“Nadie puede hacer el bien en un espacio de su vida, mientras hace daño en otro. La vida es un todo indivisible”.
Mahatma Gandhi
«Somos un ecosistema completamente interconectado,la única forma de crecer sostenible y sustentablemente esconstruyendo valor para todos los grupos de interés.«
Marcelo Tedesco
La pandemia ha puesto contra la pared a muchas empresas, algunas no han logrado superar las graves dificultades impuestas por el confinamiento obligatorio, otras se han reinventado y luchan por mantenerse a flote, y muchas han realizado apretones económicos en lo que se refiere a utilidades para sus dueños o socios con tal de evitar los despidos de personal. Es loable que se escuche de tantas empresas que se la juegan por asegurar empleo y bienestar emocional a sus trabajadores, esto muestra una verdadera coherencia en aquello de que cuando se hace parte de una empresa, en realidad se asume la pertenencia a una gran familia y el eslogan de “responsabilidad social” que sirve de sustento a su misión y visión no se queda en mero palabrerío.
Han entendido que el asunto no es de asistencialismo o de simplemente entregar unas ayudas y luego volver, “sanada la culpa” a los menesteres de sus empresas.
La responsabilidad social se convirtió, desde finales del siglo pasado, en un elemento definitorio en el asunto de la prosperidad y el prestigio de las empresas. En los distintos escenarios de discusión pública: foros interinstitucionales, pactos de organismos bilaterales, protocolos y pactos de la ONU quedó claro que la responsabilidad social iba más allá de un mero gasto representativo con el que la empresa compensaba los efectos que su accionar pudiera generar en el medio ambiente o en la salud pública. Una especie de “peco y rezo y todos contentos”. Por ello en los Objetivos de Desarrollo Sostenible aparece de primero poner fin a la pobreza, un asunto que nos compete a todos y con mayor razón a quienes obtienen dividendos por cuenta de su actividad productiva o mercantil o de cualquier tipo de intervención en el medio natural.
Una empresa que se pone orejeras y sólo se centra en las distintas estrategias para aumentar sus ganancias, es una organización que no le aporta a la construcción de tejido social, sólo se lucra de él, lo estrangula y se muestra indiferente con todo lo que no signifique dinero a su favor. Adela Cortina Orts lo sintetiza con la expresión: “A mayor poder, mayor responsabilidad”. Pareciera algo lógico y esperable, pero no es así. Hechos recientes lo demuestran: empresas de gran solvencia económica que se las ingenian para obtener permisos que les permitan entrar a zonas de reserva natural –Parques Nacionales Naturales, santuarios de fauna y flora- para llevar a cabo explotación aurífera o el mismo gobierno patrocinando irresponsablemente la fracturación hidráulica o fracking para facilitar la explotación de hidrocarburos. Atentando unos y otros contra las reservas de acuíferos, fundamentales para la vida.
Que nadie se llame a engaño: no es posible invocar principios éticos con una mano y con la otra pasar de manilargos.
He visto de cerca el compromiso desplegado por muchas empresas en nuestro país para evitar que en esta etapa difícil se golpee a los hogares colombianos, en especial a los estratos bajos y medios. Han entendido que el asunto no es de asistencialismo o de simplemente entregar unas ayudas y luego volver, “sanada la culpa” a los menesteres de sus empresas. Una verdadera responsabilidad social exige compromiso y continuidad con las comunidades en las que se decide intervenir. En el concepto de la responsabilidad social empresarial como asistencialismo hay una visión equivocada: se asume a la comunidad como débil e incapaz, se le regala, se resuelve de manera momentánea su carencia, y la comunidad queda de nuevo huérfana al cesar el patrocinio.
Cuando la responsabilidad social se asume con una visión de impacto a largo plazo, esta se afirma en las fortalezas y posibilidades de la comunidad e interviene –con la misma comunidad- en sus debilidades, para que sea ella quien emprenda procesos de autogestión y no se quede siempre esperando a que las soluciones le vengan de fuera o por obra y gracia de un político oportunista.
He sido gratamente sorprendido por empresas y particulares que se han unido a distintos proyectos en la comunidad educativa que lidero. Han mostrado vocación de servicio, los ha guiado el interés de ser parte de procesos de transformación educativa porque han entendido que estos están imbricados con los efectos de deterioro social que todos los días ocupan los titulares de los diarios. Estos empresarios han comprendido que sembrar en la educación tiene relación causal con asuntos tan graves como el desempleo y la pobreza, con la migración del campo a la ciudad y con el camino expedito hacia distintas formas de violencia.
Valoro profundamente, para nombrar algunos de ellos, el apoyo decidido de dos mujeres: la directora de “Mercamío” y “Mercatodo”, y Blanca Inés Gómez que en este período crucial dispusieron recursos y talento humano para hacer presencia en la I.E. Francisco De Paula Santander. “Nos cerraron la puerta física para que abriéramos la puerta del corazón”, afirma Blanca Inés, al hacer el balance del año anterior, un año que ella no evalúa con pesimismo o escepticismo, lo valora como un período que nos ha hecho redimensionar nuestro lugar y nuestra responsabilidad con la casa Tierra y con quienes la habitamos. Con ánimo retador nos dice: “Cuando teníamos todas las respuestas nos cambiaron las preguntas”. En la iniciativa de estas mujeres hay una convicción respecto al concepto de responsabilidad social: Don Dinero, como le llamara Francisco De Quevedo, se evapora, tarde o temprano. Lo único que afirma, cohesiona y permanece son los lazos y las huellas que deja el sentido de dar, de darse, de entregarse a cualquier proyecto que dignifique la vida y la engrandezca.
Las empresas guardan coherencia entre su modus operandi y su cuidado del tejido social y le apuestan a una responsabilidad social de largo aliento o definitivamente son empresas de espaldas a sus comunidades, empresas depredadoras del medio ambiente.
¿Qué otra cosa, pregunta Blanca Inés, distinta al amor, puede servir de aliciente, de fuego, para emprender cualquier empresa? Dar es extender humanidad, es exteriorizar actos de agradecimiento, es sentirse parte de un todo, que se golpea y deteriora cuando las actuaciones humanas trasgreden sus delicados hilos.
Adela Cortina al explicar las bondades de la responsabilidad social empresarial fustiga los principios egoístas del capitalismo salvaje: “Quien prevalece en la lucha por la vida no es el homo economicus, el hombre maximizador, sino el que es capaz de reciprocar, de generar buenas relaciones, de mantenerse fiel a los pactos y los contratos detectando y castigando a los infractores y recompensando a quienes cumplen”. Que nadie se llame a engaño: no es posible invocar principios éticos con una mano y con la otra pasar de manilargos. Se tiene una vocación de servicio, las empresas guardan coherencia entre su modus operandi y su cuidado del tejido social y le apuestan a una responsabilidad social de largo aliento o definitivamente son empresas de espaldas a sus comunidades, empresas depredadoras del medio ambiente y empresas que corrompen el poder público. No hay término medio. La responsabilidad social no es un traje que se quita y se pone a voluntad, es lo que evidencia lo que somos, nuestro compromiso con lo preceptuado por la Unesco en los cuatro pilares de la educación: “Aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser”. Más uno nuevo: aprender a transformarse, tan necesario como nos lo exigen estos tiempos de pandemia y de caos.
“¡Es protesta y también propuesta!”.