Me imagino a Edgar Allan Poe paseando por laberintos de niebla en la Boston nocturna, mirando en su delirio por encima del hombro, presintiendo que lo siguen en las sombras (alguno de sus múltiples acreedores, por supuesto), pero sobre todo los extraños personajes de esas historias que hoy llamamos de novela negra, y que Poe sabía que no sólo existían en su cabeza, que eran reales, y que aún están entre nosotros.
Mientras tanto, acá en nuestras esquinas tercemundistas, vagamos sin destino por las calles, cenamos y bailamos con amigos, vamos al cine o a un concierto, curioseamos vidas en redes sociales, leemos un libro, vemos TV, tenemos sexo, y muchas distracciones más. Todo eso lo hacemos para saciar nuestras hambres, entretenernos, proteger nuestra cordura de aquellas cosas que amenazan nuestra frágil cotidianidad, y que ocurren en este mundo que parece una novela negra escrita –para su propio divertimento- por algún Dios caprichoso, al que no le gusta jugar a los dados.
¿Literatura negra, detectivesca, policíaca, criminal, etc.? ¿Cuántos más clasificaciones y apellidos faltan? ¿En qué momento Crimen y castigo de Dostoievski dejó de ser una novela y se convirtió en una novela negra? ¿Desde cuando miramos más el dedo que señala la luna y no a la luna? ¿Invento de escritores, académicos y periodistas culturales para simular hondura interpretativa? Algunos son sinónimos entre sí y otros se adjudican a subgéneros delirantes de propia invención. Hacen bien los que desconfían de cualquier título que inventen en conjunto la academia, los editores, y periodistas culturales. Cada quién tiene su visión sobre este género promiscuo, teorías personales, afinidades y desacuerdos teóricos, que no caben en este espacio. Otro día bautizarán este tipo de historias de otra manera, otro sello más o menos sofisticado, ajustado al ritmo de los tiempos, pero hoy día novela negra es el nombre que se le da a uno de los campos de la literatura más atractivos en que nos podemos aventurar.
No toda novela donde hay un muerto es una novela negra, por favor, ya debiéramos todos saber eso, pero muchos subestimamos la incapacidad de la gente de salir de su paraíso de seguridad mental, ese marco de emociones y de acción que se convierte en una zona de confort interpretativa y de acción. Más bien es hora de devolverle a la novela su libertad, sería más esperanzador explorar a gente en apariencia buena haciendo actos impensables, malos reconocidos actuando conforme a una fe personal de justicia, y el simpático detective no siempre tiene por qué descubrir el misterio, a veces ni siquiera hay misterio, muchas veces si siquiera es un detective.
“Los dioses tejen desgracias para que a las nuevas generaciones no les falte qué cantar” decía Homero en La Iliada, por eso antes de que se llamara novela negra, ya existía en el teatro de las pasiones humanas de Sófocles, y su Edipo Rey, allá en el fondo del tiempo. Pero el género policíaco como tal nació en el siglo XIX de la mano de Edgar Allan Poe, al crear al detective Auguste Dupin en su relato Los crímenes de la Calle Morgue (1841), y tengamos presente que Dupin sirvió de inspiración al celebérrimo detective Sherlock Holmes, creado por el médico y escritor Arthur Conan Doyle.
Con el paso de los años, la novela negra ha ido evolucionando hacia formas narrativas más complejas, la resolución del misterio planteado como un juego de lógica dejó de ser el objetivo principal de la obra –algo tan meritorio en muchos relatos de Jorge Luis Borges-, quedando en primer plano la denuncia social y un intento por comprender los conflictos del alma humana, sus contradicciones e impulsos muchas veces inexplicables.
Aunque sufrió una época de crisis en los años 60, desde los 80 hasta nuestros días han seguido apareciendo grandes figuras de esta corriente que han mantenido vivo el género: PD. James, Ruth Rendell, y más recientemente Stieg Larsson, John Katzenbach, Henning Mankell, Petros Markaris, Andrea Camilleri o Donna Leon, entre otros. En España, han ganado reconocimiento Manuel Vázquez Montalbán, Francisco García Pavón, Juan Madrid y Andreu Martín, y más recientemente Lorenzo Silva o Alicia Giménez Bartlett.
El mal no tiene fronteras
Así es nuestra realidad: Bullicio callejero, estudiantes ansiosos por comerse el mundo, gente para la cual la tristeza ya es un vicio, ladrones al acecho, seres viviendo al día en la rueda sin fin de sus pasiones, vendedores de drogas, gente haciendo fila para comer pizza, etc. ¿Entonces en dónde empieza la novela y termina la realidad en nuestras empobrecidas calles latinoamericanas? La novela de crimen y la novela negra presumen de una tradición refinada en América Latina, adaptada a las condiciones sociales y económicas particulares de la región.
Autores como el cubano Leonardo Padura, el brasileño Rubem Fonseca, con su novela El gran arte, los mexicanos Paco Ignacio Taibo II y Élmer Mendoza, así como los argentinos Osvaldo Soriano y Mempo Giardinelli se encuentran entre los autores más populares de este género en la región. La gran cita de este género en lengua española es, sin duda, la Semana Negra de Gijón (España), un encuentro internacional fundado en 1988 por Paco Ignacio Taibo II.
Nuestro mapa de realidad social es un cuadro vivo que deja poco a la imaginación de los creadores: Negocios secretos entre empresarios y políticos, funcionarios de vigilancia manipulando información, al servicio de enemigos políticos (o pescadores de comisiones), periodistas e investigadores silenciados por el dinero y el miedo, en un mundo donde el arribismo, el fraude, y el tráfico de influencias y de droga revelan el lado oscuro de las sociedades que vivimos.
Entre esas formas peculiares de mostrar el mundo, el escritor siciliano (Italia) Leonardo Sciascia, merece un reconocimiento especial, y mejor dar la palabra a un entendido, el cubano Leonardo Padura, al respecto: “Si Hammett y Chandler fueron capaces de darle densidad artística a la novela negra y transformarla en un género urbano, Sciascia fue el primero que, violando todos los cánones, que ni siquiera Hammet y Chandler se atrevieron a franquear, se propuso el necesario acercamiento entre el género policial y la novela, y fue uno de los primeros en pensar las historias de crímenes, delincuentes, víctimas e investigadores, como un gran arte del siglo XX, como una crónica para testimoniar la descomposición social.”
La vida es un restaurante, nadie se va sin pagar
En Colombia, país del sálvese quien pueda, bajen la cabeza porque el plomo está bajito, y de la culpa la tuvo él por dar papaya, no resulta extraño que hoy día la novela negra tenga tantos seguidores. Muchos autores dicen que es el relato ideal para contar esta época. En las últimas décadas, hallamos expresiones de este género en escritores colombianos como Germán Espinosa, Gonzalo España, Octavio Escobar, Santiago Gamboa, Roberto Rubiano Vargas, Mario Mendoza, Rodrigo Arguello, Antonio Ungar, Pedro Badrán, y algunas crónicas de Pedro Claver Téllez, entre otros.
Muchos de ellos denuncian la desidia policial y judicial, las tramas oscuras del poder político, la manipulación del pensamiento de la gente a través de los medios de comunicación, el contexto de la pobreza, las practicas del silencio ante el delito, y la omnipresencia del miedo, el físico y el espiritual.
“Escribir novela en Colombia es muy difícil porque la vida real siempre es más emocionante. La violencia lo atraviesa todo”, dice Sergio Álvarez, autor de 35 muertos (2013). Por su parte, la novelista Laura Restrepo, comenta “en Colombia no se puede escribir sobre detectives, sería gracioso. No se investiga porque todo el mundo sabe quién mata. En toda civilización se dice que la vida es mejor que la muerte, pero en Colombia esto no es tan claro y la vida no tiene mucho sentido. Es la herencia que nos ha dejado Pablo Escobar: dinero fácil, lujo, mujeres, y si no lo tienes la vida es sólo anonimato”. (Notas de El Espectador)
Siempre habrá quien busque la obtención del poder, de cualquier forma de poder, para vengarse por los traumas y dolores sufridos. Algo de ajuste de cuentas, con mórbida justicia, de premio de consolación por ese dolor. Vivimos un mundo con gente frustrada, por circunstancias sociales y personales que impiden el control de sus emociones, lo cual a su vez los lleva a vivir en desequilibrio con el mundo y ellos mismos, así el círculo de la insatisfacción e inconformidad continúa sin fin. Tal vez por eso García Márquez decía que “El poder es un sustituto del amor”.
¿Qué diferencia hay entre el ladrón del callejón oscuro, y el político o empresario ladrón que roba recursos públicos en complicidad con las autoridades que vigilan? Cada quién tendrá su visión, sin embargo, hay en el segundo más cálculo, elaboración, más frialdad en las acciones: una relojería del mal.
Tal vez ningún otro género, como la novela negra, logra revelar las entrañas del salvaje capitalismo del siglo XXI que vivimos, en un mundo en el que todos estamos locos, sin duda, pero algunos más que otros, y de muchas diferentes formas que nos hace sentir que no podemos caminar con el alma descalza porque hay muchos vidrios rotos y la realidad que pisamos tiene el hielo muy delgado, porque nuestro miedo también es el del otro.
Los escritores de novela negra parecen decirnos, “esto que lees es real, algo está pasando, y está entre nosotros”: La violencia diaria de nuestras ciudades y campos, la corrupción en las muchas formas de poder, las bajas pasiones humanas que hacen del mundo un lugar de cuidado, pero también curioso y entretenido. Esa violencia existe, la sangre corre, y a veces no hay motivos claros para que ocurran esas tragedias, porque el absurdo también trabaja.
Los seres humanos no estamos hechos para dejar las cosas tal como están. Somos inconformes, somos curiosos, aventureros, gracias a eso evolucionamos como especie, aunque en el camino muchos gatos hayan muerto de curiosidad. Esa savia humana, la inconformidad, es de la que se alimenta la vida, y esa vida, ya sabemos, “es un restaurante, del que nadie se va sin pagar”, y con esas realidades se inventa la novela negra que nos ayuda a entender un poco más lo que nos rodea.
El mundo es una novela negra, con arcoíris ocasionales, un juguete al que todos le damos cuerda con nuestros actos y omisiones, nuestros gritos y silencios, para que el juguete siga andando, para que la novela se siga escribiendo, y sea el espectáculo de sombras y luces que vivimos. Una tragicomedia de la que todos hacemos parte, que un día cualquiera levanta el telón, pero no sabemos cuándo. Una enseñanza, entre las muchas lecciones sobre ese mundo, que nos deja la novela negra es: el más duro no es siempre el que más aparenta serlo.