“Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido,
para no dejarse sorprender jamás por el abismo, para no resignarse ni consolarse nunca,
para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado”. (Hélène Cisoux)
¿Qué salvar en el naufragio?
A modo de balance del segundo año de la pandemia, comparto estas ideas desde un contexto general. Buscan sensibilizar a la comunidad educativa como componente principal para la solución en los efectos de la crisis y, por tanto, escenario fundamental donde se deben cocer las grandes transformaciones que garanticen el ser y el estar en esta morada común: la Tierra.
Hay una pregunta que nos hacemos con frecuencia: ¿qué salvarías frente al evento inminente de un naufragio? Es un interrogante que nos pone frente a aquello que priorizaríamos en una situación de pérdida, soledad o desamparo. Estos dos años nos han puesto frente a situaciones que tienen en vilo la vida humana. Por un lado, la pandemia, y por el otro la alerta roja frente al calentamiento global. Lo anterior sin contemplar problemáticas de alcance inusitado como las mareas humanas que se desplazan por el Mediterráneo, por las fronteras porosas de Europa y Asia y por nuestra América, en busca de mejores condiciones de vida. Además de las tragedias de nuestro turbulento contexto local: la actitud negligente del gobierno con los acuerdos de paz, los estragos de la violencia anónima y las expresiones de inconformidad y rabia expresadas en el Paro Nacional. La pregunta inicial tiene un tono individualista, pero desde el campo educativo la pregunta tendría un sentido comunitario: ¿cómo podemos enfrentar, entre todos, la amenaza de naufragio? ¿Qué deberíamos salvar ante el naufragio?
Al primer interrogante la respuesta está a la vista: el trabajo en equipo. Lo hemos constatado en la búsqueda de la vacuna. Es encomiable la vocación colaborativa en esta tarea y la actitud solidaria de algunos países por compartir sus vacunas con otros en desventaja económica para adquirirlas. Vocación que floreció en muchos hogares en los períodos de confinamiento. Vocación que debe seguirse alimentando en nuestras escuelas en la “nueva normalidad”.
Y, ¿qué salvar para la educación?
Para enfrentar el cambio climático, la pandemia, y sus efectos colaterales, es también indispensable el trabajo colaborativo. La pandemia nos regaló la oportunidad para cuestionar nuestro estar en el mundo, para sospechar de arraigados hábitos de consumo, y para reflexionar sobre nuestra relación con el planeta como casa común. La educación virtual, a su vez, nos llevó a cuestionar las prácticas de aula, las metodologías y las formas de aprender tradicionales.
Debimos aprovechar la amenaza de naufragio para que la travesía, en ese mar sin límites que es Internet, se llenara de motivos y nuestros estudiantes descubrieran esos otros contornos, esas fronteras inexploradas, esos tesoros de la cultura universal que abundan en muchos portales de Internet.
Nos vimos presionados a organizar el tiempo, las condiciones de conectividad, la tolerancia en el entorno familiar y propiciar los diálogos entre áreas, y el vínculo más permanente con los estudiantes y sus familias. Debimos tomar en cuenta el grupo familiar y, en la medida de lo posible, involucrarlos en el propósito común a través de una representación teatral, un videoclip, la recuperación de personajes de la historia familiar, una apuesta artesanal, una danza; la recuperación de una huerta casera, sus secretos, y su relación con la cocina presente y de los ancestros que llega a nuestra mesa y nos alimenta; la recuperación de los relatos de cuentos en los espacios cálidos de las casas, las cocinas, las salas y los patios.
Los nuevos retos
¡Qué extraño esto de caminar, tropezar, caminar y no aprender! Llegamos de nuevo a la presencialidad y pareciera que lo más fácil es olvidar esa experiencia reciente y no convertirla en un aprendizaje esencial para transformar nuestras vidas y el entorno escolar. Puedo pecar de exagerado, pero escucho de muchos colegas y en el eco de los pasillos de los colegios las mismas ideas de nuestro más reciente pasado. Empezamos el año escolar y, quién lo creyera, estamos con prácticas escolares similares a las de antes de la pandemia. De nuevo la cantidad de áreas y cada cual defendiendo su asignatura como parcela sagrada y desconectada de la realidad. ¿Y los proyectos integradores? ¿Y el aprendizaje basado en problemas? ¿Y la interdisciplinariedad? ¡Nada! Todo queda solo en el papel. He venido planteando que es urgente una intervención decidida por parte de las facultades de educación, los centros de investigación, los gremios de educadores, de directivos docentes y del mismo Ministerio de Educación para que construyamos un camino para mejorar la calidad educativa. Esto solo es posible si nos atrevemos a transformar la manera como funciona hoy la escuela. Desde hace dos décadas distintos pensadores y pedagogos colombianos lo dicen, entre estos, De Zubiría ha sido contundente:
“La visión fragmentada, informativa y desarticulada que ha dominado la educación en Colombia ha conducido a una idea totalmente equivocada a nivel curricular y es que, ante cualquier nuevo problema, debe aparecer una nueva asignatura. En lugar de quince asignaturas desligadas, toda la educación básica debe estar concentrada en desarrollar tres esenciales competencias transversales: pensar, comunicarse y convivir. Todo lo demás es superficial al lado de esas tres esenciales competencias en la vida”.
¿Por qué es tan difícil poner en diálogo a los maestros para que acuerden proyectos en torno a problemáticas actuales y futuras? El inicio del año escolar debería empezar con encuentros de maestros por grados, en los que se discutan las maneras como las áreas pueden trabajar integradas y que los estudiantes se sientan retados por proyectos innovadores, que disparen sus ánimos investigativos y por hacer algo beneficioso, para sí mismos y para sus comunidades, con sus aprendizajes y creatividad.
Siguiendo a De Zubiría, estamos preparando niños y jóvenes para la vida y con esta visión fragmentaria de la escuela lo que estamos contribuyendo es al desaliento escolar, al tedio de niños y jóvenes que esperan el menor descuido para “conectarse” a esos otros “mundos” mágicos, deslumbrantes, inciertos y adictivos que ofrecen las redes, y a las consecuencias del fracaso de nuestros muchachos cuando intentan ingresar a la universidad o emprender caminos para construir opciones de vida de mayor plenitud.
Las nuevas realidades demandan de la escuela no volver a “más de lo mismo”. Si algo nos regaló esta situación excepcional son nuevas sensibilidades: nos duele cada ser humano y nos duele la piel de esta tierra ultrajada. También nos regaló una oportunidad de regresar, para decirle a los otros que nos importan, que la vida tiene sentido porque nos tenemos unos y otros y que no es posible desperdiciarla engañando nuestra mente, envenenando nuestro cuerpo, permitiendo que personas sin alma sean quienes dirijan los destinos de nuestras vidas y la de tantos otros que no son seres anónimos. No, son personas que tienen un nombre, una familia, pertenecen a una comunidad y reclaman un lugar en este mundo.
Mundos trepidantes versus lectura
Que este volver vivos nos permita redimensionar las bondades de la escuela. Ni el academicismo puro en que cayeron muchas instituciones privadas por quedar bien en el “ranking” de los “mejores colegios”. Ni la fragmentación, desarticulación y descontextualización del saber. Esta última se constituye en una verdadera amenaza, es el “choque de trenes” de las áreas, es desperdiciar la oportunidad de estar, leer y pensar juntos. Para hacer proyectos tenemos que leer-nos. ¿De qué otra manera podemos juntar sueños y avizorar puertos comunes?
La verdadera lectura es pasión y pausa al mismo tiempo; el fuego amigo debe encarnarlo el maestro. ¿Qué promueve el facilismo de los dispositivos? No leer. El joven, el adulto, solo pasa con su dedo contenidos diversos, esperando un efecto cada vez más alucinante, estridente y adictivo, pero no sabe dónde diablos está parado y menos sabe interpretar lo que ocurre a su alrededor. Una vida artificiosa en el facilismo de no leer, de no degustar “entre líneas”, de no saborear las vetas del acumulado del saber universal. Una especie de ente que solo pulsa botones y envía emoticones… ¡para compartir sin palabras! ¡Qué ironía!
Escuchar, leer y escribir en torno a contextos reales y a proyectos interdisciplinarios son las competencias que reclama el ciudadano actual, es el camino para que los niños y jóvenes valoren aquello de vivir y crecer juntos.
Ir a la escuela es decidirse a tomar el mundo en nuestras manos, es tomar el reto de ser parte de una escritura conjunta que nunca termina, es sentirnos placenteros navegantes del lenguaje.
Que nuestro ejercicio docente no cese en las aulas: somos referentes importantes para nuestra comunidad y no podemos ser inferiores a esas manos extendidas de nuestros estudiantes.