Para amar nuestro planeta
aire limpio y corazón
agua clara para todos
Mucho verde y más color
Para la brisa, una pluma
Para el llanto, una canción
Y para la guerra, nada
Marta Gómez
Qué triste encrucijada que vivimos, golpeados por los rigores de una pandemia que pareciera inatajable, y el dolor de ver caer a nuestros hermanos por cuenta de un Estado que se muestra impotente e indiferente en territorios donde los grupos armados ilegales hacen de las suyas.
La pandemia -como la muerte- no hace distingos sociales, pero son los sectores marginados históricamente los que llevan la peor parte. Hace pocos días viví de cerca todo el proceso de la enfermedad que se ensañó con uno de mis mejores amigos, un maestro de escuela que tuvo la fortuna de poder acudir a un médico particular para que le recetara los medicamentos apropiados para defenderse del virus. Este médico le formuló la Ivermectina y la Azitromicina, acompañadas por las aguas milagrosas de varias hierbas, entre ellas la moringa, que le terminaron de regalar el aliento para resistir el embate del virus. Mi amigo se sintió en el túnel de la muerte, pero su primera reflexión cuando sintió de nuevo los pies sobre la tierra fue: ¿cómo hacen los más pobres, que son la mayoría, para defenderse de este virus si no cuentan con recursos económicos para comprar las medicinas adecuadas (nuestras EPS no pasan del Acetaminofén), los complementos vitamínicos y fortalecerse con una buena alimentación?
Es una enfermedad colectiva, cercados por la pandemia y lacerados emocionalmente por los asesinatos de nuestros hermanos
Duele reconocerlo, pero el Estado se ha quedado corto para asistir y apoyar a las familias más vulnerables. Además, hay una enfermedad colectiva que hace más daño que el mismo virus, es el estado de indefensión frente a quienes siguen asesinando líderes sociales y llevando a cabo masacres.
Mi amigo convaleciente me decía: ¿cómo tener sosiego para recuperarse de las secuelas del Covid-19, si apenas abres los ojos te enteras que cinco jóvenes han sido masacrados en uno de los barrios de tu ciudad?, ¿cómo reponerte emocionalmente si luego te das cuenta que en pleno velorio han lanzado una granada que ha cobrado nuevas víctimas?, ¿cómo dormir tranquilos si al día siguiente te despiertas con la noticia horrible de la masacre de los jóvenes de Samaniego, en Nariño?, ¿con qué ánimo levantarse cuando te enteras que manos invisibles han quemado la huerta del barrio Llano Verde, cercana al cañaduzal donde se llevó a cabo la masacre? Es como una terrible noche de la cual no podemos abrir los ojos para despertarnos. Vivimos de masacre en masacre y son siempre los sectores más vulnerables los que llevan la peor parte.
¿Por qué no seguir celebrando el orgullo afro, como el de los hermanos Caicedo de nuestra ciudad, que brillan en el mundo científico?
¿Cómo dormir tranquilos cuando no sabemos con qué nueva tragedia nos vamos a despertar? Es una enfermedad colectiva, cercados por la pandemia y lacerados emocionalmente por los asesinatos de nuestros hermanos.
Mientras tanto el gobierno hace de la pandemia toda una parafernalia para reencaucharse y tratar de legitimar un Estado que sigue siendo ausente en las regiones más alejadas y marginadas del país. Las “soluciones” siguen siendo militares y no obedecen a un verdadero compromiso con el proceso de paz. No se realizan programas e intervenciones integrales y no se está cumpliendo lo pactado en los acuerdos de 2016 con las FARC. El problema de la tierra continúa, no hay coherencia en el manejo de la propiedad rural donde debe darse la sustitución de cultivos y no hay un verdadero interés en proteger a los líderes sociales.
Pareciera que estas masacres fueran verdaderamente una política de Estado
Qué contraste. Hace pocas semanas vimos el clima de rechazo internacional por la muerte de George Floyd en un caso aberrante de abuso policial. En Colombia sentimos que nada pasa cuando se aniquila a nuestros hermanos afros. Es como si se tratara de ciudadanos de segunda categoría. La pandemia nos tiene arrinconados, es cierto, pero nos tiene más agobiados esta sensación de impotencia, en la que las manos asesinas se pasean sin recato y hacen de las suyas sumiendo en el miedo a las comunidades. Pareciera que estas masacres fueran verdaderamente una política de Estado.
Por otra parte, nuestros funcionarios públicos se han dedicado a hacer su agosto con los contratos que por “urgencia manifiesta” les permite llenar los bolsillos a costa de la necesidad ajena. Lo que ocurra a nuestros hermanos en Nariño, Cauca, Putumayo, Cali, Santander y Norte de Santander son simples cifras que no inquietan al gobierno.
¿Vamos a permanecer callados? ¡NO! Es necesario que la comunidad internacional sepa que el nuestro es un Estado que gobierna para el apetito de unos pocos, que sus acciones muestran desidia y abierto desinterés por darle continuidad al proceso de paz, que poco o nada le importa la suerte de los campesinos y de los jóvenes de las grandes ciudades, que no encuentran oportunidades para asegurarse una vida digna.
Es dolor de patria el que siento, es dolor por mis hermanos colombianos, es algo que apretuja mi alma. ¿Por qué no seguir celebrando los grandes logros del personal médico, a quienes hago reconocimiento en cabeza del médico Jimeno Rojas, quien se la ha jugado toda por salvar más de 400 vidas en la ciudad de Cali, incluyendo la de mi amigo, el profe Mario? ¿Por qué no seguir celebrando el orgullo afro, como el de los hermanos Caicedo de nuestra ciudad, que brillan en el mundo científico?
¡No más barbarie! ¡No más exclusión! ¡No más indiferencia! Debemos desmarcarnos del discurso neoliberal que nos empuja al “sálvese quien pueda” y que en términos coloquiales nos dice “cada uno en su covacha y cada loco con su costal”. Nada más denigrante, algo que atenta contra lo más preciado de cualquier comunidad: el sentido de la solidaridad, ese sentido de aunar esfuerzos y voluntades para enfrentar la adversidad como forma sencilla de cuidar el tejido social.
Necesitamos reinventarnos como nación y que cada uno de los colombianos sienta la dignidad y los beneficios de sentirse parte de un sueño compartido: la voluntad inquebrantable de sembrar y cosechar la paz con justicia social.