Close

Cuando Putin puso en peligro las patatas bravas

Preferimos consumir productos que, por un lado, no son tan nutricionalmente aconsejables y, por otro lado, han recorrido miles de kilómetros; por tanto, son muy lejanos de nuestra geografía gastronómica.

Patatas Bravas

Patatas bravas. Imagen de Spanish Sabores

En homenaje a los pueblos que sufren la estupidez de la guerra 

Sentado, me encuentro tomando una cerveza en la barra de un bar. Había quedado a las 19:30 con Eli, una amiga que me había escrito que llegaría un poco más tarde. El bar quedaba en el centro, cerca de Las Ramblas. Uno de los pocos lugares que aún resiste la trepidante gentrificación de toda esa zona. La decoración del lugar es muy clásica, solamente tiene fotos en blanco y negro de una Barcelona que mi generación no conoció. Una Barcelona de otra época y, aunque no muy lejana, sí que era distinta. Era increíble lo gris que se podía percibir todo en las fotos. Nadie sonreía y no se le encontraba ese toque multicultural que tanto resalta de esta ciudad. 

En la parte de arriba de la barra reconozco el paisaje de una foto. Era la calle Mayor de Sarriá. Lo sé porque en una esquina se veía el popular Bar Tomás, un histórico lugar que se hizo mundialmente famoso por sus patatas bravas. Es tan icónico este sitio que, cuando Gabo recibía a Julio Cortázar o Carlos Fuentes de París, los llevaba directamente a tomar un aperitivo en este lugar a tan solo cuatro minutos de su casa. El Bar Tomás le ha servido sus patatas bravas tanto a los que serían premios Nobel de literatura más adelante, como a los jóvenes estudiantes que otrora no teníamos tanto presupuesto para salir y nos alimentábamos de estas frituras y cerveza. 

La fama y el renombre no ha podido cambiar sus ánimos de bar sin pretensiones, ni mayores éxitos que clientes contentos con bravas bien hechas. Los 2,70 euros de sus raciones contrastan considerablemente con los sobrevalorados lugares alrededor de Las Ramblas y sus patatas congeladas. Mientras me termino la cerveza recuerdo el artículo que había leído esa mañana sobre el Bar Tomás. El hijo del dueño explicaba que el precio del aceite de oliva había subido tanto como daño colateral del conflicto en Ucrania que, de seguir las cosas así, estaban incluso pensando en tener que cerrar antes de subir los precios. Me sorprendió la noticia, de la misma manera que me pareció un poco exagerada. Me reí un poco del tema sin llegar a dimensionar realmente la envergadura de la situación.

Dos cervezas más tarde llegó finalmente Eli. Se le nota un poco acelerada y enseguida percibo que algo le pasó en su trabajo y necesita sacarlo. Le pregunto y, sin tiempo para respirar, me responde que no se podía creer lo que le estaba ocurriendo. Me cuenta que esa mañana recibió un mensaje de sus proveedores diciendo que no podrían asegurarle el suministro del aceite de girasol. Cuando le pidió un consejo al tercer proveedor con quien hablaba, este le respondió con mucha confianza y surrealismo: “Te recomiendo que vayas al supermercado y que compres todo lo que puedas de allí”.  Ella no se lo podía creer. Sin embargo, le tomó el consejo y llevaba toda la tarde recorriendo los supermercados de Barcelona en busca del dichoso aceite. Cuando lo consiguió, fue a pagar y la chica de la caja le dijo que no podía vender más de cuatro botellas por persona. Me contó que tuvo que llamar a sus padres y tíos para que todos le compraran aceite y así poder tener suficiente para esos días. Al ver su rostro, la situación, por absurda que me la imaginaba, carecía totalmente de gracia.

Eli lleva las operaciones de 10 restaurantes de comida rápida en Barcelona y Madrid. Tres de cada 10 productos que vende los fríe en aceite de girasol y, como no, son sus productos estrella. Se le veía preocupada por tener que pasar el fin de semana sin poder ofrecer su carta completa. Su empresa apenas se estaba recuperando de la crisis sanitaria y no podría permitirse una bajada drástica en sus ventas. 

A poco más de un mes escuchando las noticias sobre la guerra en Ucrania y la invasión rusa en manos de Putin, el precio del aceite de girasol ha aumentado casi un 300 %, sin contar que, en muchas ocasiones, las ciudades principales como Barcelona, se han visto desabastecidas del oleo. ¿Cómo es que la escalada de un conflicto ha generado una crisis en nuestras patatas bravas

Si bien España es un país que produce unas 300.000 toneladas de aceite de girasol al año, su consumo es muy elevado y necesitamos importar de Ucrania, que produce 14 veces más que España, siendo el país con mayor producción de aceite de girasol en el mundo. Adivinen cuál es el segundo… así es, Rusia. Todo esto conlleva a percibir una demanda desmedida en aceite de oliva que, entre tanta regulación (DOP, IGP) y tanto marketing, el precio del litro se haya disparado casi un 150 %. A todo esto, se le ha sumado el aumento desproporcionado de la gasolina, que produce un encarecimiento casi exponencial en la cadena de aprovisionamiento.

Aquel que tiene un bar o un restaurante lo está sufriendo. Si quiere seguir manteniendo sus márgenes, le tocará diversificar su oferta y mostrar otras opciones alejadas de estos ingredientes. Esto último lo veo complicadísimo porque no se pueden cambiar décadas de costumbres alimentarias de la noche a la mañana. La patata brava es probablemente la tapa más servida en el territorio español y me cuesta ver que cambiemos las bravas o los boquerones fritos por otros platillos. Este tipo de situaciones dejan en evidencia algunas fallas en la forma de concebir los sistemas alimentarios mundiales. Preferimos consumir productos que, por un lado, no son tan nutricionalmente aconsejables y, por otro lado, han recorrido miles de kilómetros; por tanto, son muy lejanos de nuestra geografía gastronómica. El acceso a mercados internacionales y el transporte desmedido los hacen más atractivos. Aquí está la ruptura de nuestras convicciones de “ultraglobalización” y de esa falacia neoliberal de que el mercado siempre se termina autorregulando. 

Recordé la noticia del Bar Tomás y no pude contener mi desconcierto. Por un momento, imaginé que un sitio como este, o los restaurantes de Eli, cerrasen por los delirios guerreristas y las estrategias geopolíticas. Pensé en todos los restaurantes que podrían correr con la misma suerte y quedé atónito. Como sabía que poco podría hacer al respecto, le ofrecí a Eli mi ayuda y, junto con unos amigos, al día siguiente fuimos como hordas intentando arrasar con todo el aceite que encontramos. Pero, solo pudimos de a cuatro botellas por persona. Mi querido Comején, este artículo se lo debemos a Eli y al resto de restauradores luchadores. Porque no hay Barcelona sin Bar Tomás ni patata brava que lo resista.

Profesor universitario, director del Máster en Dirección Hotelera y restauración en el campus de turismo, hotelería y gastronomía de la Universitat de Barcelona, CETT-UB.

scroll to top