La calidad de vida de una sociedad se define
a partir de la educación que ésta ofrece a sus pobladores.
Rubén Darío Cárdenas
En la primera parte de este artículo destacaba que para evaluar el sistema educativo debemos enfocarnos desde una visión holística o integradora, no sólo en dos de sus componentes: los estudiantes y los maestros, nuestra lupa escrutadora debe extenderse a todo el sistema. He señalado, una y otra vez, que en la manera como el Estado vislumbra y ejecuta los mandatos educacionales está de por medio el verdadero cambio generacional que necesita nuestro país para superar la cultura facilista, tramposa, cómplice, proclive a la corrupción y, por tanto, al delito y a la violencia que ha deteriorado el manejo y administración de los bienes públicos, ha polarizado al país y ha provocado el desencanto de grandes sectores de la población en la participación política. El enfoque sistémico exige ir a la médula del sistema, sin descuidar sus partes. Sabemos lo que una manzana podrida propicia en las demás. Nos hemos vuelto indolentes o tal vez extremadamente conformistas. Sentimos el olor fétido, otro recogerá la podredumbre, pensamos. Y continuamos nuestro camino.
Insisto en que es posible dar un paso al costado y empezar a ser la célula regeneradora, la que se niega a hacer parte de la mediocridad, del robo descarado, de seguir alimentando la cultura del atajo y de que el mundo es de los vivos, que el vivo vive del bobo y que “a papaya servida, papaya comida”.
Creo firmemente en que todos somos educadores con nuestras acciones cotidianas, por lo tanto, al exigirle al funcionario público que cumpla con su deber –es decir, que no se ausente de su puesto de trabajo, que no juegue con el dolor ajeno, que no robe, que no sea cómplice de las triquiñuelas para asaltar el presupuesto público- simplemente le recordamos que con su actuación refrenda su sueño, su visión del país que desea para su familia, para su descendencia.
Por ello es preocupante que el gobierno actual, haciendo uso de sus gabelas burocráticas y presupuestales, haya cooptado los órganos de control convirtiéndolos en vulgar apéndice del Ejecutivo, y así desconocer una apuesta por la paz que es también una apuesta por la educación, por la cultura.
Si la calidad educativa es un propósito nacional, y si el constituyente del 91 definió el carácter descentralizado del Estado, ¿cómo no hacer propuestas que recojan políticas anticorrupción y fortalezcan y dinamicen las economías de los territorios? Tal es el caso de lo que se puede hacer con el Programa de Alimentación Escolar (PAE), que bien orientado dinamizaría las economías locales generando sus propias cadenas de valor. Y, además, de esta manera se les arrebata el dinero público a los “carteles” que se han organizado para robar la alimentación de los escolares.
Hecha esta proposición, y para pasar de la protesta a la propuesta, me quiero apoyar en Albert Arbós Bertrán, vicedecano de Magisterio de la Universidad Internacional de Catalunya, España, cuando afirma: “Estamos convencidos del papel que juegan las estructuras gubernamentales sobre el rendimiento de las escuelas, hasta el punto que la burocracia, en muchos casos, es la causa principal de su fracaso”.
No es posible que sigamos como espectadores –o cómplices pasivos– haciendo parte de este círculo pernicioso y delictivo. Insisto en que es posible dar un paso al costado y empezar a ser la célula regeneradora, la que se niega a hacer parte de la mediocridad, del robo descarado, de seguir alimentando la cultura del atajo y de que el mundo es de los vivos, que el vivo vive del bobo y que “a papaya servida, papaya comida”. Si de algo debe servir el escenario inusual en que nos puso la pandemia es para empujar cambios en nuestros distintos ambientes laborales. En efecto, el escenario educativo reclama una transformación profunda en todos los eslabones de la cadena, empezando por una autocrítica en nuestras prácticas pedagógicas, y en hacer evaluación a todos los eslabones del sistema educativo.
En una de sus conferencias el maestro Bernardo Toro decía que “la institución, la organización, es la forma que el ser humano inventó para superar la muerte”, pero en nuestro caso esas instituciones se encuentran enfermas. Nos hemos acostumbrado a su modo anómalo de operar. Aquí ya el problema no es de la vaca, sino de quienes le abrimos, una y otra vez, el portillo para sus veleidades.
En un artículo reciente, William Ospina reclamaba ese despertar necesario al que Jorge Eliécer Gaitán llamaba “El país nacional”, esa sociedad civil que elige y sostiene ese país político que se muestra egoísta e indolente:
“Ya no tenemos que hacer nada, ya tenemos quién lo haga todo por nosotros (…) esos gobiernos así elegidos, investidos de tanto poder y con el tesoro público en sus manos (…) siempre terminan creyendo solo en sus ideas, escuchando solo a sus aduladores y considerando como sus electores no a los millones que votaron por ellos sino a los poderosos que los financiaron”.
No bastan las denuncias, ni la quejadera, ni seguir achacando la culpa a los gobernantes de turno. Hay que convertirse en piedra en el zapato, en palo que le pone “tatequieto” a la actitud depredadora de quienes han convertido los bienes públicos en fuente de su peculio personal. Permanecer callados o pasivos frente a la corruptela es hacer parte de ella. Como lo dice Ospina:
“A veces algún gobierno hace algo, pero solo si los pueblos lo obligan. Porque para los gobiernos a que nos hemos acostumbrado el mejor pueblo es el que no hace nada: ni vigila ni reclama ni exige ni controla ni opina. Y la democracia solo puede ser vigilancia, exigencia, control, opinión, debate profundo”.
Es un hecho inocultable que la pandemia ha empujado cambios necesarios. El sistema educativo debe renovar todos sus resortes para ponerse a tono con las nuevas dinámicas –en materia de tecnologías aplicadas, de prácticas pedagógicas, de recursos y de propuestas educativas que exigen comunicación y apuestas concertadas con las comunidades– que se vienen imponiendo a nivel global por cuenta del confinamiento.
Definitivamente, no importan las ideologías políticas o religiosas, el ropaje de izquierda, derecha, sindicalista o profesión. Todos se acomodan y roban, porque están unidos por el mismo DIOS, al que consideran el verdadero: el DINERO.
Cuando el fruto está maduro se coge o se cae solo y se pudre. Podemos hacer parte de la cosecha y aprovechar sus beneficios o nos acomodamos a seguir recibiendo las sobras y los desperdicios que caigan de la mesa. Somos parte estructural que sostiene la mesa, y en nuestras manos, como maestros, está la posibilidad de que el sistema educativo aporte a la solución de los graves problemas que han servido de combustible por años a las distintas formas de violencia que siguen acechando al país.
Definitivamente, no importan las ideologías políticas o religiosas, el ropaje de izquierda, derecha, sindicalista o profesión. Todos se acomodan y roban, porque están unidos por el mismo DIOS, al que consideran el verdadero: el DINERO. Tristemente, se cuentan con los dedos de la mano quienes de verdad dan fe de su paso por la escuela, porque la honran al cumplir con su deber.
En fin, quisiera que la sociedad civil uniera voluntades para salvaguardar el imaginario de la escuela como bastión del pensamiento, como reservorio de los valores deseables para nuestra comunidad de nación y que esas competencias ciudadanas, que sembramos todos los días en nuestras instituciones educativas, sirvan para depurar las maneras de hacer política y para blindar la salud y la educación, por su carácter intocable de ser bienes públicos.