Siempre me han gustado los adagios por su brevedad y porque condensan la sabiduría de generaciones pasadas. “No hay peor ciego que el no que no quiere ver”, este es un dicho que, considero, sintetiza el triste escenario que se avizora en Colombia si el electorado no se manifiesta y manda al traste al pintoresco candidato Rodolfo Hernández. Un triunfo de este oscuro personaje representa la victoria de lo “light”, de lo vacuo, del marketing por encima de las propuestas, sería el primer presidente puesto por TikTok. La gente, cansada de un pésimo gobierno, de unas prácticas políticas que hacen fiesta con los recursos públicos, termina en los brazos de quien ha sido inflado por las redes sociales. El reino del lenguaje grotesco, de las expresiones machistas, de andar por el mundo a garrotazos, el reino del “meimportaunculismo” llevado al extremo, el país puesto en una especie de baraja, esperando el huracán ¡a la buena de mi Dios! Lamentable escenario en el que, si llega Hernández al solio presidencial, todos lo vamos a lamentar.
Ante tal esperpento lo único que queda en evidencia es que el sistema educativo ha fracasado en sus propósitos. ¿Dónde está el espíritu crítico que debe ser transversal a todas las áreas? ¿Dónde está el reclamo de argumentación cuando un oponente quiere convencernos de un punto de vista? ¿Dónde está la exigencia de contrastar la información antes de tomar posición respecto a cualquier asunto público? ¿Qué se hizo el reclamo de la ética que debe acompañar el ejercicio de nuestra libertad, con mayor razón ese mismo reclamo multiplicado a todo aquel que pretenda representarnos?
No hay argumentos, hay frases que la gente quiere escuchar. No hay razones, hay salidas disparatadas. No hay programa con el soporte explicativo correspondiente, hay una lista de intenciones calcadas de su oponente. Todo un tinglado con un personaje vulgar y atarván, que ha sido favorecido por el efectismo y el estilo folclórico de su discurso antigobiernista y anticorrupción. Es como si viajáramos en un barco y éste se encontrara ante la eventualidad de un mar picado, con olas descomunales que amenazan engullirlo y en ese preciso momento todos los viajeros resolvieran decidir entre un experto capitán o un grumete.
Ni más ni menos, es el riesgo que estamos corriendo. Es la ineptitud, el manejo autoritario e irresponsable y los negociados infames que han acompañado la gestión de Hernández en su paso por la alcaldía de Bucaramanga. Y ante la realidad de un congreso en el que no cuenta con suficiente apoyo, Hernández muestra un pragmatismo que gusta a quienes se inclinan por las vías de hecho, sin detenerse a examinar sus consecuencias. Al posesionarse declararía la conmoción interior, mandaría de vacaciones al congreso y expediría toda suerte de decretos para gobernar a su antojo. Un desconocimiento craso de nuestro ordenamiento constitucional: la figura de la conmoción interior sólo puede ser utilizada ante grave perturbación del orden público. Sueña Hernández con las viejas épocas que sumieron al país en Estado de Sitio permanente y el presidente tranquilamente podía declarar suspendidas las garantías democráticas y entregar al ejército el manejo del orden público.
Un mandatario debe actuar siempre con mesura, es el aplomo, el respeto y la inteligencia lo que la gente quiere ver y sentir en quien los representa. Una actitud agresiva siempre, resolver todo a las patadas, mostrar prepotencia y actitud sobrada de tener siempre la razón, no generan ninguna confianza. Menos si explota con facilidad y sus respuestas no pasan por el filtro de la reflexión y de tener muy claro que todo lo que diga tendrá consecuencias. Hernández posa de “pantalonudo” pero eso solo convoca a quienes tiene afán de “seguir órdenes”, a quienes siguen a la espera de un patrón o “un alguien” que resuelva por ellos, que les evite las angustias de pensar y decidir por su cuenta. Estamos frente al reino de los “me gusta” o “no me gusta” de las redes sociales, todo aquello que traiga el sello del espectáculo, de la mofa, de lo escabroso, pero que nos evite leer, leer, leer y analizar. ¡No! Son preferibles los efectos especiales, el morbo del drama cotidiano y siga pasando la pantalla hacia algo cada vez más fuerte, más delirante, más chistoso. La audiencia no parece saber –peor aún, no lo quiere saber- que está decidiendo su destino: se queda con una imagen fija y ya está, con esa se casa y hasta pelea, sin tener mayores argumentos.
“Lo que sube como palma baja como coco”, otro de los famosos refranes. Esta extraña mezcla de Trump y Bolsonaro, inflado por la desazón ante este desastroso gobierno y por el cansancio con una clase política corrupta, es un globo que estamos a tiempo de evitar que haga estragos. Entre dos conductores elegidos, ¿estamos tan mal que preferimos darle la llave al borracho para que nos lleve al desbarrancadero? Con un mandatario demócrata, sensato, se puede hacer oposición, se tendrán los canales para ser escuchados. Un mandatario que ve a los otros como papanatas, que ofrece puños y plomo a todo aquel que se atraviese en sus propósitos, es un personaje sacado del cuarto de San Alejo, pero que a fuerza de un público que consume lo trivial y lo viraliza lo han convertido en el “producto” estrambótico necesario para este momento histórico. Como si la suerte de un país se pudiera feriar, como si no fuera suficiente con el personaje cantinflesco que hemos tenido como presidente y como si ya hubiéramos olvidado a su mentor que veía al país como su gran hacienda. Rodolfo Hernández no es más que la versión masculina y envejecida de Epa Colombia quien llamaba la atención a martillazos y subía los videos.
Colombia no puede darse el lujo de “probar” con alguien que no genera confianza sino miedo, que ve a los ciudadanos como “hombrecitos” que trabajan duro para llevarle la platica de los intereses a quien financió su vivienda. Rodolfo insulta a la decencia, echa en saco roto los principios y los valores, y, por último, percibe al estado de derecho como un obstáculo para sus propósitos inciertos.
Un presidente representa el alma de una nación. Colombia no puede darse el lujo de equivocarse de nuevo, de sentir “pena ajena” con las actitudes chabacanas y pintorescas del jefe de estado y sufrir otros cuatro años de agudización de sus problemáticas. Merecemos levantarnos cada mañana con la satisfacción de haber entregado la llave a alguien ecuánime y sereno. Merecemos sentirnos parte de una construcción de la paz que espera de nuestras ideas y nuestras manos. Merecemos sentirnos orgullosos de nuestro país.