Después,
cuando los cuervos olvidaron la primavera
y el espantapájaros, enamorado,
huyó con sus ropajes puestos,
otras,
otras manos femeninas
levantaron el pestillo que fungió de enlace
entre su péndulo y la puerta.
Fue un reloj posmoderno,
de tabique sordo,
un tic-tac colgado
acostumbrándose, por años,
a su sonería de horas y de medias.
Un nogal, tallado a mano,
custodiando los primeros doce números
y sus agujas negras.
Fue un reloj a la usanza y
la doble cuerda que necesitaba
para continuar el tiempo,
se la dio, mientras vivió,
un olivo de pelo blanco
un poeta al que no pudo vencer,
ni la revolución industrial, sobre su fémur,
ni la cruzada rubia de la Gran Bretaña
en su gargüero.
Fue un reloj proveniente de la Selva Negra.
En su rueda principal y su tambor
se fraguó
una posible multiplicación del siete entre sus pares
y sus pastores
le devolvieron el esplendor
al mismísimo Gurudev Tagore,
al alma grande de Gandhi,
al moro Otelo y
a aquella revoltosa
que nos enseñó a bailar las jotas.
Aquel estafermo que llegó con un brazo derecho,
ejercitado por los siglos,
fue perdiendo arena.
Dicen, que un caballero,
originario de tierras áridas,
fue golpeando,
con gran destreza,
la égida empuñada con la mano izquierda
de aquel mástil humanizado
y que este, vengativo en su esencia,
también le fue robando el aliento al héroe.
Después,
cuando los cuervos olvidaron la primavera
y el espantapájaros, enamorado,
huyó con sus ropajes puestos,
otras,
otras manos femeninas
levantaron el pestillo que fungió de enlace
entre su péndulo y la puerta