A finales de los noventa la manzana más peligrosa del mundo se encontraba en el cruce de la carrera 56 con la calle 17. En el nervio industrial de Bogotá. El sector, conocido como Puente Aranda, estaba formado por enormes bodegas fabriles, depósitos de chatarra, tanques de combustibles y chimeneas humeantes que asemejaban a mástiles de barcos. Separado por un muro estaba el cementerio de ferrocarriles de la extinta empresa estatal. Desde las garitas de los guardias y las celdas de los presos se observaban los esqueletos de las locomotoras, los hierros retorcidos y los rieles comidos por el óxido.
En 1957, sobre una parcela de la hacienda El Triunfo, el dictador Gustavo Rojas Pinilla ordenó levantar una cárcel. Rojas fue derrocado ese mismo año, pero las obras continuaron. En 1960 fue inaugurada y bautizada, cínicamente, con el nombre del inmolado caudillo liberal: Jorge Eliecer Gaitán. Con los años, la Cárcel Modelo se volvió una especie de puente migratorio hacia la muerte. Cientos de reclusos fueron asesinados en el vientre del penal. Los cadáveres eran excretados del matadero humano con la misma naturalidad con la que se tiraban a la calle las bolsas de basura.
La Prensa, el emblemático diario nicaragüense del asesinado Pedro Joaquín Chamorro, publicó en el 2001 una extensa crónica relacionada con un ex piloto sandinista capturado y acusado en Colombia del secuestro de una aeronave. El ex piloto, recluído en la Cárcel Modelo narró al autor del reportaje las más espeluznantes historias de crímenes sucedidas dentro del penal. El periodista consideraba como una “proeza humana” que su compatriota hubiera podido sobrevivir 5 años, 9 meses y 24 días en aquel lugar donde la sangre se derramaba como en las piedras de sacrificio descritas por los cronistas de Indias. En los mismos términos – la cárcel más peligrosa del planeta – se refería un corresponsal del periódico El Mundo de España a propósito de un reportaje a un grupo de “mulas” de la Península que purgaban condenas en el patio tres de la Modelo.
El 27 de abril del 2000 fue una noche espantosa para quienes estábamos recluidos en la Modelo. Un grupo de demonios metidos en igual número de pellejos humanos ejecutaron una carnicería que cobró la vida a una treintena de sus propios compañeros de presidio. Los autores de la matanza, apremiados por un cronómetro en manos de Satanás, ejecutaron en tan solo unas horas lo que la naturaleza demora años en hacer. Con la matanza demostraron que el precio de la vida en la Modelo había llegado a un angustioso índice de devaluación. Un preso podía concluir una comunicación telefónica con sus familiares diciéndoles que se encontraba sano y salvo, y segundos después moría cosido a balazos o víctima de una cuchillada plena contra el corazón. Homo hominis lupus, la alocución latina de Plauto y tomada por Hobbes, se cumplía a rajatabla en la espeluznante manzana de Bogotá.
Es la hora en que me pregunto cómo fue posible que una mujer menuda y sonriente podía entrar y salir de aquel santuario del terror. Un lugar que temían hasta las almas más temerarias. Eso fue lo que hizo Jineth Bedoya por espacio de horas, días y meses: plantar cara a la desolación y la muerte. Iba hasta la Modelo no sólo para ganarse la vida como reportera judicial de una popular cadena radial bogotana sino también para averiguar qué había más allá del rostro patibulario de un avieso criminal o en la indigente mirada de un escuálido raponero de la calle.
Conocí a Jineth, si mi memoria no me engaña, una tarde de mediados de agosto de 1998. Llevaba un poco más de dos años detenido por el delito de rebelión, y el juez sin rostro que sumariaba mi causa aún no había emitido sentencia. Me encontraba en el cuarto piso del patio dos observando desde uno de los pasillos que dan hacia la calle Industrial a unos chiquillos que elevaban sus cometas al viento. La brisa soplaba locamente, haciendo bambolear la ropa que secábamos en cuerdas. De repente escuché un alegato entre dos presos, luego un aullido como el de un cochino, seguido de un golpe estrepitoso. Maquinalmente volví la mirada hacia el interior del pasillo y distinguí a un hombre tendido en el suelo, rodeado de un grupo que intentaba auxiliarlo. Me acerqué hasta ellos y fue entonces cuando caí en cuenta de que el hombre tirado en el suelo tenía el torso desnudo y sangraba abundantemente por una herida en la clavícula. Un recluso salió de su celda con una cobija de lana entre sus manos, la tendió sobre el piso y sobre ella colocamos al herido. Entre cuatro reclusos tomamos las puntas de la cobija, levantamos a pulso y nos dirigimos por las escaleras hacía el dispensario del penal. La sangre que emanaba de la herida se filtraba por el tejido de lana. Las tibias gotas de sangre caían sobre las desportilladas escalinatas por las que habían trajinado por más de medio siglo los pies de millares de hombres que esgrimían sus extensos y terribles prontuarios como si fueran prestigiosas condecoraciones obtenidas en buena lid.
Llegamos a trompicones hasta la reja que comunica el patio dos con el dispensario, la farmacia y la esclusa de la guardia interna. La reja estaba flanqueada por un miembro de la guardia de prisiones sentado sobre una silla plástica, cuya misión era vigilar, junto con otro compañero, alrededor de 1700 reclusos del pabellón. Su autoridad se reducía al desteñido uniforme azul cobalto que vestía y el bolillo que colgaba a su cintura. Estaba solo. Su compañero estaba bebiendo café en un ventorrillo que llevaba un recluso acusado de sacrificar caballos viejos o enfermos y vender la carne como si fuera de vacuno. El guardián abrió la reja y nos dejó pasar sin preguntarnos siquiera qué había pasado. El sentido común le indicaba que entre menos anotaciones hiciera en el libro de novedades más reconocimiento tendría de los reclusos. Su vida no dependía de su diligencia como guardián sino de la sagacidad para transar con los delincuentes. El Estado le pagaba una bicoca que no le alcanzaba para cubrir el arriendo de la casa, los servicios y la matricula de sus hijos. Gracias al generoso soborno de los reclusos llegaba a fin de mes.
Las riñas a cuchillo era una actividad común y corriente en la Modelo. Nadie se alarmó cuando llegamos con el herido hasta el dispensario. Golpeé con insistencia una de las puertas de la enfermería. La puerta se abrió y un sanitario se plantó al frente. Era un tipo rechoncho cubierto con una bata mugrienta que parecía un delantal de carnicero. Sin mediar palabra entramos al consultorio y depositamos al herido sobre una camilla con forma de bandeja que, si tuviera el don de la palabra o la escritura, podría describir una interminable enciclopedia del terror. El enfermero, con gesto malencarado, nos dijo que no podíamos estar dentro del consultorio. Nos hicimos fuera.
Me senté sobre uno de los bancos de cemento del pasillo de espera. Miré de reojo. En el código carcelario mirar de frente a un preso que no conoces puede entenderse como un desafío. Observé a una media docena de reclusos esperando para ser atendidos. No había un solo guardia. Uno de los reclusos tenía el rostro como una morcilla, amoratado e inflamado, lo que hacía pensar en una paliza. A su lado se encontraba un hombre flaco y amarillento quejándose de un dolor de muelas. Un chico que tenía las trazas de ratero de poca monta caminaba el pasillo de lado a lado. Parecía cojo, pero no le era. “Tribilín”, un camello del patio cinco, le había asestado la puñalada turca: un navajazo en la nalga. El chico le debía dos papeletas de bazuco a “Tribilín”. Si en una semana no conseguía el dinero sería hombre muerto.
En el banco del fondo divisé a una chica joven, pequeña, dueña de unos ojos grandes y negros que querían abarcarlo todo. Llevaba el cabello recogido con una cinta y sus manos sostenían un bloc mediano de hojas amarillas y un lapicero barato. Es una periodista, comentó el preso que estaba a mi lado. Cualquiera la hubiera confundido con una estudiante de último grado de colegio. Se trataba de Jineth Bedoya Lima. Ese día debutaba en la Cárcel Nacional Modelo y las cosas no habían resultado tan mal para una cronista judicial: cinco heridos a cuchillo, un recluso incinerado en los calabozos de castigo y dos apaleados. Todo había ocurrido en poco menos de tres horas en la manzana más peligrosa del mundo.
Mientras el herido era curado, la reportera se acercó hasta mí para indagar sobre el origen de la riña. No sé, le respondí. Espera que salga el herido para que él mismo te cuente, agregué. Le expliqué que los reclusos no son muy amigos de contar lo que ocurre dentro de los patios. Oír y no escuchar, ver y no observar, son pilares que un preso debe guardar si desea sobrevivir en un submundo levantado sobre el filo de una navaja.
Un rato después el herido apareció por el vano de la puerta. Parecía eufórico, como si hubiera recibido un premio. En el bajo mundo una cicatriz de cuchillo o bala tiene el valor de una medalla. Lucía una aparatosa venda debajo del hombro y sobre su pecho se observaban lamparones de yodo y sangre reseca. Llevaba un cigarrillo encendido entre los dedos. Lanzó una voluta de humo y acercándose a mí dijo: gracias, parcero. Señalé a Jineth y le comenté que era una periodista judicial empeñada en hacerle algunas preguntas. “Pollo Crudo”, como lo apodaban, se acercó hasta Jineth. Ella le mostró su sonrisa más dulce para cortarle el mal rollo. Él le dijo que no le iba a contar nada sobre la pelea en el patio, pero si lo haría sobre su vida. “Pollo Crudo” le contó de dónde venía y qué estaba pagando en la cárcel. Jineth tomaba nota en el cuaderno amarillo mientras yo escuchaba. La historia de “Pollo Crudo” era extensible a la mayoría de presos recluidos en la Modelo: individuos forjados a golpes de martillo. Self made men, hechos a sí mismos, como dicen los anglosajones. Jirones de vidas con los que se pueden tejer cientos de novelas de no ficción.
No sé si alguna vez Jineth escribió la historia de “Pollo Crudo”, pero de lo que sí puedo dar fe es cómo ella se ganó la confianza de los reclusos de la Modelo. Los presos se dieron de cuenta de que Jineth los escuchaba más allá de su oficio de periodista. Los escuchaba desde su condición humana. Desde entonces le contaban, sin prevenciones, cómo se habían convertido en rateros, estafadores, o asesinos. Pero el destino le tenía preparada una mala jugada a Jineth.
Los demonios que ejecutaron la masacre el 27 de abril de 2000 estaban tras los pasos de Jineth Bedoya Lima. En la Modelo estaban ocurriendo atrocidades. Ella estaba siguiendo unos hilos que la llevaban hasta elementos de la extrema derecha confabulados con paramilitares presos y guardias corruptos. Un mes después de la matanza le prepararon una celada en las afueras del penal. El 25 de mayo, a pleno día, un grupo criminal la secuestró, torturó y violó. Su frágil cuerpo fue abandonado en un muladar cercano a la ciudad de Villavicencio. Quisieron callarla mediante la humillación, pero no contaban que detrás de esa pequeña humanidad había una mujer valiente que huyó hacía delante y confrontó a sus torturadores.
El Estado colombiano nunca se ha tomando en serio el drama de las víctimas. Jineth lo sabía. Por esa razón fue hasta los tribunales internacionales ante el déficit de la justicia colombiana. El pasado 15 de marzo, veintiún años después de los hechos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos convocó a una audiencia para examinar el caso. La representación legal de Jineth presentó los alegatos. La representación del Estado colombiano en un acto miserable se retiró de la audiencia y días después pidió disculpas a medias. Jineth no aceptó. Una bofetada más, dijo en una rueda de prensa. El caso sigue. Jineth Bedoya Lima continua su lucha. Su lema de lucha es: “No es hora de callar”.
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