La aventura de mi intercambio en Barcelona empezó con la emoción, la ansiedad y el miedo que acogen a cualquier persona que decide emprender un nuevo camino. Para mí, en especial, significaba el primer paso hacia el mundo. El de verdad. Como era de esperarse, los primeros días fueron un éxtasis de felicidad y ante mis ojos, no había error alguno. Era una realidad muy distinta a la que veía, oía y discutía (aunque desde lejos) todos los días en mi país. Todo me parecía más tranquilo y aparentemente feliz.
Noté que por alguna razón el decir “soy colombiana” al presentarme con otras personas de otras partes del mundo, despertaba una serie de sentimientos muy notorios entre miedo, curiosidad y alegría. Por supuesto también algunas veces salían los señalamientos disfrazados de chistes y comentarios para “conectar” que nacen desde los estereotipos de la ignorancia y dejan entrever un rechazo, un trato pordebajeado y una xenofobia para con quienes venimos “de allá abajo”.
Nunca antes me había pasado que de manera tan recurrente me preguntaran por Pablo Escobar con una sonrisa inocente (pero despreciable en sus rostros) o que, por ser colombiana, siempre me iniciaran una conversación sobre la producción de drogas, los asesinatos y el narcotráfico. Por más desgastante que fuera corregir e intentar explicar y justificar por qué era una equívoca y dolorosa asociación la que hacían, pensé que, aunque el panorama no sea el que pintan, las narco series con un tinte de falso romanticismo, en Colombia, aunque suene a lugar común algo cliché, hay desigualdades desbordantes y profundas. Que solo hablar del café, los ríos, los mares, las flores y el vallenato era una mentira reconfortante. Pues, la violencia se ha convertido en nuestro principal paisaje.
No es que quiera deconstruir el significado o la esencia (si es que la hay) de lo que es “ser colombiano”. Las distintas realidades que coexisten en nuestro país lo definirán en cierta forma, pero al estar en el extranjero he entendido lo que pesa la dualidad de querer decir todas las maravillas que me hacen sentir orgullosa cada vez que me presento como colombiana, y la insoportable verdad de que vivimos en un espiral de violencia que se repite todos los días como un libreto. Donde los muertos se acomodan como indolentes cifras, al hambre en las calles solo se le busca un culpable al que señalar y donde básicamente el protagonismo de la muerte desplazó sin vergüenza alguna el valor de la vida. Sobre todo, de la vida digna.
Con esto no quiero decir que yo haya llegado al país de las maravillas. Acá también se sufre, se lucha y hay injusticias, pero sí debo decir que el poder caminar en las calles sola a la madrugada sintiéndome segura, entrar en un bus sin miedo a un atraco y levantarme sin esperar el doloroso reporte matutino de los asesinatos, violaciones o robos de la noche anterior me hacen sentir una especie de tranquilidad momentánea. Asumo que entre más lejos se esté del país de uno más se añora lo bueno y se repudia lo malo. A menos de un año de elecciones, son tiempos complicados en Colombia. Parece que se está agotando la esperanza colectiva cada vez más rápido. Y aunque esta aparente ser una idea ilusoria de salvación, al fin y al cabo, es la que por tantos años ha dibujado una sonrisa de fe en quienes se acostumbraron al dolor y la pérdida.
Querido lector, esta columna está lejos de ser un intento de radiografía comparativa entre mi país y el que por los próximos meses será mi hogar. Sin dar más explicación, la intención es expresar un poco ese choque que tanto escuchamos de quienes migran. Que son, al final, quienes deciden vivir con los pies divididos en dos universos paralelos. ¿Qué tipo de colombiana soy yo? O más bien, ¿cuál es la realidad de mi país sin entrar en eufemismos, estereotipos o clichés? Al fin y al cabo, siempre seré colombiana. Como orgullo, sentencia o tan solo una característica más.