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Se busca una escuela (segunda parte)

¿Si tuvimos la vida en vilo, cómo no volver distintos, recargados de ideas y de preguntas? ¿Cómo no cuestionar nuestras prácticas pedagógicas a la luz de los aprendizajes que nos dejó el confinamiento?

Escuela rural en Colombia

Estudiantes y profes en Escuela Rural de Colombia. Imagen del profe JJ Ortíz de la IEFPS

“Aprendí que prefiero la escuela en la escuela y no en mi casa”. (Una niña en el WhatsApp de su clase)

“Una escuela, por tanto, que tenemos que tratar de mantener y de sostener como

una institución pública relacionada con la igualdad. Y, desde luego, indagando y

preguntando, pensando y repensando, actuando, experimentando, conversando,

abriendo espacios públicos para la reflexión”. (Jorge Larrosa)

Una escuela para crecer y pensar juntos

Recogido el capítulo anterior donde se reconocen algunas lecciones aprendidas que nos dejó la pandemia: la recuperación de la familia como preservadora de saberes y de usos ancestrales y definitiva en cualquier proceso formativo, la lectura pausada y crítica como alternativa al mundo light y acelerado, la reflexión sobre hábitos de vida que están afectando a los seres humanos y a la vida en el planeta, el afán recursivo de los docentes para no perder el vínculo con los estudiantes y el trabajo colaborativo y solidario al interior de las familias, entre los docentes y entre unos y otros para, a toda costa, llenar de vida y de propósitos un período gris e inusual para todos.

No son los únicos regalos. La escuela se trasladó a la casa, pero como dice el epígrafe, los niños no veían la hora de que la escuela volviese a ser la escuela. Un lugar físico distinto a la casa que, a fuerza de rituales, de encuentros, de proyectos y, ante todo, de afectos, extrañaban. Seis, siete, ocho horas frente a una pantalla no tenían nada que ver con los encuentros matutinos en el colegio, en el salón de clases. Nada reemplaza la cercanía corporal, los ojos que se miran y se leen, los gestos que rumoran, las manos que gritan y garabatean, los abrazos que acercan la piel y estremecen los sentimientos, las palabras espontáneas, la risa estentórea y llena de vida de los niños, las salidas graciosas y los toques de humor que sirven de salvavidas en una clase, las preguntas que rompen la monotonía de un camino trillado y los guiños sencillos del detalle, del compartir, del “me has hecho falta” o “quería contarte…” que nos reconcilian con lo humano y nos recuerdan que vamos a la escuela con la excusa de educarnos, pero mentiras… vamos sólo para tomar asiento –cálido y compartido- en un viaje hacia nosotros mismos.

Sin menospreciar la experiencia de la virtualidad y las enormes bondades de las tecnologías digitales, éstas jamás reemplazan el lugar de la escuela en su componente relacional y como un segundo hogar.

Esos otros héroes, los maestros

Hay que decirlo: el confinamiento resignificó el papel de los maestros, como dice Carlos Skliar “esa suerte de ‘fuerza docente’ consiste, siempre, en levantar los escombros de las crisis sociales, económicas, culturales para reconstruir el sentido de la educación”.

Los maestros entendieron que el asunto no era de notas ni de talleres por montones “para no perder tiempo” sino de calidad de compañía y de estrategias que involucraran a los niños y a su entorno como comunidad de aprendizaje. Ese liderazgo, esa pasión y esa facilidad de generar ambientes participativos y empáticos, que los maestros mostraron en ese período crítico, es algo que no podemos dejar apagar. Patricia Sadovsky y José Antonio Castorina plantean que antes de la pandemia asistíamos a un declive preocupante en la imagen que los estudiantes tenían de los maestros, nos movíamos entre un “deje así”, no te metas, no te involucres, pasa por encima del incendio, “es lo que hay”, una especie de cansancio con aquello de ser los referentes éticos y mejor tirar la toalla: “¡Cíñete a la planeación y ya!… tú no vas a cambiar el mundo”. Lo preocupante es que nuestros estudiantes perciben esos estados de ánimo y distinguen perfectamente quienes es el maestro coherente y que aporta a su proceso formativo.

Quienes ante el naufragio se pusieron la camiseta, por favor no se la quiten, el mundo los necesita. Hemos sentido en estos pocos meses la alegría del reencuentro con nuestros estudiantes, hemos escuchado sus palabras de agradecimiento por “haber estado ahí”, por contar con nosotros, por haberles sencillamente preguntando “¿cómo estás?, ¿cómo sigue tu abuelita?, ¿tu papá ya solucionó lo que nos comentaste?”. Es que el maestro, como dice Mirta Goldber en su canción, es el “fogonero incansable”, el que deja huella, el que alienta el vuelo, el que presenta un abanico de caminos para que cada uno encuentre su destino. ¿Si tuvimos la vida en vilo, cómo no volver distintos, recargados de ideas y de preguntas? ¿Cómo no cuestionar nuestras prácticas pedagógicas a la luz de los aprendizajes que nos dejó el confinamiento? Hemos abandonado la vieja imagen del maestro “enciclopédico”, “único poseedor de los saberes”, pero nos hemos encumbrado como cuestionadores del mundo, instigadores de saberes, curiosos impenitentes, lectores inclementes, faros de preguntas y personajes sensibles a los avatares de la sociedad y del planeta. Retomando la visión freiriana, los tiempos actuales reclaman un maestro con vocación que encuentra gozo en el dar… dar de leer, dar de estudiar, dar de escribir, dar espacios para dialogar, dar herramientas para interpretar el mundo y aportar a sus transformaciones. Se busca un maestro con actitud de entrega, que sea ejemplo en los principios éticos que exige la encrucijada actual.

Una escuela especializada en salud pública, en la ética del cuidado y en la observancia de los derechos humanos

El asunto ya no es postergable, es un asunto de vida o muerte y no podemos quedarnos en la actitud cómoda de echarle la culpa a otros: la responsabilidad es compartida porque consentimos quemar la casa planeta frente a nuestros ojos, porque no hicimos nada cuando observamos que sus ríos y mares eran convertidos en cloacas. No es suficiente exclamar ¡BASTA!, la escuela debe encaminar sus planes de estudio, sus proyectos de cada grado en acciones para salvaguardar la vida en el planeta. “Nuestra vida depende de la salud de la naturaleza” porque somos parte de ella. ¿Cuántas veces se ha repetido esta frase? No es posible que las instituciones educativas sigan orondas como si no pasase nada. En múltiples escenarios donde se hace un balance de estos dos años excepcionales y los desafíos que debe enfrentar la escuela aparece con carácter de urgencia, en palabras de Carlos Skliar: “Lo que la pandemia pudo haber resignificado es nuestra fragilidad humana, la tenue separación entre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, lo efímero y lo trascendente… educar tiene que ver con aprender a cuidar el mundo para que no se acabe, sí, pero también con aprender a cuidarse de ciertos aspectos del mundo para que no se extinga lo humano”.

La educación como acontecimiento ético debe ser exigente en la aplicación de su imperativo misional. Los adultos maltratadores, los feminicidas, los jóvenes que hacen matoneo reproduciendo estereotipos machistas o ufanándose de sus actitudes homofóbicas, pasan por nuestras escuelas. ¿En qué estamos fallando? ¿Cómo debemos intervenir desde la escuela para romper con esos imaginarios patriarcales, machistas y prepotentes? Son situaciones de la cotidianidad que expresan la interiorización de principios éticos y la puesta en práctica de los derechos humanos. Toda actitud que se ampara en la indefensión, en la discriminación o en el criterio de pasar por encima de quien sea con tal de obtener lo que se quiere, es inadmisible y debe ser tomada como escenario de aprendizaje en la escuela. 

Cómo no darle la vuelta a un sistema educativo que sigue fraccionando los saberes cuando las problemáticas exigen esfuerzos comunes, cuando el mundo de afuera lo que espera son jóvenes que suban a la barca y con trabajo en equipo la lleven a buen puerto. Lo han dicho Delors y Morin, también aparece en nuestros lineamientos curriculares: necesitamos niños y jóvenes que se atrevan a pensar, que asuman la vida –la del planeta, que es la nuestra- como un proyecto, y en esa búsqueda aprendan a valorar y a cuidar la convivencia. Cómo no retomar los aportes de Joan Quintana Forns en torno al paradigma relacional, complementados por Bernardo Toro en su apuesta por una ética del cuidado.

Recordemos el escenario: Las aguas no estaban mansas, la travesía se tornaba incierta. Había que aligerar el barco y descargar lo innecesario, priorizar lo fundamental. Lo que importaba era la vida, debíamos sostenerla a fuerza de sentirnos juntos y acompañados. ¿Por qué no aprovechar el viento en calma para pensarnos una escuela que esté a la altura de las circunstancias? Se busca una escuela que no abandone la reflexión y que haga aportes para la construcción de un mundo mejor. En palabras de Patricia Sadovsky y José Antonio Castorina: “Consolidar la legitimidad de la actividad reflexiva –que han sabido ganar los docentes– realizada por cada uno y sobre todo en las interacciones del colectivo, como un genuino trabajo intelectual sobre el oficio de enseñar es también un problema de política educativa”.

Apenas he esbozado algunos pilares de esa escuela que amerita este siglo XXI -frente a problemáticas que se creían superadas, frente a un planeta agónico que reclama no más dilaciones en las políticas de Estado para volverlo nuevamente habitable y sostenible, frente al uso irracional de las tecnologías-, es necesario hilar despacio para pensar esa escuela ideal, esa escuela forjadora de “hombres nuevos”, aperados de criterios éticos y de espíritu crítico para enfrentar los enormes desafíos de este mundo insospechado y cambiante. Quiero, en las próximas entregas, seguir reflexionando sobre los cimientos que debería tener esa escuela nueva.

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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