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Federico García Lorca: de las cunetas a la conciencia universal

Yo, que he venido desde el sur del sur, que traigo aun los muertos de las cunetas de un país que habita del otro lado del mar, solo pude sentir que Federico reivindicó su nombre, sus huellas, sus alas, sus futuros.

Federico García Lorca con Salvador Dalí.

Foto falsa de Federico García Lorca con Salvador Dalí. Imagen del portal Gabitos.

Nos reunimos en Valderrubio, Granada, para conmemorar el asesinato del poeta universal Federico García Lorca. Nos congregamos en su casa, ahora convertida en museo en cuyas paredes, patios, habitaciones, mazorcas de maíz y estatuas, Francisco Vaquero Sánchez se dedica a cultivar su memoria. Llegamos todos con la edad en nuestros huesos, algunos de Madrid y del resto de España, otros de Montevideo, otros de Francia, algunos de Alemania y otros de Colombia, Ecuador, México, Chile, incluso de Corea. Llegamos atentos a las cunetas y afilando los oídos, y la gran mayoría con versos escritos a la muerte, a la vida, al miedo y a las sombras. Todos con lámparas para buscar en la oscuridad las huellas de los poemas y las obras de teatro que han cautivado al mundo entero desde mucho antes del asesinato de García Lorca.

Todos queríamos saber la altura del grito lorquiano que asustó a los caníbales franquistas. Queríamos comprobar el peso de la pluma con que derrotó a la “gran costumbre” y se proyectó por encima de las tinieblas que cubría a la España atada a los paradigmas del viajero varado en un recodo, a un paso del despeñadero de la paz de las cunetas y la cruz de los católicos en el poder.

Entramos a la habitación donde solía soñar sus poemas más logrados y nos sentamos al lado de La Casa de Alba; y pudimos apreciar el susurro de las mujeres cuyas voces aún se pueden escuchar cuando el bullicio de los pájaros y los árboles y los perros y los hombres y mujeres y las cosas se quedan quietos, muy quietos, deteniendo la respiración en ese punto donde termina y comienza la inspiración. En el instante infinito en que el vacío es García Lorca: sus pasos, su risa, sus romances gitanos, sus gritos en New York, sus visiones blancas de la Casa de los Estudiantes de Madrid.

Me acordé de los cadáveres que aún quedan enterrados en las cunetas de las carreteras secundarias de esta “España Nuestra” y no pude evitar el paralelismo con esas jóvenes generaciones colombianas que aún permanecen sepultadas, no solo en las cunetas de las carreteras sino en el centro de su geografía urbana y rural, fosas que avergüenzan a la humanidad y humillan la inteligencia de los pueblos.

Muchas historias andan por ahí. Yo miré debajo de su cama y había algunos huesos de sueños militantes. Había una historia mutilada, un riachuelo fluyendo hacia arriba, un río en la mitad de su frente cuya corriente histórica era el cordón umbilical de los siete mares y las siete esferas de la vida. Vi su edad detenida en las alas del viento que entraba por las rendijas de la puerta. Vi su mesita de noche. Escuché sus pasos sigilosos y su sonrisa de romper ventanas y, en un último momento, solo al último, cuando Débora me tomó la foto junto a la cama del tamaño de su nombre, sentí en el hueso más duro del corazón el miedo de sus últimos tres días rumbo al sitio de fusilamiento.

Entonces me senté en su silla, apoyé mi papel sobre su propia mesa y escribí unas palabras, unas cuantas nada más, que leí enseguida en el auditorio repleto. Ya en el atril, vi a Federico disperso entre todos los asistentes. Todos llevaban un García Lorca dentro. Para hacer el Gran Poema Universal solo faltaba que todos dejaran salir de sus cuerpos al pedazo de Lorca que habitaba en ellos, y sí que lo hicieron. Solo entonces pude reconstruir lo que pudo haber sido el poeta cuando se buscaba dentro de sus versos, dentro de los pájaros, de las espigas, de las huertas sigilosas que se asomaban a verle por la ventana, con los olores tiernos y originales que las plantas suscitan antes de ser arrancadas de su origen: la inmensa tierra lorquiana que se extiende desde la Granada universal hasta el mundo individual que llevamos dentro.

Escribí su nombre en su propia mesa. Sé que mis palabras no se cargaban de truenos y centellas, de dardos ardiendo capaces de destruir el templo del generalísimo, pero aún así pude sentir los cielos curvados de sus últimos días, a pesar de los pesares, a pesar de las falanges y el llamado a tomar parte en el acto oficial. A pesar de este lado y el otro, pude oír el rumor de cuando el gran poeta se volvía luz, y la luz se hacía carne, y la carne nostalgia y la nostalgia ese enjambre de versos que la humanidad va repitiendo en escenarios y escuelas, en iglesias y museos, en campos de batalla y en los tiempos de paz de los que supieron a tiempo parar los fusiles.

Yo, que he venido desde el sur del sur, que traigo aun los muertos de las cunetas de un país que habita del otro lado del mar, solo pude sentir que Federico reivindicó su nombre, sus huellas, sus alas, sus futuros.

Al otro día nos reunimos para el almuerzo lorquiano. Antonio Ros en silencio cedía todo el protagonismo a su cámara. Olivier repartía tomates cherry y chirimoyas francesas. Ahí estaban los abuelos que se vuelven tontos con los nietos. Leticia y su madre compartiendo una ensalada marina. La música que baila en la lengua entre migajas de pan. Vilma que me cubre del frío con su jersey y me regala un sombrero. Necesitamos un pollito para que se coma las migajas de tanto pan disperso. Es entonces cuando entra el poeta a brindar con los huéspedes. Aún huele a pólvora, a ropa trasnochada, a sueños torturados, a ilusiones truncas. Y brindamos: Antonio, Sagrario, Maribel, Débora, Marcelino, Olivier, Vilma, Primitivo, Francisco Vaquero y su amada Ruth. Y todos y todas cuyos nombres no recuerdo, junto a las paredes, los cuadernos, los camareros y las mesas: todos brindamos por la ausencia siempre presente del poeta granadino. 

Ahí está el poeta. A pesar de las balas, a pesar de la “peor burguesía de España que vive en Valderrubio”, a pesar de la censura, a pesar de las bibliotecas quemadas, el nombre mancillado, el dolor suprimido, el grito opacado, el camino extraviado, la huella borrada; a pesar de todo estuvo con nosotros, fue a brindar por el ahora, por la humanidad entera, por la vida.

Desde Perú, Jorge Álvarez Bocanegra sigue el brindis. Desde Colombia, William Burbano quiere leer los textos leídos en el acto. Pero el acto termina y volvemos el lunes, y el lunes vuelvo al trabajo aún pensando en Federico García Lorca. Vuelvo pensando de otro modo. Mirando de otro modo. Sintiendo de otro modo. No tenemos una tumba. El duelo aún está abierto. Pero nos basta con su visita a la hora del adiós de esa Granada hermosa, esa tierra capaz de crear poetas tan vastos como la misma tierra con sus habitantes completos a los que Federico García Lorca dedicó su vida.

Periodista y escritor colombiano. Residenciado en Madrid, colabora con medios escritos y digitales de Latinoamérica y Europa. Autor de dos novelas, cuatro poemarios y dos libros de relatos. Conferencista en el Ateneo de Madrid.

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