“Durante la fiesta de Pentecostés, el maestro sentaba en su regazo al niño al que iba a iniciar. Le enseñaba una pizarra en la que estaban escritos los signos del alfabeto hebreo y a continuación un pasaje de las Escrituras. El maestro leía en voz alta, y el alumno repetía. Luego se untaba con miel la pizarra y el iniciado la lamía, para que las palabras penetrasen simbólicamente en su cuerpo”. (Irene Vallejo, El infinito en un junco)
“¿Entonces, por qué tú me pegas?” (Pregunta la hija de una congresista a su madre)
El sistema educativo tampoco ayudaba. Los maestros mostraban su poder esgrimiendo la regla e imponiendo castigos cuyo único propósito era el escarnio y la mofa de sus compañeros de grupo. Esto lo aplaudían los padres, asumían que la mano fuerte era necesaria y aun la expulsión al “indisciplinado”, así se extirpaba la “manzana podrida” que podía dañar a las demás.
Del autoritarismo a los pactos de convivencia
Por fortuna pensadores, educadores y operadores de la educación vienen empeñados en fraguar un modelo educativo distinto. De la escuela atemorizante, del maestro omnipotente y de la visión punitiva se proponen, en la actualidad, escuelas donde no hay maestros ni directivos haciendo las veces de “policías”, se entrega esa responsabilidad a los mismos estudiantes: deben aprender a cuidar la convivencia, aprender que las normas no se hacen para cumplirlas solo cuando “el adulto” está presente o cuando se ve “al personaje con su disfraz de autoridad”. Entienden que las reglas protegen por igual los derechos de todos, y quienes cumplen las normas expresan coherencia con los valores que sirven de base a una sociedad democrática.
En esta visión pedagógica los principios éticos no son asumidos como “la carga académica” de una o varias áreas. Es el horizonte de formación de la institución educativa y, por tanto, de todas las áreas, de tal suerte que un dilema moral puede ser retomado en un problema matemático, en un proyecto de ciencias naturales o en una actividad propuesta en artes, o educación física. Entre las bondades de la Ley General de Educación está la apertura para que las instituciones adecúen los currículos a sus necesidades y a sus contextos culturales, esto estimula la creatividad de los maestros y los directivos para corresponder a la expectativa de sus comunidades.
Los comités de convivencia
Los comités de convivencia gestionan y median en los conflictos que hay al interior de los grupos, y que se presentan en las aulas de clase o en otros espacios de las instituciones educativas. Hacen entrar en razón a quienes se envuelven, una y otra vez, en situaciones de roce o de agresión verbal o física. En los grados superiores son cada vez más importantes, teniendo en cuenta la complejidad de situaciones recurrentes entre los adolescentes que, por el uso de celulares y la “navegación” permanente en las redes sociales, ha disparado los conflictos como el bullying o matoneo, y el ciberacoso; son tan preocupantes como el consumo de alucinógenos en edades cada vez más tempranas.
Los comités, como instancia de mediación escolar, impiden la agudización de los conflictos, posibilitan el diálogo y la escucha de quienes se ven implicados en cualquier tipo de actitud que trasgreda los acuerdos y normas estipuladas en el Manual de Convivencia.
Cobra importancia la figura del personero estudiantil cuya función democrática está en garantizar el cumplimiento de los deberes y derechos de sus compañeros. Hoy en día se asume que una buena comunicación con los estudiantes posibilita relaciones de confianza y, que, antes de sancionar, se debe dialogar sobre las situaciones que generan malestar o que son motivo de conflictos. Es decir, trabajamos bajo el precepto “Como te quiero, te cuido, y como te valoro sé que eres lo suficientemente inteligente para saber si lo que estás haciendo te aporta algo, si te perjudica o si daña a los otros”.
En esta visión lo realmente importante es convertir el conflicto en aprendizaje. ¿Qué hice? ¿Por qué lo hice? ¿De qué manera lesioné a los otros con lo que hice? ¿Asumo la sanción por romper los limites necesarios para la convivencia? ¿Cómo puedo reparar a quienes hice daño? ¿Qué acciones debo emprender para volver a construir confianza con los miembros de mi grupo y de mi comunidad? Son preguntas básicas que afectan la convivencia escolar y que se deben plantear en los espacios de diálogo con los estudiantes. No es solo el estudiante trasgresor u ofensor, son todos los implicados, el grupo entero, la familia y los estudiantes que hacen las veces de mediadores, quienes aprenden en estas prácticas sanadoras de la resolución de conflictos. En palabras de Howard Zehr: “El objetivo de la justicia restaurativa es generar una experiencia que sea sanadora para todos los involucrados”.
En la escuela más que preocuparnos por sacar adelante el cronograma escolar nos interesa, ante todo, la formación en ciudadanía que nos permita salir de los círculos viciosos de la violencia heredada de padres a hijos y de maestros a alumnos, y pasar a los círculos virtuosos, porque “De nada nos sirve un letrado mentiroso, tramposo o que actúa con doble moral”.
Justicia restaurativa
Las bondades de la justicia restaurativa son explicadas por el profesor José Aníbal Morales, en el texto Castigo y sanción, donde analiza la ley 2089 de 2021, que me inspiró a producir este artículo, y en el cual plantea que la finalidad del sistema educativo es lograr en los estudiantes la autorregulación de acuerdo con la interiorización y comprensión de las normas.
Morales, haciendo acopio de su experiencia como directivo docente, nos recuerda que no es el estudiante, es su historia de vida la que está en medio. Es su contexto familiar y social lo que debe ayudarnos a entender la situación en la que se ha implicado: “La voz de la estudiante puede ser vehículo de mentiras y de quejas, pero también puede ser la expresión del dolor, de la tragedia de la exclusión o de la violencia familiar, del bullying o el acoso entre pares, de la ira contenida por no se sabe cuántas razones y circunstancias”.
En días pasados escuché en Los colegios cuentan, el programa de una emisora local, la experiencia del colegio La Arboleda en Cali, y me dejó gratamente sorprendido. Tienen un proyecto en la sección primaria denominado Peace keepers, en el que los estudiantes se capacitan para servir como mediadores en la resolución de conflictos. En este proyecto los estudiantes aprenden reglas básicas para la convivencia: escuchar primero y analizar antes de emitir un juicio sobre alguien, ponerse en los zapatos del otro, empezar por reconocer lo mejor de quien está siendo inculpado, valorar la posibilidad de cambio que tenemos los seres humanos y tener en mente la verdadera tarea de quienes hacen parte de una comunidad: velar por el cuidado de los otros y por una sana convivencia.
En la escuela estamos llamados a reproducir lo que se traduce en beneficios para la vida en comunidad y en “deconstruir” todas aquellas prácticas que no ayudan para la formación en ciudadanía. En la educación tradicional las normas y sanciones correspondían a una visión de la autoridad respaldada por el miedo y la intimidación. Cualquier cuestionamiento o pregunta, por la razón de tal o cual regla, era silenciada o respondida con un castigo mayor. En la educación actual los estudiantes participan en la formulación y aprobación de las normas de clase y, por medio de sus representantes y del Consejo Estudiantil, pueden sugerir cambios en el Manual de Convivencia. Un ¿por qué? sobre un proceder, una norma o una sanción es recibido como oportunidad de análisis y de aprendizaje grupal.
Los maestros, con su ejemplo y con sus prácticas de aula, aportan a esta oxigenación necesaria de la vida pública. Es importante perseverar en esta visión que hace vivencial las bondades de la democracia participativa, que fortalece el pensamiento crítico y que empodera a los estudiantes en el cuidado de la convivencia y la resolución de conflictos.
Por una ética del cuidado
En esta visión las comunidades de aprendizaje interiorizan la ética del cuidado. La responsabilidad no es asunto de funcionarios o de mandatos, las responsabilidades son compartidas y asumidas como un acto de amor por la vida, por el cuidado de nuestra casa común –la tierra, la ciudad, la escuela, el hogar- y por el cuidado de los otros: única razón y causa de la vida en sociedad. Lo que hacemos con nuestro cuerpo, con los hábitos de consumo, la manera como interactuamos, como nos relacionamos con los otros y como actuamos frente a los acuerdos de convivencia es lo que da cuenta de nuestra corresponsabilidad ética. No es otro puntal distinto el que deba dirigir los propósitos formativos de la familia y de la escuela.