“Que viva la escuela
trampolín a la vida,
el lugar del asombro,
el punto de encuentro
de entrega y amor”.
Mirta Goldberg
Cuando compartimos con los maestros los cambios generados en la educación durante este período de confinamiento, resulta interesante comprobar que son distintas sus percepciones y bastante diferentes las maneras como han asumido los nuevos retos. La mayoría de ellos ha asumido la educación virtual como una oportunidad para transformar sus prácticas de aula y para mantener el vínculo formativo con sus estudiantes. Unos pocos, infortunadamente, se refugian en aquellas problemáticas que impiden mantener la conectividad disculpando sus escasos arrestos para generar impacto en sus propuestas de clase.
Lo que demuestra esta etapa inédita en nuestra labor docente es que la flexibilización y la innovación son las claves para cuidar la permanencia de nuestros niños y jóvenes en el sistema educativo, así como para lograr que esta experiencia se convierta en un laboratorio transformador de sus vidas. Quienes vivimos a diario la complejidad del trabajo escolar, en instituciones públicas, sabemos que no ha sido nada fácil este salto repentino a la educación virtual al que nos empujó la pandemia.
La conectividad ha sido la excusa perfecta para que muchos estudiantes escuden su apatía o su pereza.
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Los maestros se las han ingeniado para “no perder” a sus estudiantes y para continuar, de cualquier manera, con sus propósitos formativos. Unos escalaron la montaña hasta cierto lugar para lograr “coger” el servicio de wifi, hubo quienes a lomo de mula o en moto repartían guías de trabajo, algunos recurrieron a sus WhatsApp o a sus correos para hacerles llegar los talleres con sus materiales de consulta. Otros, como Teófilo, profesor en la zona rural, que tiene a cargo el área de física con estudiantes de grado décimo, al padecer los inconvenientes de la conectividad decidió orientar una temática relacionada con la astronomía, enviando enlaces de tutoriales –realizados por maestros expertos, avalados previamente por su calidad– a los correos y WhatsApp de sus estudiantes. A algunos les pagaba datos por cuantías bajas para que alcanzaran a observar los tutoriales, luego les enviaba las guías que debían resolver. Les pedía llevar una bitácora de los procesos relacionados con los problemas propuestos: movimiento, aceleración, óptica, etcétera. Cada semana programaba encuentros virtuales con los estudiantes para resolver dudas o ampliar temáticas que no hubiesen quedado claras. De igual forma, entre sesión y sesión, los estudiantes podían obtener acompañamiento del docente a través de los medios digitales.
La pregunta que asalta de inmediato es: ¿estos maestros sí están cumpliendo con los propósitos del acto educativo? En la respuesta a este interrogante se evidencian las posturas sobre nuestro quehacer pedagógico en esta época de confinamiento: “Estamos a escasos dos meses de culminar el año lectivo; dudo que podamos cumplir con los contenidos propuestos al iniciar el año”, dicen algunos. Hay quienes afirman: “Estamos echando al hoyo la calidad educativa; estos jóvenes van a salir mal preparados”. Otros son más pesimistas: “Vamos a terminar regalando el año a quienes han hecho escaso esfuerzo; la conectividad ha sido la excusa perfecta para que muchos estudiantes escuden su apatía o su pereza”.
Continúa campeando el imaginario de “ganar” o “perder” el año y, en el trasfondo, sigue pesando el asunto de la evaluación asumida como sumatoria inclemente de talleres, tareas y pruebas escritas. Estos maestros pierden de vista que el tema del encierro colectivo por causa de la pandemia es un asunto de vida o muerte, donde ganar el año no es otra cosa que haber sobrevivido a esta contingencia, y nuestra labor como escuela debe ser de acompañamiento a los estudiantes y a sus familias. Nuestro acto educativo debe moverse entre las situaciones de aprendizaje que empuja y permite esta difícil problemática. Aquí lo disciplinar aparece como un camino hacia la trascendencia de hechos que se están viviendo en la cotidianidad de los hogares.
Siempre he planteado que el maestro no se puede “casar” con un libreto que repite cada año.
Los maestros que se la han jugado por mantener el contacto con sus estudiantes y que han acudido a diversas maneras para no perder la comunicación con ellos, acomodándose a sus dificultades, escuchando sus problemas y entendiendo los contextos familiares –que se han tornado, todos sabemos, en muchos casos en hervideros por causas relacionadas precisamente con la sobrevivencia–, son maestros que comprenden la importancia de “no perder” a estos niños y jóvenes. En los sectores más humildes los padres pueden decidir que la escuela pasa a un segundo plano porque primero debe resolverse el asunto económico para poder comer. Teófilo, por ejemplo, comentaba que muchos de sus chicos agradecían su flexibilidad para poder cumplir con sus pedidos académicos porque debían irse a ganar unos pesos recogiendo la cosecha o haciendo unas horas de trabajo en un taller, en una panadería o en una tienda del pueblo.
Los maestros que tienen mayores dificultades en sus prácticas de aula, en esta modalidad virtual, son aquellos que se muestran reacios a conocer y utilizar los diversos recursos que abundan en las plataformas digitales que podrían alivianar su trabajo si “cacharrearan” con lo que ofrece la G suite. Son maestros que se quedaron en la educación convencional –por no llamarla tradicional–, donde el maestro tiene la palabra, es quien “enseña”, y los estudiantes sólo esperan su baldado de conocimientos para irse llenando con ellos. Maestros como Teófilo, en cambio, son los que acomodan sus prácticas a los imperativos de sus contextos, incluso a la particularidad de sus estudiantes.
El maestro que se reinventa y que vive con alegría los encuentros con sus estudiantes es un maestro que se las ingenia para que su área atrape todo el interés de sus grupos.
Siempre he planteado que el maestro no se puede “casar” con un libreto que repite cada año; si un maestro quiere vivir a plenitud su ejercicio laboral debe asumirlo como una fiesta de la vida, en la que se esmera por apasionar a sus estudiantes en cada danza, en cada encuentro. Permitidme que repita las palabras de Carlos Skliar: “El maestro no enseña, el maestro inspira”, muestra las aristas de un problema, abre caminos y deja ver el lado práctico de su área en la resolución de problemáticas reales.
Esto último remite al aspecto de la innovación. El maestro que se reinventa y que vive con alegría los encuentros con sus estudiantes es un maestro que se las ingenia para que su área atrape todo el interés de sus grupos. Este maestro no se quejará de que muchos estudiantes apaguen sus cámaras o de que al solicitar que abran sus audios, no estén allí. ¿Qué se hicieron? Seguramente estarán deambulando en otros quehaceres porque la clase no los convoca. Abundan los casos de maestros que en esta época procuran mantener la motivación de sus estudiantes. En otros artículos los he mencionado, pero en este instante recuerdo a la profesora de química de la institución educativa que regento: ella –de manera muy inteligente– ha despertado el interés de sus estudiantes con un proyecto sobre cómo utilizar los desperdicios de la cocina para realizar las composteras, fundamentales en las zonas rurales, como complemento necesario de las huertas.
En esta misma dirección, siempre siendo disruptivos, es decir rompiendo con la monotonía o con las zonas de confort en las que podemos caer como maestros, estamos implementando en la institución educativa Francisco de Paula Santander, ubicada en una zona rural, un proyecto consistente en acercar las tecnologías a estas comunidades, de bajos recursos económicos, para contar con dispositivos electrónicos y, de paso, asegurarles una buena conectividad. Es un proyecto bastante retador tanto para los estudiantes y los padres de familia como para los docentes de la institución. El proyecto se apoya en la interconexión digital con insumos tecnológicos de muy bajo costo, más conocido como “el Internet de las cosas”.
¿Puedes construir un sensor de temperatura corporal, que en el mercado lo encuentras por $300.000, a un costo de $20.000?
Mediante alianzas institucionales, aliados privados y donaciones, hemos logrado concretar esta iniciativa, primero con sesiones de capacitación que explican los aspectos teóricos y segundo con la puesta en práctica, bajo la orientación de un profesor universitario, gracias a la adquisición de unos integrados –tipo tarjeta o plaqueta que pueden ser operados en puertos USB o con batería, comprados en Estados Unidos– que llegarán a las casas de treinta participantes. Los efectos son inmediatos: el estudiante –en muchos casos estigmatizado como malo, perezoso o apático– de repente se observa inquieto por estos dispositivos que le permiten jugar y experimentar, que le sirven para atender situaciones o problemáticas de su cotidianidad. La tecnología llega, y con ella la pertinencia de saberes relacionados con la comunicación, con las matemáticas, con la biología y con todas las áreas que sean necesarias para hacer tangible su aplicación.
En las sesiones que hemos tenido surgen inquietudes interesantes de los estudiantes: “¿puedo hacer un sensor para medir la temperatura corporal?” El profesor explicó y nos dejó atónitos: “puedes construir un sensor de temperatura corporal, que en el mercado lo encuentras por $300.000, a un costo de $20.000”. “Profe, y en mi casa, ¿para qué puede servir?” “Puedes poner sensores para atender tus gallinas, tus marranos, para prender y apagar un sistema de riego en las huertas o, atendiendo a las necesidades de tu comunidad, puedes crear dispositivos que activen alertas cuando el río está creciendo”. En la pantalla veía, con satisfacción, la cara de sorpresa de nuestros estudiantes. ¿Se imaginan cuando tengan en sus manos las plaquetas?
Sabemos que en los hogares hay muchos desajustes en el nivel de ingresos, por los efectos de la pandemia, y esto convierte a los hogares en verdaderas ollas de presión.
En un territorio alejado de los centros urbanos, este proyecto apunta a construir una comunidad virtual. Intentamos transformar el “chip” de los niños y jóvenes –empobrecido por el mero uso de los dispositivos electrónicos para juegos en línea, mensajes en redes sociales y charlas banales– para que asuman el mundo virtual como verdaderas ventanas al mundo, a la cultura universal, para que lo conviertan en auténticas herramientas que les permitan enfrentar y resolver problemáticas de sus territorios o hacer emprendimientos para mejorar su calidad de vida.
Esta apuesta se aleja de la preocupación por lo que evaluaremos este año y “lo mal preparados que saldrán nuestros estudiantes”. En ese sentido, comparto la visión de la evaluación formativa, que defiende un estudio reciente de la Universidad Nacional de Tucumán, en Argentina: “Nuestra principal recomendación es que, en este tiempo de aislamiento, sólo se desarrollen evaluaciones de proceso, tendientes a lograr un seguimiento del aprendizaje de los/as estudiantes, y de ninguna manera se avance hacia evaluaciones conducentes a calificar y acreditar saberes”.
Sabemos que en los hogares hay muchos desajustes en el nivel de ingresos, por los efectos de la pandemia, y esto convierte a los hogares en verdaderas ollas de presión. Debemos movernos para que la escuela sea espacio de apoyo a estas familias, aportando solidariamente con canastas de alimentos, dándoles a conocer las instituciones a las que pueden acudir para atención médica o situaciones de maltrato intrafamiliar. Sin duda alguna lo que más agradecen los grupos familiares es que luchemos por evitar la deserción y que mantengamos nuestra tarea educativa, una tarea que cada vez más debe resplandecer por el nivel de comunicación que mantenemos con los estudiantes y por las intervenciones, necesarias y a tiempo, con los padres de familia. Estos últimos se han convertido en tutores académicos de sus hijos y asisten, directa o indirectamente, a algunas de sus clases. Las escuelas de padres, en esta coyuntura, deben ser aprovechadas no sólo para orientarlos en el “nuevo rol” que están asumiendo, poniendo en común sus inquietudes y preocupaciones, sino para comprometerlos en este trabajo en equipo que valida nuestra condición de comunidad educativa.
Insisto, para terminar: los límites están en la mente, y hoy, más que nunca, la escuela requiere de maestros flexibles e innovadores, maestros que traen el problema pero igualmente plantean un ramillete de soluciones, maestros, como dice la canción, “fogoneros” que atizan el fuego para que lo humano sea lo que florezca en este período inusual: en actitudes de resiliencia, en vivenciar el espíritu solidario, en restablecer lazos de afecto familiares, lazos de unión y de trabajo comunitario. La escuela reclama maestros creativos que, en esta etapa, conviertan “lo que nos está pasando” en laboratorio para resignificar nuestro estar en el mundo y para cuestionar nuestra inclemente relación con el planeta. Si esto lo logramos, habremos “ganado el año”.
“Si quieres hacer tu trabajo, dales una cuerda para estirar,
leña para partir, sacos para trajinar. El amor vendrá después…”.
Fernand Deligny