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Talentos al servicio del crimen

Se ha contaminado tanto el ejercicio de lo público que la frase intimidatoria es: “Si no va a participar del roba-roba hágase a un lado, quédese callado o ya sabe lo que le espera”.

Corrupción

Imagen del portal Esglobal

“En verdad, o nuestra razón nos burla, o no debe encaminarse sino a nuestro contentamiento, y todo su trabajo tender en conclusión a guiarnos al buen vivir y a nuestra íntima satisfacción, como dice la Sagrada Escritura”. (Michel Eyquem de Montaigne)

Como en la famosa novela de Robert Louis StevensonEl extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, muchos de nuestros funcionarios parecen vivir la misma psicopatología, objeto de la trama de esta obra literaria. En la mañana roba y en la tarde oficia la misa. En el día enseña en una escuela y en la noche participa en un robo. Temprano lleva a sus hijos al colegio y los despide con consejos sublimes, y camino a la oficina fragua la manera de maquillar ciertos contratos para quedarse con una buena tajada del presupuesto público. Tal es el caso del rector Rodrigo Noguera Calderón, rector de la Universidad Sergio Arboleda, quien en descarado tráfico de influencias para impedir la imputación de cargos a miembros de la familia Ríos Velilla, involucra también a su hija para que esta interceda en un delito que tiene que ver con el caso de Recaudo Bogotá, y no les sean imputados cargos.Ante la decisión de la fiscal Angélica Monsalve, de proseguir con la imputación, esta fue trasladada, como aparente castigo, al Putumayo. 

En el mes de enero el periodista Daniel Coronell había puesto en el ojo del huracán a Noguera por haber convertido la universidad en mata de corruptelas, entre ellas la existencia de una nómina paralela y el desvío de dineros para su peculio familiar. La universidad Sergio Arboleda de templo de la moral a caja menor de la corrupción, de ateneo excelso a surtidor de personajes de dudosa reputación. ¡A niveles tan bajos hemos caído!

Niveles donde los ingenieros y los interventores que admiten uso de materiales de baja calidad o que no cumplen con estándares básicos de una construcción ven desplomarse el puente o el edificio de apartamentos. El guarda de tránsito o el policía que frente a una infracción o un delito se dejan comprar. El rector que hace el discurso exaltando los principios éticos de sus egresados y, al mismo tiempo, mueve los hilos para que una fiscal favorezca a los miembros de una influyente familia. ¿Puede alguien ponerse y quitarse un ropaje y seguir por la vida sin sentirse afectado por el daño que va dejando a su paso?

El que es consecuente con su vocación, el que actúa acorde a unos principios éticos, el que no se tuerce y se niega a ser cómplice de quienes se confabulan para el robo, el saqueo o el asesinato es mirado como ave rara. Se ha contaminado tanto el ejercicio de lo público que la frase intimidatoria es: “Si no va a participar del roba-roba hágase a un lado, quédese callado o ya sabe lo que le espera”. Pienso que el nuevo camino que se empieza a transitar en Colombia debe empezar por un cambio profundo en esa mentalidad, en esas costumbres que han normalizado lo antitético. No hay lugar al adagio “el que reza y peca empata”, ni a la mentira ni a la trampa, menos a la intención deliberada de apropiarse de lo ajeno o las acciones que ponen en peligro o atentan contra la vida de nuestros semejantes. No se puede ser virtuoso un rato y al momento un hampón, tal como afirma Miguel de Montaigne: “La virtud no consiente ser practicada sino por ella misma, y si muchas veces se aparenta su aspecto para ejecutar un acto que se aparte de ella, muy luego nos arranca la máscara del semblante; es la virtud a manera de vivísimo e intenso colorido que no se separa del alma sino haciéndola añicos”.

Uno de los propósitos de la educación es posibilitar a los recién llegados, a quienes se inician en esto del vivir en comunidad, el descubrimiento de su don o de sus dones y acompañarlos para que ese brillo propio les dé un lugar en el mundo.

La etimología de la palabra “don” compromete la singularidad del ser. Me cuesta aceptar que tantos hombres y mujeres empleen sus talentos en hacerle daño a otros, en quitarle el pan a los niños, en desdibujar el alto cometido confiado a una institución de educación superior, en envenenar las aguas en busca de oro o petróleo, o en el procesamiento de drogas que quitan a los hombres el control de sí mismos, en contaminar o arrojar desechos a los ríos y a los mares. Que se utilicen en instituciones financiadas por los Estados para inventar armas de destrucción masiva; me cuesta aceptar que tantas inteligencias juntas no se orienten al sano propósito de calmar el hambre, de prevenir enfermedades o de encontrar las vacunas para aquellas que se han convertido en epidemias. 

Esta nueva Colombia, que estamos llamados a construir entre todos, debe apuntalarse en principios éticos que reivindiquen el sentido de la vida para la vida, para el bien común, para el cuidado mutuo y, especialmente, la corresponsabilidad en las acciones de convivencia y, en general, en el ejercicio de lo público. Lo anterior incluye no incubar climas de intolerancia, discriminación o estigmatización por razones religiosas o ideológicas; incluye no alimentar actitudes de venganza u odio. Incluye demostrar actos de generosidad tendiendo la mano a todos aquellos que admitan sus errores del pasado y estén dispuestos a aportar a esta nueva mentalidad para hacer las cosas, en la que no se admiten las famosas leyes que han enseñoreado la corrupción en nuestro país: la “ley del embudo”, la “ley del atajo”, la “ley de la papaya”, la “ley del mundo es para lo vivos y el vivo vive del bobo”, y tantas otras que han convertido el “camino torcido” en el camino que se debe tomar.

¿Cómo mirar a los ojos a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros maestros, sintiendo el aguijón de la conciencia por un proceder inadecuado contra los otros, contra nuestra comunidad? Esta nueva Colombia debe apostarle a la transparencia en la contratación pública, al espíritu solidario con quienes están en condición de vulnerabilidad. Esta nueva Colombia debe enfocar sus energías en cerrar la enorme brecha social que dejaron los gobiernos pasados, en recuperar el campo para tener soberanía alimentaria y espantar el hambre y en recuperar la representatividad como un asunto de compromiso social, de altruismo y no de lucro personal.

Dice Montaigne: “Vinimos a la tierra para las obras y la labor”, en nuestro caso debemos enfatizar “las buenas obras”, aquellas que hablarán de cada uno de nosotros. ¿Cómo queremos ser recordados? Es la pregunta clave con la que les sintetizo a mis estudiantes nuestro estar en el mundo. Responder a esa pregunta exige tener claro nuestro proyecto de vida, su relación con lo que espera el mundo de cada uno de nosotros y con la huella que deseamos dejar. Romper con las viejas costumbres políticas es un buen comienzo: nuestra dirigencia debe ser la primera en hacer pedagogía desde sus acciones. Los cambios empiezan por casa, como decía Gandhi, desde uno mismo, no esperes que las cosas cambien: “Sé tú el cambio”.

Es hora de dar vuelta a la página, dejar atrás el “miti-miti” y convertirlo en cómo podemos unir esfuerzos por el bien de los demás. En lugar de “abudinear” pensar cómo garantizar conectividad a toda la población. En vez de “barbosiar”, sacando del camino a quienes -como la fiscal Monsalve- hacen bien su deber, blindar el sistema de justicia para que opere con independencia, rapidez y eficiencia. En lugar de “la jugadita de Macías” garantizar las bondades de la democracia, empezando por el derecho a disentir. En lugar de las “bodegas” para desinformar, el apoyo a emprendimientos informáticos que se sobrepongan a los discursos segregadores, racistas, machistas o que promueven distintas formas de violencia. Que nadie se equivoque: el ropaje de izquierda no le quita ni un ápice a cualquier acto de corrupción. El delito es más reprochable porque con un discurso “a nombre del pueblo” se pretende tapar o justificar intenciones manilargas y ladinas.

Con el cambio de gobierno que se avecina tenemos la oportunidad de hacer parte de las transformaciones que el país necesita con urgencia. No sigamos esperando que otros cambien lo que está en nuestras manos cambiar. Se lo escuché muchas veces a Pirry, destacado periodista colombiano. Se ha retomado como insumo para los cambios desde el lenguaje: que cada uno sea promotor de los cambios, siendo partícipe de la revolución de las pequeñas cosas. 

En palabras del psicólogo René Chisco:

“La Revolución de las Pequeñas Cosas es una voz esperanzadora que busca recuperar la confianza y que volvamos a creer en nosotros, en nuestra tierra, en la vida, en la libertad y en los demás.

Una Revolución de las Pequeñas Cosas significa pensar en el otro, en su situación y servirle, sin esperar nada a cambio, diferente a la satisfacción de verle sonreír.

Una Revolución de las Pequeñas Cosas es una invitación a ponerle color y música a los paisajes grises y desapercibidos del día a día.

Una Revolución de las Pequeñas Cosas implica hacernos responsables del cambio que soñamos con ver”.

¿Queda alguna institución ajena a esta descomposición o todas y todos somos por acción u omisión contribuyentes a la podredumbre?

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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