La política es perfecta. Según los antiguos griegos, esta se constituye en el marco superior de la organización social. En su origen filosófico se establece “el bien común”. No la repartición del presupuesto a través de contratos poco claros. No el cobro de coimas en la ejecución de las obras de interés común. No la alteración de los precios de los insumos destinados a los hospitales ni en desmejoramiento de la calidad de los víveres en los almuerzos escolares. No el nepotismo ni el chanchullo. Lo que viene ocurriendo en Colombia, desde hace más de un siglo, es todo lo contrario de lo que los griegos concibieron como el arte de “hacer el bien sin mirar a quién”.
Empecemos con los ejemplos.
En una entrevista concedida a un medio de comunicación, el exsenador caucano Juan Carlos Martínez Sinisterra, condenado a prisión en el 2002 por la Corte Suprema de Justicia al encontrarlo culpable de “asociación con paramilitares y narcotraficantes para alcanzar una curul en el Congreso de la República”, aseguró “que es más rentable ‘coronar’ una alcaldía en Colombia que un cargamento de cocaína” en los Estados Unidos o Europa. Es decir, la estrategia es montar una empresa, cuyo propósito, como todas, es la rentabilidad económica: se invierte un monto determinado de dinero, del cual, por lo general, se desconoce su procedencia, se pagan los favores necesarios y, al alcanzar el objetivo, la lucha será por recuperar la inversión con sus respectivos intereses, sin importar la solución de los problemas de la ciudadanía.
El clan Aguilar, en Santander, es otra muestra de cómo se concibe el quehacer político en el país. Sus miembros son algo así como los reyes Midas de la tramoya. Este clan familiar alcanzó su celebridad cuando el coronel de la Policía Hugo Aguilar, miembro del Bloque de Búsqueda que acabó con la vida del narcotraficante Pablo Emilio Escobar Gaviria, saltó a la política, convirtiéndose en uno de los gobernadores más votados del departamento y, más tarde, en unos de los poderosos caciques electorales de la región. Su administración está considera hoy como una de las más corruptas de la historia de Santander: asociación con paramilitares, nepotismo, cobro de coimas por la ejecución de obras públicas, lavado de activos, enriquecimiento ilícito y otras actividades no tan santas que convirtieron al ex coronel en uno de los hombres más ricos del país, con una fortuna que, según un informe de la entonces periodística Revista Semana, superaba los 20 mil millones de pesos al terminar su mandato.
Martínez Sinisterra sabía de lo que hablaba, pues conocía al dedillo el tejemaneje del robo estatal, ya que había puesto en práctica, durante muchos años, esa vieja costumbre de utilizar los recursos de la Nación para comprar y pagar favores políticos y así mantener contenta a la clientela. Sin embargo, no olvidemos que hay clientelas de clientelas. Álvaro Uribe es otro ejemplo de cómo no debe hacerse política. No solo es el mayor corruptor que ha dado Colombia a lo largo y ancho de su historia republicana, sino también el que más dinero del Estado ha gastado en hacer seguimientos ilegales a magistrados, periodistas, opositores y a un sinnúmero de personajes de la vida pública que no se identifican con su manera de ejercer el poder. Tampoco olvidemos que la parapolítica nació, creció y tomó forma durante su paso por la gobernación de Antioquia y luego durante los desastrosos ocho años de su presidencia. Pero ese es un tema para otro artículo.
Continuemos.
En el actual panorama político nacional encontramos que las conductas delictivas de los aspirantes a la primera magistratura son un lugar común. Uno que otro se salva de la “inmaculada mancha”. Federico Gutiérrez, por ejemplo, es señalado de haber tenido una estrecha y cercana relación con la tenebrosa organización criminal la Oficina de Envigado. Según el portal Vorágine, el entonces secretario de Seguridad, Gustavo Alberto Villegas Restrepo, mantenía contactos con los líderes de esta banda narcosicarial con el objetivo de “subir o bajar los niveles de criminalidad de la ciudad”. Gutiérrez, por supuesto, ha negado en distintas oportunidades el hecho, pero no así la fiscal de Crimen Organizado Claudia Carrasquilla, quien ratificó las acusaciones ante el mismo alcalde.
La estrategia es, pues, como la del gato, tapar el desastre aprovechado que los espectadores son amnésicos y que la noticia de un delito termina siendo olvidada al día siguiente por el gran público.
Por eso, ya casi nadie recuerda lo desastroso que fue la alcaldía de Rodolfo Hernández, un empresario gritón, deslenguado, admirador de Álvaro Uribe Vélez y Adolfo Hitler, que calificó al segundo de “gran estadista” y al primero de “gran hombre”. Ya casi nadie recuerda sus escándalos, la bofetada que le propinó a John Claro durante un programa al que fue invitado por el concejo de Bucaramanga para ventilar problemas propios de la administración. Ya casi nadie recuerda que Luis Carlos Hernández, hijo mayor del precandidato presidencial, estuvo involucrado en el cobro de 100 mil dólares de comisión para adjudicar un contrato que era potestad de la alcaldía. Aunque fue suspendido por la Procuraduría, Rodolfo Hernández no da su brazo a torcer y hoy, como precandidato a la Presidencia, está cobrando la suma de 60 millones de pesos para los políticos que quieran hacer parte de su lista al Congreso de la República. Pero con el agravante de que si salen elegidos deberán pagar el 10 por ciento del salario.
Sobre el clan de los Char hablaremos en una próxima.