Fueron dos mil días de aislamiento…
Durante las primeras semanas se agotó: el papel higiénico, las mascarillas, las máquinas de afeitar, los guantes, los geles hidroalcohólicos, el bicarbonato, las cervezas, el coñac y los somníferos. Los médicos y empleados de supermercados se vieron obligados a dejar sus hogares, el Gobierno los instaló en los hoteles desocupados.
Los interruptores de luz los encendían con los codos, los alimentos perdieron su sabor natural y el pan tenía gusto a lejía. La educación se vio modificada, y las clases se emitían de manera virtual. Los hogares se convirtieron en oficinas. La gente que disfrutaba su edad de oro, viajaba a los recuerdos de su niñez. El pan se horneaba en casa, los vestidos los descosían y confeccionaban otros nuevos con las telas y botones reciclados.
El cese del confinamiento lo anunciaron con pitos y platillos.
Los saludos, los besos y el amor surcaban a través de la pantalla. Las parejas dormían en piltras separadas, con mascarillas, convirtiéndose éstas en un juguete erótico, un fetiche moderno. Los humanos regresaron a la época de Adán y Eva, donde el pelo era exótico, natural y el olor corporal se convirtió en un aroma enardecedor.
El cese del confinamiento lo anunciaron con pitos y platillos. Había llegado el momento de recuperar la normalidad exterminada y la muchedumbre gritaba de alegría.
Al momento de salir, sus cuerpos fueron incapaces de avanzar un poco más de las puertas de sus casas, los perros ladraban despavoridos, adheridos a las paredes de las escaleras y los niños apretujaban con fuerza las piernas de sus padres.