Que el Centro Democrático, el partido del expresidente Álvaro Uribe Vélez, haya respaldado a la cuestionada presidenta de la Cámara de Representantes, Jennifer Árias, acusada de plagiar un trabajo de grado, no debería sorprender a nadie. Las acciones humanas son casi siempre la puesta en marcha de ese conjunto de axiologías que nos permiten mirar el universo desde ese pequeño mundo de las creencias, costumbres, patrones de conducta, valores y significados. Las razones siguen siendo las mismas: solo se puede dar lo que se tiene. Y las acciones de esa colectividad política son el resultado no solo de esa defensa acérrima de las valoraciones hegemónicas, de esa profunda ortodoxia, de ese mundo tan cerrado como un círculo, que desprecia todo lo que le sea diferente, sino también como resultado del dogma, esa idea que, según Kant, no acepta réplica ni cuestionamiento porque es, en sí misma, un axioma: una verdad que no necesita comprobarse ni, mucho menos, discutirse.
Al convertir las creencias en verdades irrefutables, la reflexión sobre el mundo no importa porque lo verdaderamente trascendental es la creencia misma. Cuando la ortodoxia asegura que Dios hizo el mundo y, por lo tanto, es perfecto, nos está diciendo que dentro del domo todo está en su lugar: los ricos, los pobres, los que se mueren de hambre, las desigualdades sociales, la inequidad, la alta tasa de desempleo y, por supuesto, las riquezas y el poder en pocas manos. Cuando se crea un proyecto político y social con estas características, no podría hablarse de democracia en el sentido amplio del término, pues lo que se ha puesto en marcha son los cimientos sobre los cuales descansarán las calderas del infierno. Un proyecto político que no busque eliminar la pobreza, el hambre y las enfermedades prevenibles, que no invierta en la formación educacional de sus ciudadanos, que le importe un carajo la salud y la inversión en el campo, que mire de soslayo y le haga pistola a la lucha medioambiental que libran los gobiernos progresistas del planeta, no podría enmarcarse en la definición de proyecto político ni plantearse en los términos de desarrollo social.
Siempre se ha dicho que la cultura es constitutiva del ser humano, y la ética, desde una mirada kantiana, también. Esta es comparable a esas campanas que los antiguos campesinos europeos solían colgarle del cuello a los becerros para poder escuchar su tañido en la distancia si el animalito se alejaba del rebaño en medio de la noche. La campana no solo es la analogía de ese llamado de alerta incorporado en el ser humano y que nos permite el discernimiento entre el bien y el mal, entre la línea verde de la norma y la roja que nos advierte de que se está permeando los terrenos del delito, sino también un concepto de conciencia primitiva.
Aún más: si no existiera la norma, ese estado de conciencia seguiría en alerta. John Donne, el predicador de la Catedral de San Pablo de Londres, lo definía en uno de sus versos de la siguiente manera: “(…) la muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad”. Es decir, no somos pequeñas islas porque la conciencia, en realidad, es colectiva: las costumbres, las creencias y la manera de mirar el mundo hacen parte de esa colectividad que define a las sociedades. Las axiologías son una manifestación de eso que Bourdieu llamó habitus y que lo vemos en cada acto, en cada una de las decisiones que un individuo de un grupo social pone de manifiesto. Por eso, cuando al hijo menor del entonces presidente de la república, Álvaro Uribe Vélez, se le manifestó en el 2006 la expulsión de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes al comprobársele el delito de plagio en un trabajo de final de semestre, la decisión del padre fue la de enviar a su abogado de cabecera, Jaime Lombana, para evitar el escándalo y, de paso, la salida de su vástago de esa prestigiosa institución académica. Esa decisión, marcada entre otros aspectos por el poder, dejó ver su manera de actuar en el mundo, esa experiencia compartida de que el cargo que ejercía estaba por encima de las normas establecidas, sin hacer énfasis en el delito.
Por eso, no es de extrañar que en el gabinete de Iván Duque se encuentren entre sus funcionarios varios ministros acusados del delito de plagio y permanezcan atornillados a sus cargos como si las normas jurídicas no fueran de su incumbencia. Así mismo, habría que recordar que, en el 2018, el hoy presidente de los colombianos no tuvo reparo alguno en plagiar una carta del político español Albert Rivera y leerla en un video como si fuera de su autoría. Tampoco en asegurar en un documento público como su hoja de vida haber realizado una maestría en la Universidad de Harvard cuando en realidad había hecho solo un curso de verano.