Puse la frente entre las olas profundas,
descendí como gota entre la paz sulfúrica,
y, como un ciego, regresé al jazmín
de la gastada primavera humana.
Alturas de Machu Picchu. Pablo Neruda
Del bullicio al silencio, a lo primigenio
El primer destino que aparecía en mi lista era Perú, afloraba siempre en mis inquietudes humanísticas y literarias. Varias razones me empujaron a emprender este camino por las cumbres andinas. Desde mis tiempos de estudiante, junto a las lecturas de Eduardo Galeano, el Canto general de Pablo Neruda, la música andina de Illapu, Inti-Illimani y Quilapayún, las obras pictóricas de Oswaldo Guayasamín,el mundo incaico me empujaba a conocerlo de cerca si quería tomar las hebras de mi origen. El ambiente de la docencia me había granjeado amigos peruanos que continuamente me invitaban a conocer su país. Uno de ellos, gran conocedor de los secretos culinarios, terminó por convencerme.
Era hora de emprender el viaje hacia la“alta ciudad de piedras escalares”, como nombra Neruda al santuario de Machu Picchu, y detenerme en su ascenso, en la majestuosidad de ese mundo interconectado por caminos de piedra y herradura con cimas enigmáticas, para escuchar y escucharme. Como dice la canción, el ruido ensordecedor no nos deja hablar, el ritmo de las ciudades no nos deja mirarnos y su bullicio no nos permite ni siquiera estar con nosotros mismos. Era una buena manera de terminar y empezar un año, y hacer un alto necesario en el camino.
Educar para la tierra y para la convivencia
Cuzco es la capital histórica del Perú, pero es más inquietante Machu Picchu. ¿Cómo una ciudad enclavada en los cielos de las montañas pudo permanecer oculta al afán devorador de los españoles? Enigma similar al de lugares de Colombia que permanecieron ocultos a los ojos ambiciosos de los ibéricos, como Ciudad Perdida –llamada Teyuna o Buritaca- en la Sierra Nevada de Santa Marta; y los centros ceremoniales de San Agustín y Tierradentro, en Huila y Cauca, respectivamente.
Este es un viaje que no se puede hacer al acostumbrado ritmo turístico de mire, tome fotos y vámonos; es un viaje que reclama lo que el mismo entorno grita: pausa y silencio. No acaba uno de sorprenderse con un lugar, de intentar entrar en sus misterios, cuando llega a otro igual o más asombroso. Tal perplejidad debió sentir Bolívar al ascender el Chimborazo, un estremecimiento que lo acompañó en su periplo libertario y que plasmó desde Pativilca, en su carta al maestro Simón Rodríguez: “No, no se saciará la vista de Ud. delante de los cuadros, de los colosos, de los tesoros, de los secretos, de los prodigios que encierra y abarca esta soberbia Colombia… aquí esta doncella, inmaculada, hermosa, adornada por la mano misma del Creador. No el tacto profano del hombre, todavía no ha marchitado sus divinos atractivos, sus gracias maravillosas, sus virtudes intactas”.
Como en un viejo cuento de Las mil y una noches, tenemos el sueño de encontrar un tesoro allende los mares y lo tenemos en nuestra propia casa. Ese latir he sentido en cada descubrimiento –o redescubrimiento, porque ya había caminado por estos lares de la mano de Jorge Icaza en Huasipungo, con Ciro Alegría en El mundo es ancho y ajeno, y en Los ríos profundos del gran José María Arguedas. Un estremecimiento en cada paso, en cada eco que encontraba de ese legado indígena, en la majestuosidad de su arte, en su ingeniería para acoplar piedras monumentales sin utilizar ningún pegamento, en su disposición urbanística para asegurar el aprovisionamiento de agua y el acceso a los bienes que prodiga la tierra.
En cada paso, en cada hallazgo, me parecía escuchar el pasmo de Neruda ante tanta grandeza natural y arquitectónica. Eran tiempos de la historia “blanca”, la historia de los vencedores, la de quienes “todo lo descubrieron”. El de Neruda, en Alturas de Machu Picchu, es un reclamo para recuperar esa herencia que los libros de Historia se confabularon para acallarla:
“y cuando todo el hombre se enredó en su agujero,
quedó la exactitud enarbolada:
el alto sitio de la aurora humana:
la más alta vasija que contuvo el silencio:
una vida de piedra después de tantas vidas”.
No es tiempo de lamentaciones, sino de enderezar el rumbo. Cuánto daño le habríamos ahorrado a la madre tierra si hubiéramos incorporado en nuestro sistema educativo la cosmovisión de nuestros antepasados ancestrales. Pudo más la imagen del conquistador, del héroe de los wésterns americanos, del que saciaba su avaricia a cualquier precio y se ufanaba por encarnar “el progreso” y la supremacía racial. El modelo económico que mantuvo la paz durante cientos de años entre los incas escapaba al esquema de los modos de producción esbozado por Marx; se basaba en un simple principio de reciprocidad: das ayuda, participas con tu fuerza de trabajo y recibes ayuda de los miembros de la comunidad y del Estado. Le das al Estado y el Estado garantiza prosperidad general redistribuyendo los bienes trabajados por todos. Sentirse hijos del Sol –Inti- y de la Madre Tierra cercenaba cualquier posibilidad de daño a la vida que brotaba de su piel y manaba de sus entrañas. No hemos querido escuchar, pero desde tiempos legendarios se nos ha repetido: “Lo que des a la tierra, ella te lo devuelve”. Un principio de reciprocidad con el entorno que tenía el toque de lo sagrado para los indígenas y al que nosotros hemos hecho oídos sordos:
“Sube conmigo, amor americano.
Besa conmigo las piedras secretas.
¿Quién despeña la rama de los vínculos?
¿Quién otra vez sepulta los adioses?”
Estas dos últimas preguntas en la poesía de Neruda tienen el sabor de lo que vendría. No es el idealismo del mundo indígena, ni la exaltación del héroe blanco, es el reclamo de un legado de un mundo sepultado, es el reclamo de estas generaciones mestizas que quieren reconocerse en los hilos de lo diverso, en todo aquello que engrandece la vida y no termine de romper ese vínculo con sus exclusiones.
Me sentí peruano, boliviano, mexicano, hermano americano
Dice Neruda en Confieso que he vivido al hablar de su experiencia por las huellas de los incas: “Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos, alisando peñascos. Me sentí chileno, peruano, americano. Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto”. Mi sensación era similar, las fronteras son un mero artificio, en cambio el problema del ser, del cuidado del planeta y de aprender a convivir es unasunto de todos. ¿Cómo no adentrarnos en el mar de riquezas de nuestra América? ¿Cómo no orientar el asunto de la soberanía alimentaria, desde la óptica de la salud pública y su relación con hábitos de vida saludable? ¿Cómo entonces seguir permitiendo que las prácticas del capitalismo salvaje sigan secando acuíferos, derritiendo glaciares, convirtiendo los mares en vertedero sin fondo, avanzando con la deforestación, acabando a un ritmo frenético con la vida del planeta? Mientras asciendo estas cumbres que resguardan los tesoros de los incas siento la desazón del espejismo que cegó a los ibéricos. No entendieron el mensaje: el valor no estaba en la búsqueda del oro, sino en el camino del alimento, del maíz, de los frutos de la tierra.
Por siempre los maestros
En el mundo incaico eran los padres los maestros de los niños, con ellos aprendían los secretos del trabajo de la tierra, de las habilidades artesanales y artísticas, de la lectura de las estrellas y las constelaciones y su relación con los períodos de siembra y de cosecha. Se cuidaba la transmisión de las experiencias del pasado por la memoria y la repetición de relatos en boca de los abuelos. En el viaje a estas regiones glaciales, Bolívar evoca con cariño a Alexander von Humboldt: “El verdadero descubridor del nuevo mundo cuyo conocimiento ha hecho más bien a América que todos los conquistadores juntos”. En Pativilca, en la carta mencionada, reconoce la honda huella que su maestro, Simón Rodríguez, le ha dejado: “Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Ud. me señaló. Ud. fue mi piloto, aunque sentado sobre una de las playas de Europa. No puede Ud. figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que Ud. me ha dado; no he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que Ud. me ha regalado. Siempre presentes a mis ojos intelectuales las he seguido como guías infalibles”.
En este periplo viajero se me asoma la tierra, inerme y maestra en sus disímiles manifestaciones y sus lenguajes diversos. Los padres, maestros incansables, primeros forjadores de lo que sostiene la infancia y los profesores, personajes aferrados a su vocación formativa, apasionados y comprometidos. En palabras de Carlos Skliar, artistas que son capaces “de amar un saber determinado pero que además aman contárselo a los demás”. Ahora que los hermanos peruanos han elegido a un maestro de presidente, Pedro Castillo, esperamos todos que esté a la altura de este legado.
No siempre quien viaja aprende, hay que traer el espíritu despierto. Como dijera Cesare Pavese hay que viajar ligero de equipaje: “Si deseas viajar lejos y rápido, viaja ligero. Quítate todas las envidias, los celos, el rencor, el egoísmo y el temor”.
Regreso cargado de silencios y preguntas, con la inquietud de no saberlo todo, de haber llenado mis poros de nuevos ímpetus, de sentirme cómplice en el llanto de las quenas, en la alegría de los charangos y seguiré danzando al son de los bombos legüeros.Por eso repito con Neruda:
Dadme el silencio, el agua, la esperanza.
Dadme la lucha, el hierro, los volcanes.
Apegadme los cuerpos como imanes.
Acudid a mis venas y a mi boca.
Hablad por mis palabras y mi sangre.