Por Rafael Poch de Feliu *
Al hablar del marco mundial en el que se inscribe el ascenso chino, de la especificidad del sistema chino y de sus relaciones exteriores, hemos mencionado muchas veces las diferencias, posibles ventajas y virtudes de China de cara a su comportamiento en el mundo. Una clara ventaja para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, su desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un “complejo militar-industrial” capaz de influir e incluso determinar la política exterior, como ocurre en Estados Unidos, y su doctrina nuclear, la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU.
China mantiene una política mucho más defensiva que ofensiva y eso no es así ahora, cuando tiene enfrente a rivales mucho más poderosos militarmente que ella, sino que ha sido siempre así. Esa actitud queda plasmada en uno de sus símbolos nacionales, la Gran Muralla. Se trataba no tanto de expandirse violentamente hacia fuera, sino de impedir que los bárbaros amenazaran su orden. Pero todo eso, que es una buena noticia, no es en absoluto una garantía para la integración planetaria, más horizontal, equitativa y menos injusta, que necesitamos para afrontar los retos del siglo.
El ascenso chino ocurre en una época de crisis de civilización. Los presupuestos del desarrollo y el crecimiento se revelan perecederos. China llega tarde a un modelo de progreso caduco y en crisis del que el cambio climático antropogénico es pauta y espejo. En esta situación el sentido común recetaría el decrecimiento a las sociedades obesas y permitiría a los más pobres seguir creciendo. China, país pujante y a la vez en desarrollo, está en una situación intermedia. Eso determina cierta esquizofrenia: por un lado debe crecer para generar prosperidad, por el otro debe dejar de hacerlo para generar estabilidad ambiental y sostenibilidad.
Sin responsabilidades históricas en el calentamiento global -responsabilidades que son occidentales- ya es el mayor contaminador del planeta y al mismo tiempo el mayor usuario de energías renovables. Líder en la quema de carbón y en la fabricación de vehículos eléctricos y de placas solares y fotovoltaicas. Es el país que mejor representa y encarna las cuestiones existenciales a las que se enfrenta la humanidad en este siglo.
Desde este punto de vista deberemos observar, juzgar y calificar su expansión mundial cuya hoja de ruta es la Belt and Road Initiative (B&RI), una red de rutas y vías comerciales que se presenta como una estrategia pacífica de integración mundial alternativa al “Imperio del Caos”, es decir al escenario de grandes potencias con tendencia a la violencia.
La B&RI es conocida como la “nueva ruta de la seda”, que designa el flujo histórico de mercancías preciosas (y con ellas de algunos conocimientos) que unió el Asia Oriental sinocéntrica con el Occidente de manera intermitente e irregular durante siglos desde antes del nacimiento de Cristo. El nombre y la analogía que sugiere son bonitos, pero lo que hoy se mueve, y se moverá aún más en el futuro, no es seda, piedras preciosas, marfil y ámbar, sino carbón y recursos fósiles no renovables (utilizados para producir de todo en la fábrica del mundo), así como obras públicas desarrollistas para colocar los excedentes monetarios de la balanza comercial china. La atención tenemos que concentrarla en este tráfico.
Con eso en la mente, lo que debemos observar para el caso de que la B&RI prospere, como quieren los chinos y desean evitar unos occidentales carentes de toda alternativa integradora, es qué tipo de relaciones entre países creará esa estrategia china.
En materia de dominio colonial-imperialista ha habido dos secuencias a lo largo de la historia. Una es la conquista militar, seguida del dominio económico (trade follows flag). Otra es el poder político como consecuencia del comercio y la inversión (flag follows trade). El occidente colonial e imperialista, que no imagina otro mundo que no sea jerárquico y desigual (“piensa el ladrón que todos son de su misma condición”, dice el refrán), afirma que China sigue el segundo modelo: a su expansión comercial e inversora, seguirá un dominio político.
Desgraciadamente este es un escenario que en absoluto se puede desdeñar.
Qué China afirme que no quiere ser hegemon, conductor, guía, dominador, es algo que no pasará de ser una declaración de buenas intenciones, si su proyección mundial se basa en un comercio económica y ecológicamente desigual como el que tenemos en el mundo de hoy entre los países ricos y dominantes y los pobres y dependientes. Esa declaración puede ser tan irrelevante como la de los europeos llevando “la civilización” a los “salvajes” en el siglo XIX, o los estadounidenses promoviendo la “democracia y los derechos humanos” a punta de guerras y masacres en el siglo XX hasta el día de hoy.
La explosión del consumo de recursos agotables, histórica en el caso de los países ricos y reciente en los grandes países “en vías de desarrollo”, está ampliado las fronteras de la extracción de recursos hasta las últimas zonas del mundo. En África y América Latina las actuales relaciones comerciales consagran por doquier la “economía extractivista”.
Como explica Joan Martínez Alier en su libro de memorias (Demà serà un altre dia), se dice que una economía es extractivista cuando está dominada por la extracción, con poca elaboración, de materias primas concentradas en pocos sectores dependientes de la demanda exterior.
El comercio de la Unión Europea es ejemplar. En toneladas, importa cuatro veces más que lo que exporta. América Latina exporta (barato) seis veces más toneladas que las que importa (caro). En este intercambio ecológicamente desigual, los costes ambientales (la extracción de materias primas tiene muchos) se transfieren a otros continentes y no se incluyen en la contabilidad económica, pese a que causan gravísimos perjuicios a la naturaleza, las poblaciones inmersas en ella y a sus derechos. A eso responde el concepto de “deuda ecológica”. Que encima los ricos expoliadores del Norte le exijan al Sur las deudas financieras que les deja un desarrollo errado y devastador, es un auténtico descaro.
Centenares de activistas han muerto en América Latina en los últimos veinte años enfrentándose a eso y el atlas de los conflictos ambientales (que un equipo del Instituto de Ciencia y Tecnología ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona dirigido por Joan Martínez Alier ha confeccionado), presenta un cuadro inequívoco al respecto.
Con la explotación de materias primas en las últimas vetas mundiales, China está adquiriendo un gran protagonismo en este tipo de intercambio que la puede instalar en una nueva fase de dominio imperialista, bien a pesar de las declaraciones e intenciones de sus líderes. Su demanda y su comercio están desforestando Gabón y Mozambique, y contribuyendo a una devastadora agricultura de monocultivo de soja en Brasil, Argentina y Paraguay.
Seguramente China no hace nada que no hagan otros, o que otros han hecho antes en esos u otros países, pero eso cambia poco la cuestión. Como consecuencia, e independientemente de la intensa campaña mediático-propagandística occidental, la imagen del país ha empeorado en prácticamente todos los continentes, incluidos aquellos como África y América Latina, bien predispuestos hacia ella por razones de la empatía que una antigua y lejana nación históricamente sometida y colonizada genera en otras en situación similar. Por todo ello, será imperativo examinar fríamente el comportamiento exterior de China desde el punto de vista de lo que tenemos planteado como especie.
Texto publicado en el Blog de Rafael Poch.
EL COMEJÉN recomienda la lectura del libro La actualidad de China de Rafael Poch.
* Rafael Poch de Feliu nació en Barcelona. Estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste. Durante veinte años fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú (1988-2002) y Pekín (2002-2008). Fue corresponsal en España de Die Tageszeitung y redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este de 1983 a 1987.