emoción me impidió medir los tragos e intenté beber a la par de los maestros, hombres alimentados con sobredosis de yuca y licor. Un par de horas después, cuando desperté, el sol había salido, pero la temperatura no subía de los cinco grados. Todo seguía siendo surrealista: Dionisio había amarrado el cordón de un zapato a su gaita hembra, e intentaba pescar desde el andén un sombrero vueltiao que había caído al interior de una casa vecina custodiada por un doberman inmenso. El regreso a Barcelona fue en un bus repleto de gente local que no entendía nada. Rafa entonaba, a capella, versos preciosos llenos de melancolía. Eran cumbias, vallenatos y porros, canciones enteras, una tras otra, como si la parranda de las últimas seis horas nunca hubiese sucedido.

Ya en el metro, cerca de casa, a las once de la mañana, advertí que me podían motilar de una vez, pues no aguantaba el sueño. En ese momento entramos a un ascensor y la máquina nos habló en catalán: “Obrint Porta” con lo que Dionisio les advirtió a los compañeros: “Pilas! ¡Súbanse que no importa!” Así, mis amigos del alma en Barcelona y Los Gaiteros de San Jacinto siguieron la parranda unas doce horitas más, comprando y mareando al chino de la tienda de la esquina, quien después de haber repuesto dos veces la nevera para venderles 56 litros de cerveza, se cabreó y les dijo: “Amigos, ¿las pueden dejar enfriar un poquito?”.

Rafael Castro se hizo músico antes de nacer. Las gaitas sonaron en su casa cada día, desde que su papá enamoró a su mamá con tonadas sencillas que componía mientras arriaba el ganado.

Hizo solo la primaria y por poco no aprende a leer ni a escribir, “yo no soy letrado” me confiesa mientras se sirve otra fría. “Pero eso sí, no soy bruto… aprendí a distinguir lo bueno de lo malo, es la universidad de la vida, como dicen”.

Yo con mis dos postgrados no se bien qué decir, después de varios días de parranda, no solo le creo, siento que estoy sentado junto a un sabio. Un hombre noble que ha vivido la vida que ha podido, pero, sobre todo, como ha querido. Padre de ocho, hecho y derecho, puede combinar su abrumador talento con la inocencia de un niño. Un tipo bajito y canoso, que no genera compasión sino respeto, que habla con metáforas y saluda con abrazos, que puede insultarte con una sonrisa y pararte todos los pelos con la potencia de su voz. “Yo calculo que he compuesto más de 500 canciones. A veces cuando pienso en eso, me pongo a escribir los títulos para que no se me olviden y a veces, ya ni de los títulos me acuerdo.”– me lo cuenta con mucho más pesar que arrogancia.

El maestro Rafa empezó a cantar cuando era un niño y la música de gaitas empezó a tener letras gracias a Toño Fernández. Él fue quién la inmortalizó. Antes la gente tocaba mucho, sobre todo en ruedas de gaitas en las afueras del pueblo, en las que alrededor de una fogata se bailaba hasta el amanecer. Sin embargo, las hermosas composiciones se perdían, por eso cuando Toño le puso la letra y los hermanos Lara su tambor, toda la región se las aprendió. Años después, en la década de los cincuenta, cuenta la historia que el investigador e historiador Manuel Zapata Olivella, preparó la primera gira internacional que los llevó por toda Europa hasta Rusia. Lo que no cuenta la historia pero que sí me cuenta Orlando Yépez, quien no suelta su gaita macho de la mano izquierda y el vaso con cerveza de la derecha, es que “ese viaje como que también fue un mierdero, parece que se mamaron la plata y no tenían como regresar, dicen que Zapata Olivella y la hermana tumbaban a los viejitos”.

Esta es la segunda parranda en la que amanecemos, después de un cuarto concierto improvisado, organizado a la carrera para recaudar los fondos necesarios para su viaje de vuelta. Mientras todos discuten sobre si ellos son la quinta o la sexta generación, Diomedes Díaz es entrevistado en la pantalla del Youtube por Ernesto McCausland y Francisco Lara regresa de la cocina, abrazando otra botella de cerveza de litro y medio. Ya suman 48 de esas y 21 horas bebiendo. Yo he regresado hace solo dos, para ayudar con el problema. Horas antes había estado ahí la mamá de Darío, uno de mis amigos y dueña de la casa, quien se sentó espantada al ver tanta botella vacía y se fue encantada después de tres versos de Rafa.

Héctor pide otra complacencia musical y Francis se sirve otra vez el vaso para decirme: “Vea compa, el día que se murió mi abuelo, yo estaba como enmudecido. Estábamos en Barranquilla en un toque. Cuando terminamos la presentación me lo dijeron y salimos en una camioneta a las 11 de la noche pa’ San Jacinto. Yo vi al viejo ahí y no dije nada. La gente me hablaba y me abrazaba, la gente lloraba y yo no decía nada. El era como mi papá compa, lo que él me enseñó no me lo enseñó nadie”. Yo le miro la cara a Rafa, a Dionisio, a Orlando y los demás. Todos están sobrecogidos con una historia que ya conocían. A Francis, quien trabaja con una ONG en San Jacinto y les enseña música a niños desplazados por la violencia, ahora se le quiebra la voz, y yo me zampo un trago largo de Xibeca, la cerveza local. “Yo solo se que ese día toqué el tambor igualito a él. Todo el mundo me lo dijo y yo lo sentí. Como si fuera él quien estuviera tocando. Él me dijo: mijo, usted va a tocar mejor que yo, usted es el hombre. Y nos encerrábamos durante horas. Él frente a mi, él con su tambor y yo con el mío. Después de esas clases compa, yo no necesité de más. Él me lo enseñó todo. Después de las clases me abrazaba, me daba un beso y solo decía: usted es el hombre.” – Lectores y lectoras, yo sí le creo, no solo porque Francis Lara haya sido el percusionista de Totó la Momposina, si no porque una noche de estas, frente a todos, se quedó dormido… y siguió tocando el tambor.

Rafa recuerda perfectamente cuando compuso las primeras canciones. Recuerda, sobre todo, la frustración que sentía al no poder declamárselas a la hembra de sus ojos. A ella la veía cada tarde, de cuatro a cinco, pero los separaba en cada visita el voluminoso cuerpo de su futura suegra. Una vez, cansado de las tortuosas citas que se habían extendido durante más de un año, le mandó un papelito con un mensaje escueto y contundente: “Nos vemos en la plaza de mercado, este sábado por la mañana” Allá llegó su novia, empapada por un tremendo aguacero que la ayudó a escapar entre la soledad del barrio. Rafa la abrazó, le estampilló un beso y la haló por el brazo calle arriba, hasta que un arroyo de más de un metro se les atravesó en el camino. Entonces no lo dudó, no podía poner en riesgo la futura madre de sus nueve hijos. Se la subió en los hombros y se agarró de la cuerda que colgaban los habitantes para cruzar, cuando el caudal estaba demasiado peligroso. La corriente, con palos, matas y piedras le arañó hasta las orejas, pero logró llegar a la casa de su tío Enrique, quien le abrió la puerta exclamando: “¡Mierda mijo! entra que estás vuelto un carajo!” a lo que Rafa contestó sin vergüenza: “Pero si me prestas un cuarto porque me robé a esta mujé”. El tío Enrique, orgulloso, les prestó su propia habitación a los enamorados.

“¿Cuántos años tenías?, Rafa”– le pregunto mientras abro la botella número 50.  “No hay cosa más linda que tener por primera vez a la mujer de uno así, solo pa’ uno” me responde y se le pierde la mirada en los recuerdos, como si estuviera ahí empapado en el bochorno del aguacero sanjacintero y no aquí con este hijuemadre frío de invierno, a 10 mil kilómetros de distancia, 39 años más tarde. “¿Que cuántos años tenías?, Rafa” le vuelvo a preguntar. “Yo tenía 18 años y ella 14” – levanta el vaso y grita: “¡Por mi mujer!” Todos brindamos sin remedio.

Gabriel Torregrosa fue uno de los tamboreros más grandes de la región y del país. Su hijo no solo le heredó el talento y el oído, también la diabetes y la hipertensión, el entusiasmo por la vida, la amabilidad y el amor por su cultura. El padre le enseñó al hijo a tocar la tambora, pero él también les hala a las maracas, la gaita, el millo, el llamador. El papá le enseñó al hijo a fabricar artesanías, pero él aprendió solito a mirar más allá del horizonte. Gabriel, el hijo, el que tuve el placer de conocer, el que me hizo maravillarme con su música, suspirar con su humildad, ilusionarme con su valentía, es un gaitero raro, no le gusta el ron y no piensa mucho en la parranda. Tal vez porque ya ha vivido demasiadas y porque sabe que sin responsabilidad y disciplina nunca podrá construir la empresa que quiere, la que siempre quiso su padre. Su sueño no es tocar toda la vida, ni siquiera vivir de eso, ni volverse millonario. No lo desvelan los premios Grammy, aunque el que tiene lo llena de orgullo. Su sueño es hacer de la música su lenguaje y con ese lenguaje decirle al mundo que San Jacinto existe, que la riqueza y belleza del Caribe colombiano es más grande que sus sabanas, su sierra, se desierto, su mar.

Gabriel es el culpable de que Los Gaiteros de San Jacinto hayan pasado estas navidades en Barcelona. El avión que los llevó de Bogotá a París se regresó sin ellos, porque a Torregrosa en su empeño por conseguir una platica extra, le dio por creerle a un político que les ofreció el concierto en el Caixa Forum para el Consulado de Colombia en Barcelona. Ya todos saben lo que pasa cuando un político colombiano ofrece un concierto. Cultura y política en Colombia parecen palabras opuestas. Ahí la idea institucional de la cultura se convierte en moneda de cambio para un puesto, para un chanchullo, para ayudar al amigo del amigo a robar más, para sacar del país, gente, drogas, contrabando, en fin, para empobrecer más a los habitantes de pueblos ricos en tradiciones y recursos naturales como San Jacinto, pero carentes de instituciones e infraestructuras. La culpa es del político, pero Gabriel la asumió ante sus compañeros. Al fin y al cabo, el también es el culpable de los conciertos en Colombia. El culpable de los contratos y las entraditas extras de plata. El culpable de las buenas ideas y de las cuentas claras. El culpable de la gira que hicieron el verano pasado por cinco países europeos y por Marruecos, y será el culpable de que se repita el próximo verano. Él los levanta, les quita el ron de las manos cuando hace falta, les dice cuándo y dónde hay que tocar, ellos… siempre han sabido cómo hacerlo.

Cuando me contó el resto de la historia y el porqué estaban abandonados de este lado del charco sin poder volver, también me sentí estafado. Estafado por esa patria basta e injusta que amo con locura. Me sentí otra vez parte de esa estafa permanente de la que hemos sido todos víctimas y cómplices. Otra vez me vi frente a ese país que se desgarra por dentro mientras se estafa a sí mismo. Ese país que nos enamora y nos hace cada día más sensibles y más salvajes. Ese país en el que a unos pocos solo les toca bailar, a otros sacar el agua de sus casas inundadas, y a la mayoría, hacer ambas cosas al mismo tiempo.

Tal vez pensando en eso escuché nuevamente y con detenimiento sus canciones, intentando ubicar aquel país de mierda en el que el fin justifica los medios, ese del todos contra todos, el de marica el último, el país racista y clasista en el que crecí… pero solo encontré letras llenas de ternura, alegría, belleza, fuerza, bondad, sueños, gratitud y amor. Todas las bondades de ese mismo país en el que también crecí. Quizá por eso, y porque al final fueron más importantes los muchos momentos de risa que los pocos de preocupación. Porque valen más las tres canciones entonadas el 25 de diciembre a las once de la mañana en la sala de mi casa con los vidrios empañados por el frío, que las cinco lágrimas desesperadas del 24 por la noche. Por todo eso y porque un disco de acetato de sus viejos animó la fiesta de mi nacimiento en una noche de Guacherna, fue que los últimos días del 2010 los dediqué a ayudar a los Gaiteros para que regresaran y pasaran el fin de año con sus familias. Porque sé lo que eso vale. Cuando se fueron de mi apartamento, no me importó entonces que Rafa me cobrara 30 euros por su sombrero, que Dionisio hubiese perdido un trabajo por andar bebiendo con su compadre, que Orlando fuera tan flojo como cuentan, o las miles de teorías que giran alrededor del famoso premio Grammy que los hizo pelear.

Hoy, casi un mes después, las historias tristes que conocí son infinitamente menores a los buenos recuerdos de esta experiencia que aún me parece mentira. En repetidas ocasiones le dije a Mariví, nuestra amiga catalana, que había llegado al núcleo de nuestra cultura y que ya no podría escapar. Ahora entiendo que me lo decía a mí mismo. Hoy, sé que no me interesa irme de ahí, de ahí de donde vengo, no me interesa salir de donde nunca he salido. Porque siento que el problema no es estar aquí y allá, el problema es no estar en ningún lado; y mientras Los Gaiteros aterrizaban a las cuatro de la tarde en el aeropuerto El Dorado de Bogotá el 31 de diciembre, yo antes de salir para una fiesta local alisté las 12 uvas con La Maestranza por Internet, el sombrero bien alón y la certeza de que todo tiempo futuro será mejor.

Nació en Barranquilla, en 1984, una noche de Guacherna. Es Comunicador Social y Periodista de la Universidad del Norte. Máster en Documental Creativo por la Universitat Autònoma de Barcelona y PhD en Comunicación por la Universidad Pompeu Fabra. Profesor invitado en varias universidades de España y Colombia, asesor de gobiernos municipales en Cataluña. Fundador y coordinador de la Associació Cultural elParlante desde 2009.

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