Un letrero aparece en mi pantalla mientras se anuncia la llegada de los estudiantes: “No queremos clases virtuales”. Se activan las ventanas de cada uno, la pantalla se llena de rostros en movimiento, fotos y cortinas que esconden al sujeto que se entrega o se sustrae detrás. Sensaciones de cercanía con unos y de lejanía con otros resultan inevitables, y con ellas la búsqueda de canales de comunicación: ¿quién se esconde detrás de la foto?, ¿qué preguntas están detrás de los silencios?, ¿qué se expresa en los pronunciamientos?
Luego, las conversaciones con los colegas donde el saludo es: “¿cómo le va con las clases?”. Sensaciones de expectativa de un oficio donde se entremezclan promesas y retos de la virtualidad, entre los “no me hallo” y los descubrimientos sobre las posibilidades de las plataformas. La incertidumbre frente a la duración de esta situación, y frente a las competencias requeridas para el uso de tecnologías producen la sensación de estar nadando sin ver la otra orilla.
Estamos viviendo el impacto que se produce al cerrar físicamente colegios y universidades y, en general, la tentativa de virtualizar la educación. Esto es en sí mismo una paradoja pues a pesar de que salud y educación suelen marchar juntas en las movilizaciones por los derechos y en las discusiones de política pública, esta vez, parecen ir cada una por su lado. Como van las cosas, la educación será el sector que más tarde en reactivarse presencialmente, junto con los bares.
Cuando la educación se traslada al hogar: escuela y casa se convierten en el mismo lugar y por quedar confinada en un espacio complejo, en ciertas situaciones puede multiplicar hambre o maltratos.
Salud y educación comparten muchas cosas. Las dos convocan a personas de todas las edades y lugares, aunque su distribución es inequitativa y desigual. Ambas son reclamadas como derechos, pero en el ambiente neoliberal han sido vendidas como servicios pagados por clientes. La pandemia afecta a millones de niños que han sido señalados como posibles portadores del virus pero que no necesariamente sufren sus mayores efectos. Jóvenes y mayores, muchas veces maestros, son marcados como población vulnerable a los impactos del virus.
En una situación de excepcionalidad y transición como la que vivimos, la pandemia juega a los naipes con la revelación y las oportunidades. En el tránsito del aula a la plataforma se hacen evidentes problemas y desigualdades sociales. La relación entre oportunidades y conexión se devela. En Colombia, donde millones de estudiantes escolares están en colegios oficiales y el 63% no tienen condiciones para continuar sus estudios de manera virtual por falta de acceso a internet o a los equipos. Cuando la educación se traslada al hogar: escuela y casa se convierten en el mismo lugar y por quedar confinada en un espacio complejo, en ciertas situaciones puede multiplicar hambre o maltratos. Por ello entre las preocupaciones están la deserción y las dificultades en las competencias.
La educación a distancia inició hace décadas, desde las clases por correspondencia, la radio y la televisión, hasta las épocas de las TICs y la educación on line. Con estas experiencias mucha gente logró acceder a la educación. Pero en este momento, lo que en otros contextos fue una posibilidad agregada, hoy aparece como la única posibilidad. Lo cual, redunda en sensaciones de asfixia.
No comparto posiciones luditas contra las tecnologías, pero me rehúso a pensar que existe un destino único y homogéneo ligado a éstas. Las herramientas y las formas de conocimiento de las TICs y las posibilidades on line son reconocidas, pero las limitaciones a la libertad de cátedra, a la vocación de la educación en términos de generación de debate plural, así como su efecto negativo en la desigualdad, son alertas que es necesario mantener. Quizá sea por la importancia de lo presencial para comunicar asuntos esenciales de cada oficio, pues buena parte de esa información y aprendizaje viene de la interacción directa. Esa interacción por supuesto, va en todos los sentidos: el fervor, la comunión y el clima que produce una buena clase. La interacción por medios virtuales es superficial.
Aquello que deja tras de sí una buena clase, lo que se comparte consustancialmente de forma intelectual, práctica, estética y ética parece desvanecerse sin la presencialidad. En suma, en el transcurso de estos meses las formas de vivir la pandemia han cambiado las prácticas y sensibilidades. Mientras en una reunión los maestros mayores hacen fuerza para que la virtualidad se mantenga, no son pocos los estudiantes que se rehúsan a continuar en clases virtuales. Otros expresan su sentimiento de vulnerabilidad frente a las fallas de internet y el exceso de dependencia con respecto a la tecnología.
En esta encrucijada aparece la relación entre conocimiento, mercado y diseños virtuales aplicado a la educación y apreciados por ciertas lógicas de acreditación de programas universitarios. Allí, lo que es un derecho se convierte en un servicio y el criterio fundamental es bajar costos. Sin demeritar las posibilidades pedagógicas que se puedan desarrollar en la virtualidad (ampliación de cobertura o programas a distancia), me preocupa que se caiga en la lógica de abaratar costos a costa de la construcción de vida universitaria y escolar.
Al enviar a las comunidades educativas a casa, se responsabiliza a los estudiantes y a sus familias por la educación. Los profesores se verán afectados en sus contratos y perderán derechos laborales. Mi preocupación, cuando veo a los estudiantes en la pantalla, es que se disminuya la responsabilidad del Estado ante el individuo y que las relaciones de enseñanza-aprendizaje se vuelvan simples maquilas.