Jueves santo: Un temblor de amor en Popayán
La amaba. Pero le gustaba irse con su amigo Sergio a ver pasar a las muchachas hermosas de los barrios ricos. A Belén, antes que incomodarla, la divertía.
Cuando perdió el trabajo de camionero en Pasto, ciudad del sur colombiano, Alfonso se fue a conducir una camioneta lechera a Popayán. Se fue sin avisarle. Pero Belén descubrió su paradero y un buen día, o mal día, quién sabe, cuando él abrió la puerta de su habitación, la encontró desnuda en su cama. No pudo enojarse, aunque hizo el esfuerzo. La desnudez de una mujer es superior a cualquier causa.
Se amaron sin pausa hasta el día del terremoto. Estaban en los últimos cataclismos de un orgasmo de madrugada cuando el edificio se hundió, la tierra se sacudió en su órbita y la ciudad se postró en un espanto de infierno. Se habían fundido tanto que creyeron que lo que estaba pasando eran los efectos del orgasmo a gritos. Entendieron que todo estaba ocurriendo dentro de sus cuerpos. Pasado el cataclismo interno, se encontraron frente a frente con la ciudad destruida.
Se casaron. Tuvieron dos hijos, pero él, a la hora del amor, siempre sentía que el mundo se hundía por las grietas del corazón. Cuando empezó a sospechar que los gritos de Belén no eran de felicidad sino de espanto, se volvió a marchar, sin avisarle, y esta vez para siempre.
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Todas aquellas esperas
Son las seis de la tarde. Ayer llegué a la misma hora y me fui a las doce, y tú no llegaste. Los Comandos de Defensa de la Nación quemaban sus almas en la calle adyacente. Gases lacrimógenos, humo de otras pieles, palabras mal heridas y un tufillo espeso mezclado con las ganas de rendirse, pero sin perder jamás, pasan veloces calle arriba, calle abajo.
Ahora ya es la hora, y tampoco has llegado. Una rumana dulce trae más cuero de cerdo, patatas fritas y otra copa de vino. Su sonrisa se disuelve en la chamusquina que entra por las puertas. Los Comandos de Defensa de la Nación, responsables también de mi orfandad a esta hora incierta. ¿O no?
Siento tu mudez clandestina en la otra orilla de mí conteniendo el mismo río de deseos que fluye a nuestros mares internos. Escucho tu piel en la oscura encrucijada de los disturbios nacionalistas. Tomo otra copa recordando tus cejas.
Cuando todo está en calma vuelvo a pensar en todos aquellos días, en todas aquellas esperas, y de repente me doy cuenta de que nunca vendrás, simple y llanamente porque nunca te has ido.
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Corredor de la muerte
Se le había olvidado la tristeza en el autobús. Pero al contrario de lo que podía pensarse, no llegó alegre a casa. Llegó vacía. Porque la tristeza la llenaba toda y hasta su aura no escapaba al gris caribe de su monumental abatimiento.
Ese día supo por la radio del autobús que había la posibilidad de que su hijo, recluido en el pasillo de la muerte de una prisión en Miami, fuera declarado inocente. Había sido encarcelado hace 17 años. En los dos últimos meses, cuando se acercaba la fecha de la ejecución, su madre se había dedicado a mendigar en las calles de San Juan de Puerto Rico para repatriar el cadáver de su hijo y darle cristiana sepultura.
El golpe de la noticia que escuchó en el autobús fue tal que olvidó la tristeza en el último asiento del autobús al bajarse con la premura de un felino que salta de algún lugar del corazón a la calle desnuda. Quiso recuperarla. Se había acostumbrado tanto a ella que ahora estaba triste por la tristeza. Cuando llegó su hijo, vivo, la tristeza se convirtió en nostalgia. Se sintió embarazada por segunda vez del mismo hijo.
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Estos tres relatos de Arturo Pardo Lima hacen parte del libro La rubia de Hamburgo y otros relatos elementales publicado por Ediciones Alicia Rosell. Bilbao 2015