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El miedo al futuro gobierna al presente

La revueltas no fueron revoluciones. Ningún gobernante cayó. Hubo que esperar las elecciones, como en Chile y Colombia, para cambiar a los gobernantes. En eso consistió la transición: un relevo de gobernantes.  

Imagen de Thom 1309 en Pixabay

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“Hola Yezid, acabo de llegar de Colombia y de verdad que todo se veía igual que siempre, las calles abarrotadas de peatones y gente buscándose la vida en la abigarrada economía informal, pareciera que el cambio no ha ocurrido, pero se nota un ambiente de alegría, tanto así que no tenía muchas ganas de volver a Europa”, me comentó Helmut por guasap. Helmut es un sommelier bogotano que lleva años radicado con su familia en Colonia, Alemania. Él, como millares de colombianas y colombianos en el exterior, hizo campaña por el Pacto Histórico, la confluencia política que prometió un cambio, una transición en Colombia. Es la colombianidad que reside en sociedades en las que el estado intervino para crear bienestar. Desean que, en su país de nacimiento, se produzcan cambios que lleven hacia un modo de vida que se asemeje al de los países que los han acogido. Un transito hacia un estado de bienestar. El cambio, le respondí a Helmut, puede que no sea en la médula de la estructura económica del país, pero sí está ocurriendo en lo cultural, en el listón de valores, es allí donde se percibe una transición en la que lo nuevo se está expandiendo, y lo viejo se va encogiendo o aceptando a regañadientes la abrumante realidad. 

La ideología que predomina en el mundo, luego de la caída del sistema soviético, lleva a pensar que unas relaciones de producción distintas al capitalismo es un imposible, que la utopía socialista es una entelequia que sólo existe en el cerebro de los nostálgicos. Es una idea hegemónica, aún en países gobernados por partidos comunistas como China o Vietnam. Por esta razón la transición de una sociedad no se interpreta en los tiempos que corren como una vuelta a la tortilla, un cambio del paradigma económico o una revolución al uso, como las sucedidas en el siglo veinte. Cuando se ha perdido el horizonte comunista —parafraseando a la politóloga Jodi Dean—la transición se revela como un giro cultural que en ocasiones viene emparejado a un relevo generacional como ocurrió en Chile con la elección de Gabriel Boric y sus pingüinos. 

Una transición cultural que irrumpió en Latinoamérica por cuenta de millares de jóvenes de clase trabajadora que consiguieron escolarizarse y acceder a la educación superior. Parte de estos jóvenes pudieron ir hasta Norteamérica y Europa, lugares en los que percibieron una realidad que luego contrastaron con la de sus países de origen. Una generación que renovó sus ideales y elevó el baremo de sus aspiraciones. Ideales y aspiraciones que fueron cubiertas con una patina identitaria e hicieron énfasis en el decolonialismo. El culmen de ese cambio fueron las revueltas de Ecuador, Chile y Colombia. La multitud o asamblea —tomando las expresiones de Toni Negri y Michael Hardt— reclamó en las plazas y calles de Latinoamérica un prototipo de sociedad incluyente. Luchó contra un modeló neoliberal que devaluó sus vidas. La revuelta no fue contra un dictador o un imperio que estaba ocupando su país. Fue contra gobiernos elegidos en las urnas. La revueltas no fueron revoluciones. Ningún gobernante cayó. Hubo que esperar las elecciones, como en Chile y Colombia, para cambiar a los gobernantes. En eso consistió la transición: un relevo de gobernantes.  

Ir más allá de la frontera del país era un privilegio de los ricos latinoamericanos. El ahorro, los intercambios y las becas estimuladas por la primera ola de los gobiernos de izquierda permitieron que los hijos y las hijas de las clases populares se enriquecieran culturalmente e hicieran propia la agenda de la modernidad sin renunciar o avergonzarse de sus orígenes. Fueron años en que se podía ver a una pareja de jóvenes colombianos en la plaza Sintagma de Atenas —luciendo camisetas étnicas y mochilas indígenas— observando a miles de comunistas y anarquistas griegos rebelándose contra las imposiciones económicas de la Troika. Fueron años en que chicas y chicos latinoamericanos participaron abiertamente en las acampadas del 15-M español, el Occupy Wall Street o en las fogatas que levantaban los Gilets Jaunes en el extrarradio de Paris.  

Colombia fue uno de los últimos países de América Latina en abrirse al mundo y salir del provincianismo al que lo había sometido su mezquina dirigencia. La conectividad y las redes sociales facilitaron el cambio. El flujo de información, en doble sentido, hizo que activistas que estaban separados por un océano pudieran cotejar información y romper los cercos mediáticos. Programas como La Base que, capitanea Pablo Iglesias desde Madrid, tiene una gran audiencia en Latinoamérica, incluso espectáculos deportivos como El Chiringuito de Josep Pedrerol que, incrementó su audiencia, cuando algunos de sus presentadores se solidarizaron con los jovenes de la primera linea colombiana. Lo mismo ocurre con portales latinoamericanos como Jacobin que cuenta con un amplio seguimiento entre intelectuales, académicos y activistas de Europa y Norteamérica.    

En los días previos al mundial de Qatar me cité en el bar Mariatchi de Barcelona con mi amigo Oswald, un ingeniero barranquillero especializado en comunicaciones. Fui con Mati, profesora colombiana que enseña inglés en un master de cocina de la Universidad de Barcelona. Oswald viajaba al día siguiente a una remota provincia de la República Democrática del Congo a instalar una red de comunicaciones para un programa de la oenegé Médicos Sin frontera. Platicábamos amenamente cuando un chico se nos acercó al escuchar nuestro acento. Yo también soy colombiano, nos dijo sonriente. Lo invitamos a la barra. Nos contó que su familia tenía un pequeño hotel de carretera en el departamento de Boyacá, e iba al mundial de Catar luego de aplicar en una convocatoria que le garantizaba alojamiento gratis a cambio de difusión en las redes de los encuentros. Por esa misma fecha un mando medio de las Farc firmante del Acuerdo de Paz que, apenas había completado la primaria, comenzó un master de gastronomía  en Barcelona, mediante una beca gestionada por un profesor cartagenero que enseña en el postgrado de culinaria y boga por la economía circular. Este encuentro fortuito de colombianos en Barcelona, brinda una idea de como personas de extracción social y experiencia vital variopinta se juntan alrededor de una tabla de valores que ha dejado atrás la discriminación. Hacia allá transitan las sociedades latinoamericanas. Pero no todo es color rosa. La fragilidad política, resultado de un mundo cada vez más inestable, lleva a que se avance y se retroceda, como ocurrió en Brasil. Como está ocurriendo en Nicaragua, Perú o El Salvador.  

Ñamerica, el libro reportaje sobre Latinoamérica escrito por Martín Caparrós retrata muy bien los ires y venires de los países localizados al sur del Río Grande. Ciudades como Buenos Aires, La Habana, Managua, Bogotá, México DF o Caracas son descritas con tal veracidad que por momentos el lector parece escuchar el bullicio de una plaza de mercado latinoamericano. Caparrós dedica un capitulo para visualizar a El Alto, la segunda ciudad más grande de Bolivia, y localizada a más de 4000 metros de altitud. En 1984 era un páramo desierto con cuatro casuchas habitadas por nativos pobres, unas gallinas picoteado en la tierra y una pareja de perros flacuchentos. Hoy  tiene un millón de habitantes. Allí ganó Evo Morales con más del 50% de los sufragios, pero en 2015 una pedagoga llamada Carmen Soledad Chapetón Tancara, se alzó con la alcaldía de El Alto, derrotando por mayoría al Movimiento al Socialismo (MAS). Carmen Soledad, perteneciente a un partido que aboga por las políticas neoliberales, es hija de un ex policía y una vendedora de comida callejera. El Alto, explica Martín Caparrós, era una comunidad en la que prevalecía la solidaridad y el colectivismo. Hoy es una sociedad dividida en clases en la que prima el individualismo, los jovenes prefieren hablar castellano en detrimento del aymara y los alteños que se han enriquecido viven en lujosos “cholets”. Así transcurren ciertas transiciones: un paso adelante, dos pasos atrás, como escribiera el líder de la Revolución de Octubre. Es como si el miedo al futuro gobernara al presente.     

Nota: Este texto hace parte de un dossier de la Universidad Nacional de Colombia sobre los gobiernos de transición en el que participaron varias autoras y autores latinoamericanos.

Escritor y analista político. Blog: En el puente: a las seis es la cita.

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