La evaluación es importante porque es guía para
constatar, alcanzar y avanzar en las metas propuestas.
Ha de ser del todo y de sus partes.
Rubén Darío Cárdenas R.
El inicio de un nuevo año obliga a hacer balance de nuestras vidas, a evaluar nuestro estar en el mundo: el grado de satisfacción que sentimos con nuestros proyectos de vida y la manera como percibimos que estamos aportando a un orden de cosas que delinean nuestra realidad. No sé si la visión de pedagogo me persigue, pero siento que todos los problemas que aquejan a nuestro país, además de sus causas estructurales, obedecen a un sistema educativo que insiste en mirar puertas afuera pero no se toma el trabajo de evaluar hacia adentro.
Regularmente dichos procesos se han convertido en lo que he denominado “unidades de negocios” que casi siempre estarán a cargo de un pillo, bien sea de derecha, de izquierda o sindicalista. Cobran por los cargos, por los traslados, por agilizar y direccionar la contratación, licencias de funcionamiento, etcétera.
Nuestro sistema educativo centra su mirada en los resultados de tres evaluaciones puntuales: evaluación de los estudiantes, evaluación de los docentes y evaluaciones institucionales. Aunque el peso de las políticas públicas siempre toma como puntal los resultados de las pruebas de Estado que realizan los estudiantes, con este parámetro se define lo mal o lo regular que estamos. Se trata de medir los desempeños en las denominadas áreas fuertes: matemáticas, lengua castellana, competencias ciudadanas y ciencias naturales. Tres de estas áreas son igualmente el foco de las pruebas PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes), que sirven de parámetro comparativo con los estudiantes de los países asociados a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Por cierto, en las pruebas PISA de 2018 Colombia no salió bien librada con respecto a otros países de América Latina. Pero no es preciso detenerse en análisis cuantitativos; es preferible que esa evaluación, que siempre hemos fijado en términos de cifras y porcentajes, acordes al desempeño de nuestros estudiantes, la hagamos a todos los eslabones de la cadena.
Nos hemos quedado en un círculo vicioso para echarnos el agua sucia respecto a los precarios resultados de los estudiantes en estas pruebas estandarizadas: “la culpa es de los estudiantes que ahora andan en las nubes virtuales, que derrochan su tiempo en juegos y en las redes sociales. La culpa es de los maestros que los ha dejado el tren de las innovaciones pedagógicas y tecnológicas, y siguen apegados a sus clases magistrales. La culpa es de los coordinadores y rectores que se hacen ‘los de la vista gorda’ en aquello de hacer cumplir los logros académicos en cada grado de la escolaridad. La culpa es de los colegios a los que sólo les importa justificar equis número de matriculados”. La responsabilidad, digámoslo de una vez, es de un sistema educativo como tal, en su conjunto.
En las instituciones educativas estamos llenos de formatos de evaluación, los estudiantes están fatigados por tanta evaluación, los maestros son evaluados periódicamente. Pero estos son solo algunos eslabones del sistema. ¿Quiénes y de qué manera evalúan las labores de los Grupos de Apoyo a la Gestión Educativa Municipal (GAGEM)? ¿Quién y cómo rinden cuentas de su gestión las secretarías de educación? ¿Quiénes y cómo monitorean las asignaciones presupuestales de las Entidades Territoriales Certificadas (ETC) para sus distintos frentes de acción? (pedagógica, infraestructura, planeación, administrativa y financiera, que a su vez desarrollan alrededor de treinta y cinco procesos, entre ellos el Programa de Alimentación Escolar (PAE), Talento humano, Acceso, Permanencia, Cobertura). ¿Cómo se escogen las contrataciones para obras de infraestructura o para las asesorías? ¿Cómo se miden los impactos en la mejora de la calidad educativa? Regularmente dichos procesos se han convertido en lo que he denominado “unidades de negocios” que casi siempre estarán a cargo de un pillo, bien sea de derecha, de izquierda o sindicalista. Cobran por los cargos, por los traslados, por agilizar y direccionar la contratación, licencias de funcionamiento, etcétera.
Los alcaldes y gobernadores se lavan las manos mostrando cifras del dinero invertido en la remodelación o la construcción de nuevas sedes educativas y del presupuesto gastado en capacitaciones, interventorías educativas y otras inversiones que se inventan para justificar los altos rubros gastados. Cada cuatro años, el Gobierno nacional elegido lanza una nueva política educativa, se inventa un embeleco que bautiza con un nombre rimbombante, como si con solo cambiar el nombre significara impactar el sistema en su conjunto: “Revolución educativa”, “Todos a aprender”, “De Cero a Siempre”. De allí en adelante todo se queda en la repartija presupuestal que busca satisfacer los apetitos de quienes han financiado sus campañas. Todos participan en la comilona y los efectos esperanzadores nunca llegan. Es tan perverso el sistema que las familias agradecen que sus hijos puedan tener acceso al PAE, sin importar la calidad del servicio educativo. Su mayor preocupación no es que se eduquen, se formen y se hagan a una profesión para asegurar su futuro, lo que les importa es resolver el “golpe” de cada día; en otras palabras, algo para echarle a la barriga de sus pequeños.
Esta visión estomacal de la educación cohabita con la corrupción y en cada eslabón de la cadena se replica el esquema: “Deje así. Coma y no se complique”. Ahora bien, si se complica, quien se puede “enredar” es el que pretende hacer las cosas con honestidad y transparencia. El todo es dejar las evidencias en el papel: los formatos, las fotos que sirvan de testimonio, los contratos con los sellos y firmas de cada dependencia; todo lo que sea “de forma” va muy bien presentado. Mientras tanto, nadie sabe cómo se evalúa la gestión de los otros eslabones que hacen parte del sistema educativo. Los mandatarios sonrientes posan para la foto. Sin embargo, cuando llegan los resultados de Pruebas Saber salimos “rajados”, y somos los maestros quienes quedamos en la mira de la opinión pública. Pero quienes brindaron las asesorías y los talleres para “elevar la calidad educativa” no son cuestionados. ¿Por qué no se evidencia su intervención en los resultados obtenidos por los estudiantes en las pruebas de Estado? Si se llevó a cabo un trabajo juicioso en dichas asesorías, ¿por qué los maestros siguen empeñados en prácticas pedagógicas tradicionales? ¿Por qué no se ve su impacto en las comunidades educativas a nivel de compromiso de las familias, de los entes empresariales que podrían jalonar proyectos productivos y enganchar a los jóvenes de acuerdo a sus talentos y vocaciones? ¿Por qué el revolcón tecnológico que empujó la pandemia cogió “en pañales” a la mayoría de los docentes?
Ahora otro eslabón de la cadena: los sindicatos. Los llamados a defender la educación pública y a pelear por los derechos e intereses de los pobres. ¿Cómo han aportado estos en la mejora de la calidad educativa? Abonemos sus logros en materia de velar por unas condiciones mínimas que han dignificado la labor de los docentes. Pero hay un acuerdo tácito entre autoridades gubernamentales y sindicatos: hagámonos pasito. El Gobierno suelta migajas para las mejoras salariales, otorga los permisos para desescolarizar a los estudiantes con motivo de asambleas, paros y marchas, mientras que los sindicatos permanecen callados frente al desgreño presupuestal. Más aún, en Colombia se les ha entregado puestos burocráticos y hasta las mismas secretarías de educación para que hagan parte del botín a repartir con políticos y contratistas.
Es todo el sistema el que ha hecho agua, y por lo tanto el enfoque de su análisis y de su evaluación debe ser sistémico.
Los sindicatos “protegen” a sus asociados frente a actos de irresponsabilidad en sus labores, como la inasistencia a clases. También en actos de corrupción, por ejemplo, dar destino diferente a dineros que les han sido confiados. Más fácil va un político corrupto a la cárcel que un maestro sea removido de su plaza por motivos relacionados con el cumplimiento antiético de sus funciones magisteriales. Ese imaginario de “inamovilidad” de los maestros oficiales ha causado bastante daño a la calidad educativa. El todo es ser nombrado, lo demás es sentarse a esperar a ser pensionado y luego, para colmo de males, esperar la edad forzosa de retiro. ¿Tienen los sindicatos programas de apoyo a las instituciones educativas para demostrar sus “compromisos de cambio”? Los sindicatos no pueden seguir siendo partícipes de la mediocridad en todos los eslabones de la cadena ni acolitar a los funcionarios de turno para sus corruptelas ni congraciarse con los mandatarios para reclamar “asesorías e intervenciones”, a las que no se hace seguimiento respecto a resultados tangibles, ni hay declaraciones de beneplácito por parte de las comunidades impactadas. Tampoco pueden servir de escampadero a quienes se han colado como “maestros” por nombramientos provisionales o de carambola porque no había otros cargos en las repartijas burocráticas.
No podemos seguir mirando solo uno de los síntomas del problema: que a los estudiantes les va mal en lectura crítica y en matemáticas, y que los maestros tienen la mayor cuota de culpa. No, no es posible. Es todo el sistema el que ha hecho agua, y por lo tanto el enfoque de su análisis y de su evaluación debe ser sistémico. Como es arriba, seguramente es abajo, dice el adagio, y las células cancerosas se multiplican cuando todo se facilita para su crecimiento. Es tan grave, por lo tanto, que el presidente Duque haya premiado a sus congresistas con un aumento de 5,12%, el 24 de diciembre, como regalito merecido a su “aceitibilidad” (léase lubricación de la maquinaria de la corrupción) mientras el salario mínimo se aumentó en un escaso 3,5% como que empezando el año nos hayamos sentido tocados con un video que se hizo viral al mostrar a unos menores de edad en Cartagena, del barrio Olaya Herrera, bailando e ingiriendo licor frente a la actitud complaciente de sus padres.
En ambas situaciones hay un trasfondo que evidencia el deterioro educativo. Al mandatario de los colombianos no le tiembla la mano para aumentar el salario de los congresistas en plena crisis de empleo, de empresas en quiebra, de falta de recursos para las regiones que padecen los rigores de la pandemia. Y en el otro costado, ¿dónde está el conjunto de la sociedad protegiendo a sus pequeños? ¿Dónde está el impacto de las instituciones educativas sobre los padres de familia que dejan desprotegidos a sus hijos, sueltos, a un libre albedrío que solo le aporta deterioro al tejido social? ¿Hacen seguimiento las secretarías de educación a las llamadas “Escuelas de padres”? En la evaluación institucional, que se hace al finalizar un año lectivo, ¿cómo se evalúa el componente relacional hijos-padres-docentes?, ¿cómo se evidencian los programas de escuelas y colegios que deben involucrar a los padres de familia?
Retomando al maestro Bernardo Toro, es inaceptable que haya dos sistemas educativos en un mismo país: donde unos tienen derecho a educación de calidad y los otros a un sistema descompuesto de educación oficial que no tiene dolientes; de allí que afirme que, la abundancia de bienes públicos es la base de la equidad, no es el dinero.