Dependiendo de la temática sobre la que voy a escribir en este espacio elijo un sitio en el que sentarme, o acostarme, para que las palabras empiecen a fluir. En este caso estoy aquí, en el epicentro de mi cuarto, divagando en la cama, deambulando por los rincones de mi guarida como “gata en celo”. Bueno, para ser más precisa, como mujer con cólicos, dolor de cabeza y nostalgia hormonal en el día uno del ciclo menstrual.
Me miro, me observo con detenimiento. Recorro cada parte de mi cuerpo buscando aquí y allá detalles, algún aspecto que de cuenta de lo que siento cuando observo mi desnudez. Sé que por ahí está, que en algún lugar de mis caderas se encuentra aguardando sigilosamente para salir cuando menos lo espere y atacar. ¡Oh, la culpa! Mi vieja amiga. Esa sensación de estar mal, o más bien de saberme mala, dañada por dentro, de, como lo expresó Erika Antequera en su columna, no ser una mujer decente.
Lastimosamente, yo también me lo he creído. Y cuánto me ha costado, literalmente, intentar quitarme de encima el cepo de creer que debo ser “casta, nívea, alba”. Recuerdo claramente cómo le he dicho a hombres bellos y amorosos que no soy buena, que no me deben amar porque estoy dañada por dentro. Así como tengo intactas en mi mente, como un rayón en el disco, las palabras y los embates de otros tantos que me llamaron puta. Cómo les gusta a algunas personas utilizar esa palabreja para desprestigiarnos, para hacernos sentir avergonzadas, para señalar que no somos mujeres de bien, dignas de ser amadas, dignas de casarnos, como si ese fuera el momento culmen de nuestra razón de ser.
A veces en la intimidad de mi mente, mientras juego en el patio del recreo con mis pensamientos y emociones trato, por ejemplo, de recordar mi primer beso, la primera caricia, el día en el que me “hice mujer”, todo está tan borroso. Diluido quizás, no tanto por el paso del tiempo, como por el peso de los prejuicios, el miedo, la vergüenza, y el estigma que implica hablar abiertamente sobre sexualidad.
Rondan en mi cabeza preguntas como ¿cuántas de nuestras primeras veces se habrán sentido más como una obligación? Otras, como un “si no lo hago, ya no me va a querer”. ¿Cuántas habrán sido una violación? En un mundo en el que, en el 2017, según ONU Mujeres, quince millones de niñas adolescentes de 15 a 19 años experimentaron relaciones sexuales forzadas, esta pregunta es más que relevante. Pienso entonces en mis sobrinas, las hijas de amigas y amigos, mis estudiantes, y no puedo evitar que el corazón se parta en pedacitos, y esta idea ronde como un taladrar constante.
Es que hablar sobre lo que sentimos y experimentamos en nuestros cuerpos, implica reconocer que la sexualidad nada tiene que ver con el camino hacia la tan anhelada pureza y virginal posición sumisa, en la que durante siglos han ubicado a las mujeres. Porque nuestras prácticas sexuales han sido y siguen siendo normadas, reguladas y, por ende, legitimadas por la cultura, condicionadas por los roles socialmente aceptados de lo que supone ser mujer. Y en ese juego dicotómico vamos por la vida intentando aplicarle moral y leyes al goce, poniéndole coto, cadenas, señalando a quienes consideramos demasiado prolijas o mojigatas, así como a las que, a fuerza de tenacidad y en contravía de lo establecido, no temen reconocer y disfrutar abiertamente de su derecho al placer.
En ese sentido, la Organización Mundial de la Salud habla de la posibilidad de las mujeres de “tener una sexualidad responsable, satisfactoria y segura, así como la libertad de tener hijos si y cuando se desee”. Pero la violencia basada en género, las dinámicas machistas y sexistas se convierten en un obstáculo para el ejercicio libre y pleno de nuestros derechos sexuales y reproductivos. La Iglesia, la familia, las amistades, la escuela, los medios de comunicación se convierten en escenarios y dispositivos en los cuales las prácticas y las representaciones del erotismo, la sensualidad, la lujuria desde lo femenino quedan limitadas a los estándares, patrones y bendiciones que solo reciben el beneplácito social cuando están destinadas a complacer, deleitar y satisfacer al otro, que suele ser un hombre.
De lo contrario, se está profanando el cuerpo que debe permanecer prístino y casto hasta que se consume el matrimonio, esperar para “darse el gustito” o “hacer el delicioso” cuando haya amor; mientras en la realidad, los estudios que indagan el inicio de la vida sexual y reproductiva, como los realizados por Rojas y Castrejón (2020) dan cuenta de que en América Latina se registra un inicio de la vida sexual más temprano que en otras regiones del mundo, y que esto ocurre en el gran Caribe, entre los 14 y 15 años con una tendencia a la baja. Así, tal cual, como un commodity en Wall Street.
Más allá del componente etario, el quid del asunto radica en el hecho de que estas variaciones de edad en las que se comienza una vida sexual activa entre hombres, mujeres, y territorios, está ligada a factores como el nivel de escolaridad, las condiciones socioeconómicas, y por supuesto, con las valoraciones culturales sobre sexualidad y virginidad. He aquí en donde empiezan a resonar en mi mente las múltiples historias de “iniciaciones sexuales” que han llegado a mis oídos a lo largo de mi vida como profesora universitaria, y de trabajar con adolescentes y jóvenes en condición de vulnerabilidad en el Caribe colombiano.
Ese “perder la virginidad” queda en nuestra historia de vida marcada unas veces como anécdota tierna, torpe y de juegos inocentes entre pares; otras como una letra escarlata que portamos como símbolo del pecado original, del sabernos hijas de Lilith, de Eva, del placer reprimido, el control de los afectos, de un regular las pasiones, de a fin de cuentas suspender el deseo, desconectarnos del cuerpo porque en él reside la razón de los desvaríos que conllevan a la violencia, la locura, la muerte, nuestra muerte.
No, me rehúso al silencio, a ceder, a la postura sumisa, al pudor que somete. Por ello hablo, escribo, cuento. Por las niñas, las chicas, las mujeres que ya no pueden hacerlo, y por esas que me escuchan, observan y leen hoy a través de una pantalla. Por ellas, por mí, salto de la cama, vuelvo la mirada sobre este cuerpo reflejado en el espejo, aún veo la culpa, el miedo, los rastros invisibles de años de señalamientos y doble moral que pesan sobre mi ser. Seco las lágrimas de mi rostro y sonrío, porque me niego a entregarle a otros el poder sobre esto tan mío, mi placer, mi derecho al goce, al disfrute del momento presente sin prejuicios, sin estándares establecidos que normativicen la experiencia de compartirnos en un beso, una mirada, en la intimidad de un poema de Jattin, o en las múltiples y diversas formas en las que tu y yo decidamos, libremente, compartir nuestra sexualidad.