Dedicado a todos aquellos que piden mano dura
“¿Qué le pasa a este ser humano, a esta adolescente que
choca contra las normas, contra los docentes,
contra la institucionalidad y hasta contra sus compañeros?
… el problema trasciende lo meramente jurídico y lo judicial.
Es un problema de humanidad”.
José Aníbal Morales
“A ese ‘mucharejo’ le faltó fue chancleta”, decía el padre de familia a su esposa al enterarse que su hijo Sebastián, de 15 años, andaba en malas compañías, consumía drogas y estaba a punto de reprobar el año. Frases como “le faltó mano dura”, “el látigo es el mejor psicólogo”, “la letra con sangre entra”, el “coscorrón”, “el pellizco”, “el rejo”, son expresiones que legitimaron el uso de la violencia como medio para educar y para resolver los conflictos. Bajo estos paradigmas se desarrolló la educación tradicional. La obediencia ciega como sinónimo equivocado de respeto. Todo con la anuencia de la sociedad y de pastores y clérigos.
La ley del más fuerte
A lo largo de su historia, el país ha resuelto todo bajo el paradigma de la mano dura, un guiño a la violencia como método para solucionarlo todo. La cultura del matoneo, del miedo y del manotazo ejercida desde la institucionalidad. Las desapariciones, las masacres, los asesinatos al que piensa diferente, de los líderes sociales y los defensores de derechos humanos, son efectos de esa cultura que valida la violencia. El espectro de la muerte campeando a lo largo y ancho del país y, a su lado, la corrupción alimentando los antivalores: ser pillo, ser ilegal, ser “avispado” y buscar el atajo. El matón, el duro, el caudilloclientelista, el vivo, el que consigue lo que quiere sin importar las cabezas que rueden; la imagen del antihéroe convertido en personaje de admirar y -en la imaginación de nuestros niños y jóvenes- de imitar.La violencia y la corrupción convertidas en paisaje, ¡quién lo diría!
La escuela, reflejo del país nacional
La escuela tiene una ardua labor. Debe enfrentar unos imaginarios de larga data que siguen replicándose en los contextos escolares y tiene la misión de convertirse en semillero de prácticas de sana convivencia, superando ese estigma de la violencia por una cultura de paz.
“No me parece un candidato adecuado para ser personero porque él se cuela en la fila del almuerzo, aprovechando que sus compañeros le dan ‘colis’. Eso no está bien, no habla bien de alguien que va a defender nuestros derechos”, afirma Karen, una estudiante de quinto grado en una puesta en común sobre los candidatos a personería, en la clase de Sociales. Cuando escucho este tipo de apreciaciones en boca de nuestros estudiantes siento que empezamos a recoger la formación en competencias ciudadanas que, desde distintos escenarios, hemos venido inculcando en las instituciones educativas. Unos tímidos vientos de cambio que comenzaron hace treinta años, con la promulgación de la Constitución de 1991, y la sanción de la reciente ley 2029 de mayo del presente año (apodada “ley chancleta”) que modifica drásticamente el enfoque de la convivencia escolar, la participación estudiantil y la resolución de conflictos. Vislumbrando estos escenarios como el verdadero laboratorio para la formación de una ciudadanía participativa y crítica e incorporando los principios de la justicia restaurativa en oposición a la justicia punitiva que caracterizó la educación tradicional y de la que aún seguimos padeciendo sus secuelas.
Un representante elegido por sus compañeros para ser parte del Consejo Estudiantil o personero, emula lo que es un representante de la comunidad nacional elegido para ocupar un cargo público. Por ello debimos “apretar tuercas” en muchos colegios en aquello de vivenciar la democracia. Nos pasa todavía que salen electos estudiantes que no encarnan los principios y valores contemplados en el Manual de Convivencia y el Proyecto Educativo Institucional. Imitando lo que ocurre en la vida pública, los mal llamados estudiantes populares, aquellos que ganan fama por ser los transgresores de las normas, los que hacen trampa o los que imponen su ley a las buenas o a las malas en todas las actividades escolares, son quienes terminan ganando el apoyo de sus compañeros.También ganan los candidatos que hacen promesas incumplibles, los que regalan recordatorios y dulces para ser elegidos en los Consejos Estudiantiles, tal como lo hacen nuestros flamantes candidatos que aspiran a los cargos de elección popular.
En la cotidianidad de la convivencia escolar se replica la atmósfera dañina del espectro de la violencia que nos sigue persiguiendo. Los estudiantes bravucones implantan su ley, arman su corrillo de apoyo, cobran –a modo de vacuna- una cuota en especie de sus loncheras, hacen motivo de burla y de agresión física a quienes se les viene en gana y el estudiante que se anima a enfrentarlos es calificado como “sapo” y se la terminan “cobrando”. Impera la ley del más fuerte y del “avispado”. Lo normal es que los estudiantes azucen a sus compañeros para que se vayan a los golpes, en lugar de separarlos para evitar las riñas. Es una especie de goce con la desgracia ajena y de reivindicación y disfrute de la violencia como única manera de dirimir los conflictos.
Este real panorama es el fiel reflejo de lo que se ve, con muestras a diario, en la sociedad colombiana. Ello ha generado la cultura de los antivalores, del culto a la violencia y al poder, al todo vale, a la mentira y el engaño que produjo que nuestra sociedad dijera no a la paz; a la corrupción manifiesta en ejemplos “a tutiplén” por toda la geografía nacional. Quien detenta el poder se cree con el derecho de “hacer, deshacer y desaparecer”.
Y el absurdo mayor: el estudiante que cumple con sus obligaciones, que estudia, que respeta, saluda, agradece; lo que ahora denominan nerd o “nerdos” son convertidos en burla, les hacen bullying. ¡La inversión absoluta de valores!