A principios de verano puse unas semillas sobre un pequeño tronco en el jardín para atraer a los pájaros, pero los ratones se adelantaron. Uno de ellos se dio un banquete a pleno medio día, mirándome de frente; y el otro siguió de largo a esconderse detrás del arbusto de hiedra. Años atrás hubiera gritado, me hubiera trepado en la silla pataleando, haciéndome gigante frente aquel animalito minúsculo, alterando su campo magnético de percepción con mi reacción basta y desproporcionada; pero esta vez solo me sobresalté al verlo comer con tanto gusto. Con tranquilidad fui consiente de la inmensidad de mi presencia frente a la suya.
Dudé de mi reflejo, pero enseguida vi al otro correr de nuevo sobre el muro. Donde hay dos hay cien, pensé. Siempre andan en colonia, y aunque esa imagen me parece repugnante, casi los envidié por eso. Miré al ratoncito mientras comía a toda velocidad, sujetando las semillas con sus dedos diminutos, los ojos redondos, oscuros y brillantes; y aunque me pareció bastante tierno, me aparté algo asqueada para que terminara de engordar a sus anchas.
Avisé a la presidenta de la comunidad con un mensaje al que respondió rápidamente en el grupo de vecinos de WhatsApp, alertando a todo el edificio. La vecina del quinto bastante alarmada, a juzgar por la cantidad de caritas verdes a punto de vomitar que puso en el mensaje, sugirió una notificación urgente al Ayuntamiento. El exterminio debía hacerse cuanto antes. ¡Los odio! La del tercero dijo que seguro no era para tanto. Deben ser ratones de campo. Corazón, ratón, corazón. El del primero se ofreció a llamar a una empresa de control de plagas. Gracias, José Manuel.
Pietro, el técnico, hizo la inspección del jardín con gafas oscuras, gorra y mascarilla protegiéndose del sol, del Covid y del desinfectante que esparció sobre las bolitas de mierda que había en el césped. Me preguntó si lo que había visto tenía orejas redondas o puntiagudas, si era grande o pequeño, qué tan larga era la cola. No supe qué responder porque no sé nada de roedores. El miedo es gris, peludo y redondo. No hay más explicaciones para mi repulsión ancestral, como ocurre con cualquier cosa a la que temo. Solo conozco sus contornos y evito los detalles. Me dijo que volvería al cabo de una semana para verificar si los ratones se comían el cebo, aunque si encontraba alguno muerto debía llamar inmediatamente para que viniera a recogerlo.
A los cuatro días encontré uno en un discreto rincón del jardín. Sentí pánico al ver su rastro inerte, despojado de cualquier posibilidad de movimiento. Era del tamaño de mi mano y estaba tieso, pero no fui capaz de acercarme por si se levantaba y se convertía en un gigante que pudiera aplastarme, bañarme en veneno o devorarme de un solo bocado. Solo pude mirarlo desde la escalera y lamentar su muerte.
Parecía como si hubiera elegido aquel lugar para morir a la sombra, con su cuerpecito pegado a la pared, camuflándose con la piedra gris. Pietro vino a recogerlo, nuevamente ataviado con su equipo de protección facial, guantes y una cajita blanca de plástico. Dijo que empezarían a morir uno a uno. Que continuara pendiente. Firma aquí, por favor.
Una semana después encontré otro ratón detrás de las hortensias. Estaba quietecito, pero agitado. Su cuerpo latía con rapidez intermitente, daba la impresión de estar cansado después de correr una larga carrera. Me quedé mirándolo un rato y sus ojos estaban vacíos, como un par de espejos cóncavos diminutos. Recogido en sí mismo esperaba la muerte.
Su estado me produjo un ligero mareo. Sentí nauseas, y a la vez, ganas de acariciarlo con los dedos para brindarle algo de consuelo. Quise matarlo de un golpe para evitar la lenta y silenciosa agonía, pero me quedé paralizada pensando en que si lo golpeaba estallaría en pedazos. Ni siquiera pude acercarme un poco más. Temo a la muerte. Me sentí inútil, impotente por no poder enfrentarla. Me pareció insolente que se regodeara en aquel ratoncito. Una infamia que tardara tanto en llegar.
Entré en el apartamento con la esperanza de que muriera pronto, pero al cabo de unas horas me asomé a la ventana y volví a verlo. Había conseguido moverse unos cuantos metros en dirección al rincón donde había muerto el otro ratón, a medio camino de lo que yo imaginé como una meta. Me conmovió pensar que tal vez él también intentaba llegar hasta allí para morirse discretamente bajo las hojas secas. Su cuerpo, inmóvil, latía cada vez más lentamente bajo el sol inclemente de agosto hasta que quedó vencido, y me sentí miserable por haber invocado a la muerte con cobardía.
Llamé a Pietro, quien se presentó sin gorra ni gafas. Después de recoger el cadáver y desinfectar la zona, se quitó los guantes y la mascarilla, y me preguntó si había más. Los ojitos pequeños y oscuros en conjunto con la barba gris y la nariz respingada daban a Pietro un aire de ratón que me provocó una mezcla de ternura y algo de risa que tuve que disimular.
Por mi temor al mal de ojo, lo primero que pregunté fue por qué habían muerto dos en mi jardín si la parcela del edificio es grande. Pietro sonrió y sus ojitos se hicieron más redondos. Dijo que la hiedra es ideal para esconderse, alabó la salud de mis plantas, y me sentí halagada. Será que les gusta morir aquí, mira esto, es como el paraíso para los ratones, dijo moviéndose de un lado a otro, abarcando el espacio con los brazos abiertos, deleitándose con el aroma del jazmín. Con su gesto parecía reivindicar el derecho a un ramo de flores y eterno descanso incluso para lo que más odiamos.
Le dije que yo quería ahuyentarlos, no matarlos. Cuando le pregunté por la efectividad de los aparatos de ultrasonido que recomendó la vecina del quinto, dijo que funcionaban, pero espantaría también a los pájaros, murciélagos, hormigas, lagartijas, mariposas, arañas, caracoles, mariquitas, avispas y libélulas que viven en el jardín. Parecía el emperador de los roedores advirtiéndome del éxodo devastador que podía provocar. Volví a sentirme inmensa, a pesar de mi 1.55 de estatura. Como un gigante pisoteando caminos, ahuyentando con mi olor; impúdica representante de una plaga invasora en el universo que hay bajo el pedacito de cielo del jardín.
Mira, lo mejor es tener un par de gatos, dijo Pietro enseñándome una cola de ratón junto a unas plumas en el césped. Mientras me explicaba los diferentes tipos de veneno que existen, yo miraba aquel cartílago decorando descarnadamente lo que parecía la escena de un crimen. Tal vez un combate por un puñado de semillas; o una merienda de ratoncito envenenado a la brasa. Naturaleza salvaje en un patio de Madrid. Con dos gatos lo resuelves, insistió el emperador; y yo me avergoncé al confesar que algunos vecinos rechazaban la idea, a pesar de ser lo más fácil, rápido, económico y natural.
Buscando información en Internet sobre las plantas que Pietro me recomendó para ahuyentar un poco a los ratones encontré un artículo con diez cosas en la que se parecen a los humanos. Con lo que más me identifiqué como especie es que no se detienen para cagar. Lo hacen mientras corren. Nada me pareció más representativo.
También con que las ratonas son madres entregadas, que se ocupan meticulosamente de sus crías desde que preparan el nido hasta el destete. Como ellas, yo también sentí el efecto narcótico de las lágrimas de ratón que inhiben el deseo sexual para concentrarse exclusivamente en el recién nacido. También son capaces de abandonar la camada o de comerse a sus hijos. El texto decía que son ideales como mascota para los niños, aunque no mencionaba la importancia de su compañía para los presos.
Los ratones, como los humanos, sobreviven a catástrofes, son experimento de laboratorio, y una pesadilla para el entorno. Pero no lo saben, y yo envidio su ignorancia. No ser consciente de tu trascendencia en la tierra significa no temer a la muerte digna de los miserables.