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Escuela fantasma en «la nube»

¿Están el sindicato y los maestros dispuestos a participar del cambio? Ya somos gobierno. El discurso de las denuncias y las lamentaciones no tiene cabida. Llegó el momento de actuar.

Ilustración de Cami Marín

Ilustración de Cami Marín

“La visión desarticulada y enfocada en la transmisión de información que sigue dominando la educación colombiana lleva a cada maestro a remar para lados diferentes y condena a los estudiantes a no poder consolidar sus competencias”. (Julián De Zubiría)

Ese día iba lleno de satisfacción. Un colega que sabía muy bien de mis inquietudes y búsquedas con relación al papel de la escuela en el proceso de cambio que todos anhelamos me invitó a su colegio. “Es un colegio que goza de buena conectividad, cuenta con una sala de sistemas, tabletas y portátiles que pueden ser usados a discreción”. Resaltó esto para alimentar mi expectativa. Mi visita había sido anunciada: se trataba de un directivo docente, de un colegio rural, que quería conocer experiencias de aula para compartirlas como hallazgos novedosos para su equipo de maestros. Así que podía moverme a voluntad, observar algunas clases, conversar con estudiantes y profesores. Fueron varias sorpresas las que me llevé: estudiantes de noveno que no entendían por qué un profesor los hacía copiar textos largos de la pantalla del televisor, si podían tenerse fotocopiados y aprovechar esa información para experimentación, en contexto, y puestas en común durante las clases. Estudiantes de sexto que expresaban la satisfacción de poder ver una buena película, pero no lograban explicar qué relación tenía su trama con la propuesta pedagógica del área y, peor aún, no se abría el espacio para un cine-foro. Estudiantes de octavo que “navegaban” a sus anchas, mientras el profesor se entretenía en otros menesteres. Profesores que no se reunían con sus compañeros de nivel para trabajar en torno a proyectos de aula. Maestros que decían no tener claros los resultados de sus estudiantes en pruebas de Estado y con ello justificaban el no contar con planes de mejoramiento. Y, lo más grave, estudiantes de décimo y undécimo que no entendían la pertinencia de varias áreas, incluidas en el plan de estudios, con las carreras que pensaban cursar y estudiantes que definitivamente no sabían qué camino tomar al terminar su bachillerato.

Qué desilusión me llevé. Era esta otra versión de la escuela fantasma, con la diferencia que asustaba a los estudiantes de otra manera. Se surtía otro tipo de engaño: vendía el artificio de las grandes autopistas de la información, pero sus chicos subutilizaban los cientos de ventanas que ofrece la Internet. En una clara desconexión con la realidad de su entorno, con las expectativas y los sueños de sus niños y jóvenes. Una réplica moderna de la vieja escuela: los chicos como espectadores del conocimiento. La trampa de divertirse y simplemente “estar en las nubes”, siendo incluso permisivos con el ingreso a juegos en línea y a redes sociales. Una visión equivocada del uso de las tecnologías, en la que la escuela es una invitada de piedra, que traga entero, consume y consume contenidos inútiles. ¿Y de los proyectos de vida de los jóvenes? ¿Y de las problemáticas de las comunidades? ¿Y del futuro? ¡Nada!

Esta escuela es igualmente hiperdesconectada. Por eso la llamo fantasma, lo opuesto de la escuela encantada. Lo que queda en evidencia es un problema estructural de nuestro sistema educativo. La escuela debe cumplir las premisas que le dieron su origen en la antigüedad: ser un espacio protector y seguro, contar con maestros por vocación, cultivar principios éticos y, ante todo, preparar para la vida. Esto último se ha convertido en el dolor de cabeza de las familias. Una familia, con tres o cuatro hijos, colapsa económicamente mientras logra que terminen el bachillerato, hagan una carrera y puedan ingresar al mercado laboral. Generalmente deciden subsidiar a uno de sus hijos y esperan contar con su ayuda para sacar “adelante” a sus hermanos. Mientras esto ocurre otros factores pueden presionar a los jóvenes, que no encuentran “respuesta” a sus talentos, a sus intereses y no entienden la pérdida de tiempo “recibiendo cátedras o materias” que nada aportan a su deseo de dedicarse a aquello que los apasiona. Muchos abandonan la escuela. Las opciones para sentirse “útiles” están a la mano: la economía informal –el rebusque, es su término coloquial-, los trabajos mal pagos –mano de obra no calificada que se ocupa en diversos oficios, buena parte en obras de construcción de vías y edificaciones- y los “trabajos” que pululan en el bajo mundo del narcotráfico y el amplio abanico de su “repertorio de negocios”.

La monotonía de la escuela sosa e insegura –isla fantasma le llamé en el último artículo-, la escuela light que reproduce los esquemas de competencia y consumismo; la escuela, en fin, que no genera competencias para la vida, está arrojando a nuestra juventud a la calle. ¿Cómo recuperar el lugar de la escuela ideal? ¿Cómo convertirla en espacio de encuentros significativos –con los otros, con preguntas y problemas en torno a la realidad, con conocimientos y experiencias enriquecedoras- que permita a niños y jóvenes descubrir sus talentos? ¿Cómo asegurar que acompañe y potencie esa luz interior que sirve de faro a sus proyectos de vida?

Desde el siglo pasado muchos pensadores, como Estanislao Zuleta, cuestionaban el atiborramiento de materias que, sin son ni ton, aburrían a los aprendientes y cercenaban sus habilidades. Con la irrupción de las tecnologías y la certeza de que no se trata de “llenar de conocimientos” a los estudiantes sino de equiparlos para saber qué hacer con esos saberes, cómo utilizarlos en las profesiones o disciplinas que están en el radar de sus preferencias, la escuela debió asumir un cambio drástico que nunca se dio. Se remozaron las teorías pedagógicas, es cierto, pero se continuó con el mismo esperpento de currículo, en el que cada maestro arma su castillo y poco o nada dialoga con sus colegas y el estudiante debe seguir un camino fatigoso en el que, al final, recibe un diploma y… ¿a trabajar?

¡No!, ese diploma no lo acredita para nada. Tantos años, entre cuatro paredes, para no saber hacer nada con todo aquello que supuestamente “aprendió”. ¡Qué decepción! A los egresados les decimos que “el mundo espera por ellos”, que “salgan a tomárselo por su cuenta”. Pronto las puertas comienzan a cerrarse en sus narices.

Bachillerato, escriben en su hoja de vida y compiten por trabajos de salario mínimo. ¿Es justo tantos años cursados sin esperanza para mejorar su calidad de vida? ¿Es justo tanto tiempo perdido? No es admisible que sigamos con un sistema educativo paquidérmico y abúlico. Urge un remezón en la educación. En esto coincidimos los maestros que creemos en las posibilidades transformadoras de la escuela. No es la tecnología per se lo que va a resolver el asunto de la calidad de la educación. Es la tecnología integrada a proyectos de aula, a proyectos productivos, conectada con la resolución de las problemáticas de los territorios. No podemos seguir siendo cómplices con la desigualdad social que se alimenta de una educación pública mediocre y el atenuante de un proceso formativo tan largo que al final no conduce a nada, excepto para unos pocos que logran entrar a la universidad y culminar sus carreras.

El presidente Petro ha empezado a dar puntadas sobre los cambios que deben operarse: “¿Por qué no volvemos al principio del estilo de la educación europea, y transformamos el colegio de bachillerato en colegios-universidades, en donde se aprendan dos años de universidad…?”. Es una idea perfectamente realizable. Sin descartar la posibilidad de abrir nuevos centros universitarios, se impacta desde la base el problema: nuestra juventud deserta o sencillamente no logra ingresar. Con esta propuesta los adolescentes encontrarán respuesta a sus vocaciones y se prepararán tempranamente en el campo de sus preferencias.

Una reforma de esta naturaleza debe comprometer a todos los actores de la educación. Julián De Zubiría, en ese sentido, plantea –con el ejemplo de México- que deben mermarse materias y aterrizar los planes de estudio a cuatro propósitos formativos que sean transversales, posibiliten el trabajo colaborativo o inter áreas y respondan a las expectativas de las comunidades: “La lectura, el pensamiento crítico, la ética y lo comunitario”.

¿Están el sindicato y los maestros dispuestos a participar del cambio? Ya somos gobierno. El discurso de las denuncias y las lamentaciones no tiene cabida. Llegó el momento de actuar, realzar la imagen atractiva de la escuela como recinto del pensamiento, taller del lenguaje, cofre sagrado de los valores y sendero necesario para encarar el mundo.

El país no aguanta una decepción más. La sociedad tiene los ojos puestos en nosotros. Las familias nos confían la formación de sus hijos. La escuela es su única esperanza de redención: que nuestros hijos, que nuestros nietos empuñen los lápices con regocijo, como artesanos de las palabras, como tejedores de sueños, como líderes de proyectos productivos. Solo de esta forma arrancaremos a la juventud de los recovecos inciertos de las calles y evitaremos que se vean empujados al mundo cruento de la ilegalidad y de la guerra.

La escuela espacio protector y seguro, conectada con el mundo y sus realidades, cercana a la comunidad, gestora de soluciones, catapulta de sueños. ¡Una escuela viva y aterrizada!

La paz se siembra y florece si la escuela no coarta los sueños de nuestros hijos, si garantiza su inserción en el mundo laboral y dignifica su calidad de vida. Es ahora o nunca. ¿Estamos dispuestos a ser protagonistas del cambio?

Nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido como mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

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