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Cartagena de Indias: Cuando la comida gentrifica

El pescado frito de toda la vida, ese que comían los esclavos con arroz de coco y patacones se puso de moda y con ello llegó finalmente la gentrificación alimentaria. Ese proceso de transformación en el que, una comida tradicional y de carácter obrero, se vuelve tan popular que se reconduce a un colectivo aburguesado y de mayor poder adquisitivo.

Cartagena de Indias

Cartagena de Indias. Imagen de Alexander Schimmeck en Unsplash

Si América Latina es la segunda región más desigual del mundo, Cartagena de Indias es probablemente la ciudad que mejor lo representa. Los contrastes son tan espectaculares que la cuenta que paga una pareja de enamorados por una cena en el centro histórico de la ciudad es el equivalente a lo que gasta una familia de la periferia en comida al mes. 

Pero, cuando vayamos a tu ciudad, no quiero ver solo la parte turística. Quiero que me muestres la verdadera Cartagena y comer como lo hacen allí.” Estas fueron las palabras de mi pareja mientras preparábamos el viaje que haremos en diciembre. Han pasado dos años y una pandemia desde la última vez que estuve en mi patria chica y, no tengo duda que me encontraré con los mismos cambios de siempre. Puede que suene contradictorio, pero es que esa es Cartagena de Indias, un lugar dónde las contradicciones más desgarradoras se acuestan sin pudor todas las noches en la misma cama de una habitación de una casa colonial con vistas al mar o bien, en una esterilla de alguna barriada insalubre.

La triste historia de gentrificación, despojo cultural y ruptura de tejido social que está viviendo el centro histórico de mi ciudad se entiende a la perfección desde la mirada de mi familia. 

En abril del año 1985, mis abuelos, padres de cuatro hijos, comerciantes de casi cualquier cosa y graduados de la universidad de la vida, abrieron una pequeña herboristería llamada Girasoles en el barrio de San Diego, en el centro histórico de Cartagena de Indias. Para entonces, la ciudad apenas acababa de ser declarada patrimonio por la UNESCO y acogía escasamente a unos cuantos turistas, que parecía que llegaban allí más bien por extravío que por voluntad propia. 

El pequeño comercio encontró poco a poco su cabida entre la población local. Girasoles era visitado principalmente por masones liberales, espiritistas, señoras rezanderas, vecinos desocupados y demás personajes típicos de una ciudad dónde cualquier “corrida de catre” era excusa para asomarse a la ventana. Mi abuelo comenzó en las andanzas del vegetarianismo a raíz de un problema de salud de su hijo menor. Toda la familia comenzó a comer diferente, pero él se acogió a una estricta dieta sin carnes en una ciudad donde culturalmente no se concibe un plato de comida sin productos animales.

Como era de esperarse, no había un solo lugar para comer con esas características en la ciudad, lo que hizo que le enviaran comida desde su casa todos los días. De esta forma, no se movía y custodiaba la tienda. Mi abuela se dio cuenta que ahí había negocio y decidió preparar más comida en su casa y venderla en el local. Ahí comenzó el primer restaurante vegetariano de Cartagena de Indias. Para los noventa mi madre, el referente familiar en la cocina, complementó la oferta gastronómica y entonces no solamente se podía comer sano, sino que también se podía comer rico.

Girasoles fue un referente durante 35 años. Modesto de precio y con trabajadoras que atendían con alegría y sinceridad. Para entonces, mi madre solo contrataba mujeres cabezas de familia. “Ellas son mucho más berracas porque cuando tienes una familia a tus espaldas, valoras mucho más el trabajo.” me decía. Todo el mundo conocía el lugar y tenía clientes de todas las esferas sociales. Lo peculiar es que Girasoles supo respetar desde sus inicios la estructura cultural de la ingesta de comida caribe pero, en formato vegetariano. Siempre se comenzaba con una sopa humeante y se continuaba con un plato compuesto de arroz integral, verduras hechas de mil formas, ensaladas y buñuelos de garbanzos o lentejas. En una ciudad donde la gente acostumbra comer yuca, ñame o plátano macho, era sorprendente ver lo que las cocineras hacían con la variedad de verduras que les compraban a los carretilleros que recorrían el centro de la ciudad con sus productos recién traídos de las huertas campesinas de los Montes de María. Nunca se vendió alcohol, solo se servían jugos naturales, que tenían que hacerse 20 minutos antes de que llegaran los clientes para que no perdieran sus propiedades. Para entonces nadie quería saber de tostadas de aguacate o de huevos benedictinos.

Ni mis abuelos ni mi madre estaban interesados en la escalabilidad de la empresa, ni en la estandarización de las operaciones o en la centralización de la producción para mejorar la rentabilidad. La regla de oro era cocinar todos los días desde cero, no preparar nada del día anterior, a menos que la receta lo exigiera y, si algún desventurado llegaba al local y no podía pagarse su plato, la casa invitaba. “Nombe, mijo, no te preocupes. La vida me lo pagará”, decía mi abuelo con su acento de caribe rural, restándole total importancia a esa acción benévola, cuando le decía que nos iba a arruinar por regalar comida. Para mi abuelo Girasoles nunca fue realmente un negocio sino un espacio de bienestar.

Para el 2005, alrededor de las 18:00, se veía mucho movimiento de los vecinos regresando de sus trabajos y cuando la noche caía, la gente entraba a sus casas. El barrio era muy residencial y mis abuelos cerraban la tienda temprano porque las calles quedaban tan desoladas que les daba miedo que algún malhechor les fuera a quitar lo trabajado. 

Este comercio, que personifica la historia reciente de mi familia, vivió en primera persona el proceso de transformación que sufrió el centro histórico, hasta llevarlo al punto donde se encuentra actualmente: Un vil laboratorio de especulación inmobiliaria. En apenas 16 años, el centro amurallado de la ciudad rompió con todas sus tradiciones vecinales y se convirtió en un centro-vitrina para consumo turístico. Todos lo vimos, algunos lo denunciaron, pero realmente ninguno de nosotros hizo algo para impedirlo.

Grandes inversores llegaron, y con ellos, las exigencias de rentabilidad y retorno de inversión. De un momento a otro la oferta de restaurantes del centro histórico pasó a ser prácticamente la misma en toda la zona. Restaurantes pomposos y decoraciones rebuscadas cuyo único mérito es vender un mismo concepto gastronómico: Platos sin alma, con cortes de carne internacionales y una misma guarnición para toda la carta, patatas fritas, vegetales al vapor, o puré de patata. Salvo algunos restaurantes que resisten y buscaron su propia identidad, la gran mayoría es una verdadera oda a la mediocridad culinaria.

El pescado frito de toda la vida, ese que comían los esclavos con arroz de coco y patacones, se puso de moda y con ello llegó finalmente la gentrificación alimentaria. Ese proceso de transformación en el que una comida tradicional y de carácter obrero, se vuelve tan popular que se reconduce a un colectivo aburguesado y de mayor poder adquisitivo. Como todos los turistas nacionales y extranjeros querían vivir la “verdadera experiencia caribe”, los restaurantes venden estos platos a un precio que la inmensa mayoría de la población local no se puede permitir. Conseguir un lugar en el centro histórico dónde un obrero se pueda comer una buena sopa de cabezas de pescado es prácticamente imposible. Las repercusiones que esto tiene sobre los hábitos de consumo de los residentes locales son devastadoras. Los habitantes de la ciudad se encuentran desprovistos de cualquier oportunidad para alimentarse como lo hacían sus abuelos. 

“Llevo más de 30 años trabajando por que el centro histórico no se convirtiera en un centro fantasma, que fuera siempre algo vivo con todos sus habitantes. Pero, todo esto es difícil de contener cuando no se cumplen normas” me explica Enedys Salcedo, una antigua vecina del barrio y arquitecta que hizo parte de la comisión que elaboró el Plan Especial de Manejo y Protección del Centro Histórico, la única normativa que ha tenido esa zona en más de 30 años. “Es la hora, y las autoridades aún no han podido llegar a un acuerdo para mejorarla en función de la evolución del tiempo.” Me decía la arquitecta. Es tan grave la situación, que en el barrio Getsemaní, tradicionalmente obrero y contiguo a San Diego, la población residente se redujo en un 80%. ¿Debería ser este realmente el coste del desarrollo turístico?

En cuanto a Girasoles, seguía resistiendo, con su comida fresca y sus precios “para locales” de los que muchos turistas se beneficiaron. Lo hizo con mucha dignidad hasta que, en mayo del 2020, cuando el mundo se encontraba en plena crisis sanitaria y los muertos se contaban por cientos, unos amigos de vieja data de mis abuelos, y propietarios de la casa colonial dónde habíamos tenido el comercio los últimos 20 años, le dijeron a mi madre que tenía que devolver el local. Sabían que si salía Girasoles, alguien más vendría y pagaría muchísimo más. Aprovecharon la coyuntura de los cierres para reformar el local y ahora es un hotel boutique más de los cientos que hay en la zona, cuyo precio por una noche es equivalente a lo que costaban 15 comidas completas en el restaurante.

Es cierto que esto no es una cuestión solamente de esta ciudad. De hecho, Berlín, Ámsterdam o la misma Barcelona, han sufrido este mismo proceso de gentrificación. Y es justamente lo que más me indigna. Cartagena de Indias sabe que está repitiendo la historia de muchas otras y no hay ninguna voluntad de revertir el proyecto económico de ciudad. Es muy probable que tenga que darse contra el muro como lo hizo Barcelona después de la crisis del 2008 para que recapacite. Quizás en ese momento podremos pensar en un modelo de ciudad distinto al que tenemos. No sé si estaremos listos para esa conversación. 

En cuanto a “la verdadera Cartagena” dónde mi novia espera comer, tendré que indagar en los espacios recónditos de las periferias del centro para ver si consigo esas sopas de pescado en espacios bulliciosos y sin pretensiones. Lugares donde pueda comer junto a las palenqueras, vendedoras de fruta y escuchar la historia macondiana de turno. Porque si algo tengo claro es que, una mujer como ella, que se toma la comida tan en serio, si la llevo a comer pescado frito en algún restaurante del centro histórico, la sensación de nunca haber dejado el centro de Barcelona será tan grande y decepcionante que es probable que acabe medio quebrado con la cuenta y soltero. 

Profesor universitario, director del Máster en Dirección Hotelera y restauración en el campus de turismo, hotelería y gastronomía de la Universitat de Barcelona, CETT-UB.

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