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Cuentos de criadas que no son cuentos

Episodio III: La abuela Francisca

República Dominicana

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Sentada en el portal en su silla de ruedas doña Francisca relata con orgullo cómo cuidó a más de diez nietos cuando sus hijas se fueron a España. Doña Francisca vive en uno de los barrios populares más antiguos de Santo Domingo, la capital de República Dominicana. Mientras conversa con la socióloga que viajó desde España pasan vecinas a saludarla y le preguntan cómo está de su pierna. Hace poco la operaron de una trombosis. A Doña Francisca no le falta entretenimiento. La vida del barrio es muy intensa y bulliciosa, y ella es parte de esa vida comunitaria. Por su casa también pasan jóvenes a saludarla. Ella les hace bromas con toda confianza. Los conoce desde pequeños porque iban a jugar a su casa. Además de haber cuidado hijas y nietos, Francisca cuidaba a los hijos e hijas de las vecinas y de gente humilde. Su casa es muy modesta, pero está prolijamente arreglada y pintada gracias al dinero que siempre le enviaron sus hijas, explica Doña Francisca a la socióloga sin dejar de sonreír.   

Tras Juana, se fue su segunda hija, y después, la tercera. Juana las ayudó a pagar el billete. Y después la segunda y la tercera ayudaron a la cuarta y a la quinta. A medida que las cinco hermanas se afincaban en Barcelona trabajando en casas de familia, Doña Francisca se vio rodeada de nietos a quienes cuidar.

Doña Francisca nació en una zona agrícola de Barahona, al sur de la isla. Se casó y tuvo cinco hijas mujeres. Ella era propietaria de unas parcelas y su marido trabajó en una azucarera. En los ochenta la producción se puso difícil y decidieron migrar a la ciudad. Allí la vida tampoco les resultó muy fácil. Buscó trabajo en las maquilas, pero no la contrataron, así que se ganó la vida limpiando y planchando para las familias ricas de la ciudad. Su marido trabajó como “pone-block” hasta que se hernió. Un día su hija mayor, Juana, vino con un plan: “mamá, me voy a España, que los gringos ya no nos dejan entrar”. Había contratado la bolsa de viaje y su mejor amiga la esperaba en Barcelona. 

Tras Juana se fue su segunda hija, y después, la tercera. Juana las ayudó a pagar el billete. Y después la segunda y la tercera ayudaron a la cuarta y a la quinta. A medida que las cinco hermanas se afincaban en Barcelona trabajando en casas de familia, Doña Francisca se vio rodeada de nietos a quienes cuidar. Primero eran tres, luego seis, luego algunos se fueron y otros que estaban con la otra abuela, vinieron. Luego se encargó de dos más que nacieron en España. En un momento llegaron a ser diez en un mismo tiempo. Las niñas más grandes cuidaban a los más pequeños y entre todos ayudaban a cocinar, limpiar y a lavar la ropa de casa. Ninguno se quedaba sin la supervisión de su abuela.

Sus hijas le enviaban dinero regularmente y procuraban que no les faltara nada, ni a los niños, ni a ella. Doña Francisca administraba el dinero, hacía las compras y cocinaba para todos. Si se terminaba el dinero antes del mes, buscaba prestado o pedía fiado. Si no se podía comer carne, se comía espagueti o huevo, o picantina que era más barato. Si no había picantina ni huevo para tantas bocas se comía arroz y habichuela que nunca faltaba. “Que la barriga es ciega, lo importante es echarle algo”, solía decir Doña Francisca cuando algún nieto se ponía pretencioso. 

Sus hijas continúan enviándole dinero y se ponen de acuerdo para organizar sus cuidados. Si necesita alguna medicina se la mandan o le envían dinero para que se la compre una vecina. Nunca descuidan a la gran cuidadora.

Todos le obedecían. Si Rafa se peleaba en el colegio la abuela le daba consejos. Si Zuni quería ir a un cumpleaños la abuela le daba permiso. Si Tati no hacía los deberes la abuela no la dejaba salir a jugar hasta que no los terminara. A veces se peleaban, pero siempre se divertían entre primos. Nunca faltaba el afecto ni la compañía entre unos y otros. No extrañaban a sus mamás. Hablaban con ellas por teléfono y les pedían que les compraran alguna que otra cosa. De vez en cuando conversaban sobre cómo sería su vida en España. Zuni imaginaba una cabaña rodeada de nieve y Rafa quería conocer Disney.

Los nietos fueron creciendo y poco a poco se fueron a Barcelona con sus madres. Cuando les tocaba prepararse para viajar, Doña Francisca se ocupaba de los trámites, se encargaba de que estuvieran impecables para el vuelo y de que tuvieran todo en su maleta. La última nieta se fue justo antes de la operación de trombosis. Sus hijas continúan enviándole dinero y se ponen de acuerdo para organizar sus cuidados. Si necesita alguna medicina se la mandan o le envían dinero para que se la compre una vecina. Nunca descuidan a la gran cuidadora.

Doña Francisca no quiere ir a Barcelona. Está cansada y los efectos de la trombosis se lo impiden. Sabe que sus nietos están grandes y ya no hay que cuidarlos. “Y tampoco ellos me pueden cuidar a mí”, dice sentada en su portal con un aire de resignación. La conversación con la socióloga se vuelve a interrumpir. Una vecina le acerca el teléfono. Francisca sonríe con emoción. Es su nieta Zuni que la llama desde Barcelona. 

De Buenos Aires, migrante en Barcelona. Antropóloga especializada en migraciones internacionales. Investigadora social de la Universidad Autónoma de Barcelona. Directora de Europa Sense Murs.

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