Pero mientras tanto huye, huye el tiempo irremediablemente,
mientras nos demoramos atrapados por el amor hacia los detalles.
Publio Virgilio Marón
Hay sensaciones que se hermanan más con el recuerdo (con el recuerdo y lo que este trae consigo, llámese añoranza, nostalgia o saudade), suelen ser las más etéreas, las vaporosas, las inasibles, las que en mayor medida participan de la materia de los sueños y hacen gala de su imprecisión: las olfativas, las gustativas, en ocasiones las auditivas y táctiles, rara vez las visuales. Así, un olor, como el de leche de seno que el viejo Eguchi siente que emana de una chica narcotizada, o una canción, como la que Toru Watanabe escucha durante un vuelo a Hamburgo, bastan para quitarle el bozal a los recuerdos.
Es este el caso de Santiago Barón, personaje principal de El hombre que hablaba de Marlon Brando, aunque el recuerdo acuda a él por vía visual, por medio de una fotografía que le hace caer de bruces sobre lo vivido: “Yo, Santiago Barón, que había venido a Berlín buscando poner tierra de por medio entre ese pasado y cualquier futuro que me aguardara, confirmaba lo que todos presentimos: que el olvido no existe, que los recuerdos juegan a las escondidas con nosotros y, como me acababa de ocurrir a mí, ante esa fotografía, que el pasado salta en los momentos más inesperados, haciéndose presente con la fuerza que la nostalgia le otorga” (pág. 17).
Y es justo ese brumoso paisaje de la añoranza el que deviene en escenario para un crimen cuyas pistas irán apareciendo, capítulo a capítulo, aunque el cuerpo de la víctima se nos muestre desde las primeras páginas.
Santiago Barón es periodista, oriundo de Cartagena, escenario donde transcurre la mayor parte de la historia, aunque el detonante sea esa fotografía vista en Berlín, en el presente del personaje, adonde ha huido buscando escapar de los recuerdos, y desde donde por fuerza de esos mismos recuerdos nos remitirá, en un doble salto, hacia el pasado reciente en el que tiene lugar una pesquisa que lo relaciona directamente con los personajes de la fotografía y hacia otra fecha más remota: el emblemático 1968, año en que aquella fue tomada.
En la foto aparecen tres hombres; dos de ellos protagonistas de una película rodada en Cartagena en aquel año: Marlon Brando y Evaristo Márquez, y un tercero, en segundo plano, de quien la foto no da cuenta cabal, pues su rostro no se alcanza a ver. Esto último es capital; ese hombre, Giuseppe Tomassi, ha vuelto a Cartagena desde Italia, luego de cuarenta años, para cumplir una promesa, la de volver alguna vez a revivir los meses de rodaje de la película Quemada. O acaso para ser alguien, para demostrarse a sí mismo que estuvo en el sitio que perpetúa la foto, en el tiempo que en la mancha de luz ha quedado detenido: “Necesitaba cambiar de aire, olvidarse de sí mismo, dejar por un tiempo esa rutina que lo venía matando en silencio […] Y lo ilusionaba la posibilidad de regresar a Cartagena para evitar cualquier posible burla del destino. Cuántas veces había maldecido a Brando por hacerle incurrir en aquella promesa de volver a la Heroica antes de morirse” (pág. 27).
Es así como Tomassi vuelve en busca del pasado. Un pasado de fábula empañado por un crimen que todos parecen haber olvidado, pero que revivirá con su regreso. Y él vuelve para reconstruir ese pasado. Con esa finalidad contrata a Santiago Barón. Aunque el suyo, contra toda evidencia, es un retorno imposible (como es imposible también el deseo de Barón de escapar de los recuerdos), pues no versa sobre el regreso a una ciudad sino a un tiempo, el tiempo en que fue feliz, ese que, por supuesto, es ya un tiempo ido. La tragedia en la novela puede entreverse desde su inicio, y aunque bien podrá adobarse con cualquier alegría que alimente al personaje, esta será pasajera, pues no alterará el sinsabor que ha dejado lo perdido.
Es esta entonces una novela sobre el retorno. No al paraíso bíblico ni al de la infancia, sino a ese en que se convierte todo tiempo sobre el que la distancia y el deseo de volver aplican una capa de barniz que trastoca la vivencia real. Una novela sobre lo que pesan los recuerdos y la forma en que nos sigue modelando el pasado. Pero el pasado y los recuerdos por sí solos no bastan para armar una historia. O tal vez sí (tengo a la vista Las olas, de Virginia Woolf), pero, contrario a lo que pudiera pensarse, no hace falta serles fiel a esos recuerdos, sino que se traicione esa fidelidad, que se dé espacio a lo que la memoria tiene de falible, a su densa niebla, a su bruma natural.
Y es justo ese brumoso paisaje de la añoranza el que deviene en escenario para un crimen cuyas pistas irán apareciendo, capítulo a capítulo, aunque el cuerpo de la víctima se nos muestre desde las primeras páginas: “Aquellos lobos de mar que la descubrieron entre algas, peces cangrejos y caracoles, quedaron mudos ante lo inefable, mirándose entre sí desde la incredulidad. Uno de ellos recordó a las sirenas de los viejos cuentos, otro cerró los ojos y empezó a rezar el credo, porque aquello parecía cosa de otro mundo” (pág. 13).
Así, el encargo de Tomassi de escribir una crónica sobre los meses de filmación de Quemada, de a poco irá derivando en trama policial. Una que operará como traición al género, en la medida en que Barón no es detective, no está curtido en investigaciones ni tiene un oscuro pasado, y el misterio que persigue, su resolución, tendrá lugar de un modo azaroso: a través de una confesión inesperada. En ese sentido esta novela es también, por la inexperiencia del personaje, por sus pasos en círculo y los palos de ciego que va dando, una novela de formación, tardía si se entiende que Santiago Barón es ya un cuarentón cuando empieza a vivirla, a adquirir esa experiencia: “Sin embargo, para entonces yo no era muy consciente, ni había motivos para pensarlo, que actos inocentes como desempolvar la memoria de la gente hacen que salgan a la superficie cosas ocultas, inesperadas y peligrosas, que hasta ponen la vida en juego, porque hay gente para quien el olvido es su mejor aliado” (pág. 73).
Igual pasa con los personajes ausentes, que hipertrofiados por el recuerdo proyectan sobre los vivos una sombra difícil de igualar.
Figuran en esta historia personajes que uno siente vivos por la espontaneidad de su expresión, y porque El hombre que hablaba de Marlon Brando,sin dejar de ser novela, se planta frente a la crónica y le hace ojitos sin ningún pudor. De allí la abundancia de anécdotas referidas al rodaje de la película, que hacen suponer el grueso de la investigación que corre bajo sus páginas. A nivel de estructura, la novela va alternando capítulos en tercera persona con otros en los que Santiago Barón asume como narrador, y breves capítulos estratégicamente colocados a manera de pinceladas poéticas de tono confesional del “Diario de la que habla dormida”. Este recurso del monólogo interior de un personaje que no se muestra sino hasta el final, aunado a la incertidumbre y los riesgos que corren Barón y otros personajes, le dan a la novela la cuota de suspenso necesaria para mantener vivo el interés del lector. El recurso de la narración indirecta, que tiene lugar a través de los personajes entrevistados por Barón, permite saltar sucesivamente al pasado. A nivel temático encontramos una fallida historia de amor y otra que en principio parece realizable, una investigación sobre un asesinato y otro que se comete en el curso de esa pesquisa, la historia de la filmación de una película y la biografía en apariencia hipertrofiada de su protagonista. Tópicos del amor apasionado, del amor sufrido, del embellecimiento del pasado. Pero es el fugit irreparabile tempus, el tiempo que huye sin remedio, el que le da a esta novela su dimensión de universalidad. La fallida búsqueda de Tomassi. Su deseo de escarbar en las cenizas de un fuego que por refulgir tanto en su momento acrecienta la ruina del presente. El acontecer de una conciencia que no puede reconocerse en el espejo de lo que fue, sin experimentar un sentimiento de pérdida.
En ese sentido, insisto, El hombre que hablaba de Marlon Brando se inscribe dentro de la tradición del retorno. En este caso, del retorno a Cartagena, escenario de la juventud. Una Ítaca venida a menos (¿qué Ítaca no lo es?), alejada de su antiguo esplendor. Una Ítaca a la que le queda solo brillar en la memoria de los que la vivieron y en los oídos de quienes asisten al falseamiento de su reconstrucción, de su relato, pues sobre el viejo cimiento se edifica siempre con materiales nuevos, a los que se les coloca una capa de hermosura que traiciona a la edificación original. Igual pasa con los personajes ausentes, que hipertrofiados por el recuerdo proyectan sobre los vivos una sombra difícil de igualar. Entre estos, Marlon Brando y Evangelina Saumeth, la Luciérnaga, “una muchacha al parecer recién bajada de una estrella”, una cantante a la que aun después de muerta el recuerdo reviste de maravilla, dando lugar a su mitificación: “A pesar de su estado, porque gran parte de su cuerpo estaba mordido de peces y su piel castigada por las inclemencias de la muerte, Evangelina Saumeth todavía presentaba un aura difícil de explicar en el rostro, una paz que ya quisieran tener muchos vivos” (pág. 181).
Y es esa insistencia en lo que se pierde o se recupera, en lo que se falsea o se mantiene igual en medio de los años, lo que hace que el tiempo en esta novela sea el principal protagonista. No la ciudad, como pudiera pensarse. No Giuseppe Tomassi ni Santiago Barón. No Evangelina Saumeth ni Alsino Bitar. Sino el tiempo. Ese que marca, que envilece, que enferma, pero que también cura. El tiempo que cambia las cosas. No en vano uno de los personajes trata de eludir el pasado mientras otro va en su busca (sabemos lo que diría de esos arrebatos Constantino Cavafis). Todo lo demás no es sino trama (que si hubo un asesinato y a fin de encubrirlo se cometió o no otro, que si se sopló sobre unos recuerdos en principio gratos y bajo el polvo levantado salieron a la luz eventos desgraciados), mero pretexto para enmarcar la tragedia a la que alude toda novela que se precie de serlo: la de la finitud de la existencia humana, la del acontecer en el tiempo y por el tiempo, y en el dolor de su fugacidad.