Por Paul Brito, escritor colombiano, colaborador de EL COMEJÉN
Mis ancestros son de La Palma, la isla española que ahora mismo se encuentra en alerta roja por la erupción de uno de sus volcanes: Cumbre Vieja. Toda Canarias es, de hecho, fruto de erupciones submarinas ocurridas hace dos millones de años. Es más, La Palma (una de sus ocho islas) posee el mayor cráter emergido del mundo, en pleno centro de la isla. En 1971 irrumpió también el Teneguía, un volcán que mi papá siempre mencionaba, porque hacía parte de su paisaje familiar. Por cierto, él emigró unos años antes de esa terrible erupción que también dejó muchas pérdidas.
A pesar de todo, el sueño de mi padre siempre fue volver a su tierra con esposa e hijos y, en efecto, estuvo un tiempo de vuelta intentando concretar un trabajo como técnico del equipo local y también como representante de futbolistas colombianos, entre ellos el Didí Valderrama. Pero la cosa no terminó de cuajar por un “casi” que no es necesario contar aquí y terminó volviendo a Colombia. Si no fuera por ese “casi”, yo mismo probablemente estaría viviendo en carne propia la última y potente erupción volcánica que tiene en vilo a toda la isla y desplazados a miles de habitantes.
Lo curioso es que no fue la primera vez que un volcán le respiró en la nuca a mi papá y, por lo tanto, a sus descendientes. Mi padre, el “Canario” Brito, fue entrenador del Racing de Armero, años antes de que la ciudad fuese arrasada totalmente por el lodo. Conservo el recorte de un periódico tolimense cuyo titular me pone la piel de gallina, por lo profético que suena, o que definitivamente habría sonado si no fuera porque mi padre terminó emigrando de nuevo, a pesar de que le fue muy bien con ese equipo ahora fantasmal, y aunque no le faltaban ofertas y oportunidades para quedarse: fue campeón invicto dirigiendo ese plantel. En aquel torneo, Racing no perdió ni un solo partido hasta coronarse campeón. Y quizá fue una de las últimas alegrías que paladearon los habitantes de aquella ciudad desgraciada por la catástrofe, la segunda erupción volcánica más mortífera del siglo XX. Y lo peor es que fue advertida por geólogos, pero desatendida por el ministro de Minas de ese momento (nada más ni nada menos que el padre del actual presidente colombiano).
El titular de la entrevista a mi padre dice tenebrosamente: “De España a perderse en Armero”. Hoy pienso que si papá se hubiese quedado en la ciudad (y en ese momento pensaba hacerlo), probablemente otro periódico habría registrado su muerte con exactamente el mismo titular, pero con otro sentido menos amable. Y por eso no puedo dejar de pensar que uno siempre se está salvando por los pelos. No solo se salva de la muerte muchas veces de maneras insospechadas, sino también de la misma inexistencia. ¿Cuántas pequeñas decisiones de mis padres y abuelos determinaron azarosamente que yo haya nacido y esté ahora mismo contándolo?
Mi madre me contaba que ella nunca iba a fiestas, que no tenía vida social, porque no era persona de fiestas y, además, trabajaba y estudiaba de noche, de modo que fue solo un impulso muy azaroso lo que la lanzó aquella noche a una celebración y finalmente a los brazos de mi padre. La vida no es una serie de eventos consecuentes, sino una cadena de casualidades, pequeños intersticios en el engranaje de los días, extrañas coincidencias, erupciones de un tiempo creador, y sospecho que toda la historia de la Humanidad depende también de esa cadena de acontecimientos fortuitos y hasta imposibles.
Todos somos hijos del volcán, es decir, de la explosión de un magma que viene de quién sabe qué profundidades del tiempo, de explosiones repentinas que nos lanzan a la vida o nos sacan de ella. Como diría Joey Scarbury en aquella famosa canción, volamos sostenidos apenas por un ala y una oración. Y seguimos adelante, no solo porque la lava nos muerde los talones y no tenemos más alternativa que seguir andando, sino también porque ese mismo fuego nos protege del hielo de la inexistencia.
Ayer mismo leía algo curioso. Que la lava, al contacto con el océano, crea tierra nueva, amplía las orillas, y pone en aprietos las leyes de un país ante esa nueva jurisdicción territorial, pero, en cambio, para las vidas imprevisibles de las personas que siempre están más allá de las leyes y el rigor de lo razonable, es paradójicamente un alivio y un premio que viene después de cada apocalipsis, de cada fin del mundo. Ahora mismo, después de un año y medio de pandemia, es probable que comiencen a aparecer tierras nuevas fraguadas por el fuego del desastre. Solo hay que mirar alrededor para encontrarlas y colonizarlas, y para darle nueva vía al fuego que también llevamos adentro.
Texto publicado originalmente en el portal Contexto