Llega el 2022 y los jinetes del apocalipsis siguen galopando rampantes sobre los desiertos, serranías, playas y valles del Caribe colombiano. Ha terminado enero y en el ambiente circula una sensación extraña y pesada de un tiempo eterno que transcurre entre variantes, elecciones, carnavales, corralejas y hambre.
Damas y caballeros: la realidad en estas tierras traspasa los límites de la mente, se conjugan sin cesar la ironía, el baile, el sarcasmo, el llanto, la burla, la muerte y las promesas. El pasado 28 de enero, el editorial del periódico El Heraldo hizo una invitación a “no limitarnos a soñar como ciudad con grandes eventos”; asumo yo, haciendo alusión al aluvión de críticas y memes ante la posibilidad de tener un circuito de la Formula 1 en Barranquilla.
¡Ajá! Aquí el punto no está puesto sobre si es posible, viable, o siquiera plausible. No, el elemento discordante de todo este andamiaje mediático, a escasos siete meses de culminar un periodo presidencial y a dos años del de alcaldes y gobernadores, está dado por la pertinencia de la propuesta de cara a las necesidades más apremiantes. No solo de la ciudad como epicentro de lo que sería, sin duda, una serie de megaobras que “reactivarían la economía” (remoquete de moda en estos tiempos de Covid-19), sino del país, justo en un momento en el que días después de dicho anuncio la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) lanza una alerta temprana sobre aquellos países que se encuentran en alto riesgo de sufrir una crisis de hambre en 2022. Y ahí estamos, junto a Honduras, Haití, Etiopía, Nigeria, Somalia y Yemen. ¡Hágame el favor!
Quienes como yo estamos leyendo (escribiendo) esta columna desde la comodidad de nuestra casa o trabajo con la seguridad de tener los tres (y más) golpes asegurados, poco o nada sabemos lo que es el hambre. A duras penas conocemos lo que significa tener apetito, tal como decía Alberto Linero cuando fue mi profesor de Comunicación y Desarrollo en la Uninorte. Entonces, al ver las cifras del DANE sobre seguridad alimentaria, a lo sumo esperaría de todos ustedes no solo empatía, sino coherencia. ¿A qué cifras me refiero? Pues al informe que da cuenta del porcentaje de hogares que consumen tres o más comidas al día, y adivine: Barranquilla (33,9), Cartagena (31%) y Sincelejo (43,5%) tienen a más de la mitad de su población sin la posibilidad o la garantía de consumir al menos tres comidas diarias.
No sé ustedes, pero después de conocer estas cifras, yo veo claramente una ironía en el llamamiento que hizo El Heraldo como emisario de los clanes que gobiernan estas tierritas. Y ante esta invitación a soñar recuerdo las palabras del gran Estanislao Zuleta en su Elogio a la dificultad, porque queda claro que toda esa maraña de fantasías de F1, Mundial, de ese “soñar en grande” serían inocentes e inocuas sino fuera porque “constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica”. Entonces, en nuestro proyecto de vida cotidiana como ciudad, como región, como país, no está el darles solución a los problemas más acuciantes de sus pobladores, sino en metas “afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes”.
Yo quiero soñar, sí, mi gente, pero no con una sociedad construida desde la farándula, las cortinas de humo y el espantajopismo. Quiero soñar con una Barranquilla y una Colombia en la que sus habitantes, si quieren, puedan comer tres y hasta más comidas al día. Una ciudad de cara a su gente, en la que los $400 millones de dólares que hay que pagarle a Liberty Media durante diez años por el permiso para hacer el Gran Premio se puedan invertir en el campo, en la industria, en acueductos y alcantarillados, en vías primarias y terciarias. Es decir, un Caribe en el que la reactivación económica no dependa únicamente de “corralejas sin maltrato animal”, ni de “carnavales con responsabilidad”. Pero bueno, de eso hablaremos en la próxima.