El sábado pasado llamé a una poeta argentina para conocer más de cerca su obra e impulsar el intercambio poético entre el norte y el sur, trabajo que me había impuesto desde hacía unos meses. La rica experiencia de conversar con distintas sensibilidades de diferentes culturas no solo ha puesto en evidencia los valores de nuestra época, sino también las diferencias, ciertas o aparentes, que nos separan de las anteriores épocas, sobre todo de la que nos antecede. La charla con la poeta terminó con la afirmación de que, si Pablo Neruda le hubiera dedicado a ella Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y la hubiera pretendido, lo hubiera ahuyentado a cacerolazos.
La afirmación de ella, y no digo su nombre por petición propia, se dio cuando le comenté que, en plena autovía, en las afueras de Madrid, mi hija Gabriela, que era la que conducía, puso a sonar sus discos favoritos. Javy Ramírez canta Qué sabrás Neruda, una melodía en la que increpa al poeta, y en ella le espeta en la cara que a él no le gustan las mujeres que no hablan como las que le gustan al poeta chileno: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente/ y me oyes desde lejos y mi voz no te toca”. A mí, dice el cantante, “me gustan las mujeres insurgentes, las que no se dejan borrar la sonrisa de su hombre. Me gustan las que gritan”.
Y la pregunta obligada es: ¿también García Márquez? Igualmente ha sido increpado por persistir en la reproducción del patriarcado al aceptar las relaciones de un anciano con una adolescente en Memoria de mis putas tristes. ¿Y Joaquín Sabina, por su canción en la que pide una botella de Champán y dos velitas para dos, en un hotel de París? Una gran parte entiende que es ni más ni menos la aceptación pública de la infidelidad masculina, y que por tanto es reprochable desde el ángulo en que se la escuche.
La reciente explosión de la poesía en las redes sociales como respuesta a las restricciones impuestas por los gobiernos para paliar los contagios de la COVID 19 ha puesto sobre la mesa su utilidad como escudo contra la incertidumbre, el silencio, el inmovilismo y la precariedad espiritual de los virus cíclicos que apestan a la humanidad. Hoy ya no se puede hablar de la poesía como arma amorosa o política, sino como una auténtica barca de salvamento. Y ahí está el problema. Cómo utilizarla. Embarcar en ella a esas multitudes huérfanas de sí mismas y hundirlas en los bravos océanos de la cotidianidad aplastante o lanzarla contracorriente como rescate de náufragos de los confinamientos pandémicos, no precisamente los de hoy, sino los de siempre.
El gran poeta polaco, Czoslab Milosz se preguntaba qué clase de poesía es esa que no salva a los pueblos y a las naciones. Y el mismo Pablo Neruda cantaba que podrán cortar las flores, pero no matar la primavera. Lanzaban estas “consignas” con el claro deseo de que la palabra y su significado reemplazaran a la amnesia de la historia y a las armas que las había caracterizado.
¿Qué diferencia habría entre cantar, por ejemplo, “cuerpo de mujer/blancas colinas/tus rayos de luz no mueren nunca”, versos con los cuales cae rendida Beatrice Rosso ante Mario Rupollo en la película El Cartero, -que trata del poeta chileno exiliado en un pequeño pueblo italiano, dirigida por Michael Readford- y las bravas metáforas de El canto general donde el poema se vuelve pólvora, espada, valor, conciencia y liberación?
¿Es un poema más grande que el otro? ¿Se puede argumentar que el hombre utilizó el poema como arma contra la opresión, y también para banalizar un tipo de relaciones personales que merecerían otras actitudes? La respuesta es sí. Aunque en algunos aspectos la mujer ha ido más allá. Desde el Cantar de los Cantares, ella se propuso estar a la altura de los hombres, es decir, ser igual en materia económica, cultural y social. Incluso, en materia erótica se pone a su altura y en ciertos momentos lo supera: “Soy toda hermosa, y en mí no hay defecto”. (Cantar de los Cantares 4.7)
Los poetas siempre le han cantado al cuerpo femenino, es cierto. Han ensalzado su belleza y lo han expuesto como causa de sufrimiento y de gozo. Y la mujer, con astucia y sabiduría ha puesto su cuerpo también, y sobre todo en los últimos tiempos, al servicio de las causas liberadoras. Cientos de mujeres chilenas se plantaron hace unos años frente al Palacio de la Moneda en Santiago de Chile, por ejemplo, fundidas en un largo beso para reclamar educación gratuita. El desfile de mujeres desnudas, luciendo consignas y pintadas en su cuerpo, se han visto en manifestaciones antisistema, en altares de todas las religiones, en parlamentos y sitios rigurosamente masculinos.
En Barbacoas, un pueblo del Pacífico colombiano, las mujeres realizaron una protesta insólita hace algunos años: “Huelga de piernas cruzadas”. Se negaron a tener relaciones con sus maridos, amantes, o parecidos, si no pavimentaban sus calles y la carretera de acceso a la región. Con este gesto, obligaron a sus hombres a protestar, cuyo valor fue producto de la gran voluntad reivindicadora y poderosa de esas mujeres, que son el alma de los pueblos.
Cuerpo de mujer, metáfora, belleza, rebeldía, nostalgia, vida y muerte. Arte. Si la poesía es la demostración concreta de la existencia del hombre y de la mujer sobre la tierra, como decía Roberto Juarroz, entonces ella contiene todo, incluso lo absoluto: “Mi poesía es tan grande que en ella caben, incluso, mis contradicciones”, gritaba Walt Whitman.
Miloszc instando a los polacos a no olvidar tan rápido a los soldados alemanes; las mujeres del Cantar de los Cantares haciendo un himno erótico, incluso más bello que el de los hombres; Neruda cantándole a los pechos y a las manos; Javy Ramírez denunciado a Neruda y otros, lanza en ristre contra el abuelo de Memorias de mis putas tristes, es algo para detenerse un poco y pensar de nuevo, o repensar la vida. De eso es lo que hablamos con la poeta argentina. “Esta pandemia ha hecho posible una explosión poética como nunca hemos visto en otra época histórica”, asegura, y propone una nueva concepción de lucha: la poesía no solo como arma de resistencia, sino como táctica y estrategia para conseguir la igualdad definitiva entre los distintos sexos.
Los cacerolazos se han puesto de moda en los últimos tiempos. Y son, como los poemas, la lucha política por otros medios. Pero dentro de esos medios también existe otro: el silencio. ¿El silencio de Neruda en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, al cual se refieren Javy Ramírez y mi entrevistada, es el mismo de Isabel Allende en La casa de los espíritus, donde Clara utiliza el silencio como arma fundamental contra el patriarcado y la dictadura de su marido? Es tan poderoso el silencio de la novela de Allende que termina doblegando al macho. Como lucha alternativa, el silencio es tan poderoso como el grito.
Yo creo que Pablo Neruda escapó de los cacerolazos de nuestra generación porque logró equilibrar su poesía con la lucha de los pueblos oprimidos. Me quedaría como conclusión las palabras de sor Juana Inés de la Cruz: “… Es menester decir siquiera que no se puede decir, para que se entienda que el callar no es haber que decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”.
Solo me queda aceptar que, en su momento, ni un minuto más ni un minuto menos, todas, absolutamente todas las emociones humanas son armas de guerra, tanto de ataque como de defensa. La metáfora, esa que nunca entendió la Rosa, la madre de Beatrice Russo, puede ser manjar o veneno según quien la prepare y quien la consuma.
Sí, existen los poetas encargados de reproducir el sistema patriarcal, los poetas oficiales, los encargados de ensalzar los atributos patronales y los déspotas. Pero también están aquellos que hacen de la mujer un ramillete de flores, aunque ellas ya no lo quieran y otros que naufragan en una pretendida neutralidad que no cuela en estos tiempos.