Si hay algo que encuentro sumamente fascinante y complejo al analizar el quehacer periodístico es la importancia de la duda. Ser periodista implica ser prolijo en la observación, el análisis y el (des)aprender. Esto último sin duda es tan inevitable como complejo en la vida de un periodista. El gran Kapuscinski hablaba sobre el compromiso de esta profesión con una exigencia particular frente a las demás, y es el hecho de que el periodista no empieza a ser periodista a las ocho de la mañana y deja de serlo a las cinco de la tarde. El periodista tiene un compromiso permanente de dudar de todo. En especial, de sí mismo. Y no, no se trata de una especie de prueba en la que habrá un resultado final contundente y único. El periodismo es un proceso de construcción y deconstrucción permanente. La realidad se reinventa todos los días y así mismo, el buen periodista se mantiene inquieto, irreverente y curioso. Con una capacidad y deseo permanentes de asombro y cambio que le mantienen despierto y crítico.
Claramente no estoy hablando de algo nuevo o revolucionario. Traigo a colación esta reflexión a propósito de lo que fue, para mí, el pasado 12 de octubre. Mi proceso de escritura de una columna es casi siempre igual: empiezo a pensar qué me generó incomodidad, qué me hizo ruido en los últimos días. Por estar de intercambio, viviendo en un lugar completamente lejano en casi todos los sentidos a mi hogar, casi todo me resulta inquietante. Es como si hubiera mayor sensibilidad y detalle en mi percepción de esta “nueva realidad” propia. Lo cual es fascinante para la perspicacia necesaria en el ojo periodístico. Así fue como el 12 de octubre de este año me resultó significativamente diferente al de años anteriores.
La semana pasada en una conversación entre clases en la universidad me preguntaron cómo celebrábamos en Colombia el 12 de octubre, el “descubrimiento de América”. La pregunta me extrañó y mi respuesta fue “no hay nada que celebrar, la colonización trajo muertes, barbarie, represión y sometimiento”. Algo así recuerdo que me enseñaron en el colegio, aunque para ese entonces me parecía una visión bastante revolucionaria, unilateral y un poco sesgada. Mi respuesta no generó sorpresa y más bien sentenció el tema de conversación. Evidentemente la fecha conmemora significados opuestos de una supuesta historia común. Algo que no había sentido de forma latente sino hasta ahora que vivo en España.
El 12 de octubre pude ver los desfiles y festejos de la gran celebración. Las calles de Madrid con el despliegue militar, las banderas y los aplausos con fervor en conmemoración de los “aventureros” y “valientes” conquistadores que llevaron la “civilización” a América. Me pareció increíble que el mismo día en el que algunos festejan, otros recordemos un episodio de genocidio, dolor y abuso sobre las poblaciones nativas de todo un continente. La imposición de una lengua y una religión a través del sometimiento. Y no, no se trata de un odio nacionalista ni de un juicio con códigos morales distintos a la época. Los hitos de la humanidad sirven para reconstruir episodios desde la mayor cantidad de versiones, pues la realidad está constituida de muchas verdades e intentar negar alguna de ellas es un ejercicio negacionista de imposición.
La descolonización es una manera de alejarse de la narrativa dominante. Va mucho más allá de enfrentar la versión del 12 de octubre como celebración a los “héroes” del Día de la Hispanidad contra la visión de invasión y resistencia indígena. El proyecto de descolonización cuestiona cómo influye la herencia colonial hasta el día de hoy. Pues, aunque los símbolos y razones del festejo distan significativamente, el proceso de resignificación nos demuestra que, aunque ya no somos una colonia, aún nos falta mucho por (des) aprender. Desde mi reflexión como colombiana, como latina, creo que tenemos arraigadas actitudes y comportamientos basados en el proyecto de “construir civilización” que, en otras palabras, está constituido en la búsqueda de homogeneización (o negación y eliminación de lo nativo). Pese a que el periodo colonial ya concluyó, el colonialismo está presente en la diferencia de oportunidades para pueblos afros o indígenas. Su escasa participación o visibilidad en espacios de poder, su marginalización o la violenta visión del indígena como inferior o salvaje, demuestran que la visión colonialista está arraigada e institucionalizada en nuestras sociedades de hoy en día.
En Colombia somos multiculturales y diversos, evidentemente el 12 de octubre no hay nada por celebrar, pero no basta con la indignación colectiva de lo sucedido hace cinco siglos. Debemos resignificar lo que somos, cambiar las bases coloniales heredadas bajo las que aún funcionamos. Celebro que se haya anunciado que el 12 de octubre dejará de llamarse “el día de la raza” en Colombia. Algo que, en mi parecer, era completamente obsoleto e impreciso ya que hablar de “razas” en seres humanos ha estado ligado a una concepción de dominancia y discriminación por un color de piel; y los prejuicios étnico-raciales siguen dominando las relaciones de poder en el mundo. Si realmente queremos liberarnos de aquello que destruyó y arrasó con tanto hace cinco siglos, debemos cambiar las estructuras con las que, irónica y absurdamente, seguimos replicando ese modelo que rechaza y suprime.
Como periodista creo en los hechos, pero también estoy convencida de que el pasado es siempre cambiante. Cada generación reconstruye la historia, las narrativas y los relatos. El pasado no es una recopilación de verdades únicas y absolutas. La historia se construye de relatos móviles que a través de la reflexión que la duda siempre despierta, son vistos desde distintas perspectivas. Cuestionar los relatos que tenemos como “tradicionales” de la historia es no quedarnos satisfechos con nada ni acomodarnos. No porque se trate de un capricho, sino porque una sociedad con pensamiento crítico es una sociedad que jamás se dejará someter. Dudar da libertad. Dudar es esencial. Y, como decimos en Colombia, el buen periodista jamás traga entero.