“Yo diría que un escritor está comprometido cuando se esfuerza por embarcar a la conciencia más lúcida y completa, es decir, cuando, tanto para él como para los demás, hace pasar el compromiso de la espontaneidad inmediata a lo reflexionado”. (Jean-Paul Sartre)
Un cansancio que espera ser interpretado
Por estos días ha circulado profusamente un video de William Ospina en el que se lee: “Estamos cansados”. Escucho el video, releo su artículo, una y otra vez. No logro entender las salidas en falso de Ospina cuando todo el público que lo lee, que lo admira, que lo sigue, espera un guiño que sea consecuente con sus posturas políticas y este se produce exactamente como una negación a todo aquello que en su universo literario y ensayístico ha planteado.
Respeto profundamente la capacidad creativa de Ospina, su rigurosidad investigativa para llevar a cabo sus proyectos novelísticos, el diálogo intercultural que promueve en sus escritos, el viaje exquisito que propone en el universo literario, filosófico y poético. Reconozco su preocupación por temas relacionados con la interpretación histórica de lo que somos, de lo que ha marcado nuestro pasado, de lo que se cuece en el alma de los colombianos y su análisis certero de las múltiples problemáticas que nos han impedido forjar un imaginario de nación incluyente y equitativa:
“Estamos cansados de una educación que no nos ayuda a ser humanos, que no nos enseña a ser responsables, que nos enfrenta los unos a los otros, que nos hace avergonzarnos de nuestros abuelos, que no nos enseña a cuidar el mundo, que no nos da lecciones de orgullo ni de dignidad ni de grandeza”.
El compromiso ético del escritor
Sus reflexiones no se quedan en el ámbito local, su pluma ha sido perseverante – por ejemplo, en su obra Es tarde para el hombre – reflexionar sobre los graves problemas que sacuden al mundo, expresando una sensibilidad especial por el cuidado del planeta y denunciando los estragos de un modelo económico, que no sólo taladra los cimientos de la casa tierra sino que saca exorbitantes dividendos, promocionando hábitos insalubres de vida, exaltando el egoísmo como paradigma de la felicidad y la guerra como el más burdo negocio y expresión arrogante de quienes se creen con el derecho de intervenir en cualquier nación, violando el respeto por la autodeterminación de los pueblos.
No logro entender cómo tanta lucidez y tal capacidad interpretativa pueda flaquear en momentos decisivos de nuestro acontecer nacional. Cómo un personaje de su talla no vislumbra que millares de lectores están atentos a lo que diga y esperan coherencia con todo lo que ha destilado en sus obras.
No dejé de leer a Ospina cuando, en un momento crucial de nuestra historia, decidió tomar opción por el candidato del uribismo. ¿Cómo era posible que prefiriera a alguien que representaba ese oscuro trayecto de los falsos positivos, de los subsidios del programa Agro Ingreso Seguro destinados a quienes no los necesitaban y de una errática política agraria que estimuló la concentración de miles de hectáreas en unas pocas manos a costa de masacres y desplazamientos forzados? Por solo nombrar algunas heridas. ¿Cómo era posible que olvidara un estilo de gobierno que polarizó el país echando mano de mentiras, de miedo y de odios malamente heredados? ¿A quién le cabía en la cabeza que era preferible Óscar Iván Zuluaga, alfil de Álvaro Uribe, en lugar de alguien –no importaba que viniera del viejo establecimiento – como Juan Manuel Santos que se la jugaba por la paz al iniciar negociaciones con las FARC?
La argumentación en torno a la escogencia entre dos males –Entre dos males, tituló Ospina su columna en la que manifestó su simpatía por Zuluaga –, fue demasiado pobre para una personalidad de sus quilates. ¿Cómo iba a ser preferible el llamado a la “mano dura”, a la solución militar que el intento por leer esa otra Colombia y buscar una salida negociada al conflicto armado? Una negociación que reconocía, de paso, las problemáticas estructurales que han empujado a tantos compatriotas a tomar el camino de las armas. ¿Acaso echaba en saco roto Ospina que era una figura pública y por lo tanto un orientador de la opinión nacional? ¿Olvidaba eso que tanto resuena en sus artículos respecto a la responsabilidad ética que debe tener todo aquel que asume la vocería de una comunidad, con mayor razón si se trata de una comunidad nacional?
La hora de la franja amarilla no se puede embolatar
En la presentación de su obra ¿Dónde está la franja amarilla? (1997), Ospina puntualiza el compromiso que atañe a quienes son reconocidos por llevar a la urdimbre de la escritura esa realidad nuestra, a veces cruda, a veces mágica, las más de las veces exultante y mortal: “…un escritor tiene el deber de ser parte de su tierra y de su época”. ¿Podía ser indiferente Ospina al clamor nacional, de ese momento, para poner fin al conflicto armado? No lo entiendo. Muchos de sus amigos intelectuales, atónitos ante tal voltereta política, ante tal ceguera, ante tal pobreza en su argumentación, hicieron pública su decisión de no volver a leer sus escritos y sus columnas. No fui hasta allá, quise creer que era un bache en su camino y se reivindicaría tarde que temprano y que valía más todo ese acumulado creativo e irreverente que tenía en su haber. Nunca hubo tal justificación de su salida inoportuna y disparatada. Por el contrario, al año siguiente, 2015, se ratificó en su escogencia maléfica y manifestó una actitud ingenua, por no decir irresponsable, respecto a su papel de faro de quienes lo leen:
“Porque la verdad es que lo que dije, y sigo pensando, es que el principal mal de Colombia a lo largo de su historia ha sido la vieja dirigencia colombiana. Esas nuevas dirigencias (Zuluaga), por oscuras o bárbaras y tontas que sean, son dirigencias que cualquier pueblo se quita en 20 años. Pero con esta vieja dirigencia (Santos) llevamos 100 años a cuestas, y podríamos llevarla otros 100 años más… Lo primero que dije en esa declaración es que era una opinión personal y que no esperaba que nadie la compartiera. No le estaba dando instrucciones a nadie de lo que debían hacer”.
Y ahora, de nuevo se equivoca. Ante un abanico de candidatos como Francia Márquez, Camilo Romero, Gustavo Petro y Alejandro Gaviria, expresa su adhesión a Rodolfo Hernández y, otra vez, su argumentación resulta pobre, con un agravante: la vez anterior se inclinó “por el menos peor”, pero ahora pone el peso de la metáfora de la gran franja amarilla –que no solo ventiló en el libro mencionado, siguió haciéndolo en su posterior producción ensayística, incluyendo en Pa que se acabe la vaina (2013)- a favor de Hernández, quien podría encarnar, según Ospina, las aspiraciones de cambio, equidad con justicia social, paz y reconciliación que nuestro país tanto necesita. Lo único rescatable de este personaje es su discurso contra el centralismo, la corrupción, las maquinarias clientelistas y su apuesta por retomar lo pactado en los acuerdos de paz con las FARC. Por lo demás, lo único que genera Hernández es desconcierto, en ocasiones risa –por su desparpajo para dar algunas respuestas- y, ante todo, desconfianza. Sus frases amedrentadoras nos traen al recuerdo las frases camorristas de Uribe: “Jueputa, me hago desgüevar hijueputa, si usted sigue jodiéndome le pego su tiro malparido”.
En este momento Colombia no necesita personas que inciten a tomar la justicia por su cuenta o que amenacen a quienes piensan diferente. Colombia requiere una persona que deponga el lenguaje del odio. Colombia necesita una persona que realmente conozca el país, que lo haya caminado, que sepa de sus carencias, de sus desigualdades, de sus dolores y sus tristezas. Alguien que lea el momento histórico y no se deje entrampar por los dogmatismos ideológicos. Alguien con la suficiente hondura ética para darle manejo pulcro a los recursos públicos. Alguien con la ecuanimidad para hacer cumplir y respetar el espíritu pluralista de nuestra Constitución. Colombia necesita alguien que la interprete y que se le mida a las grandes transformaciones que exige la aclimatación de la paz. No creo que un personaje como Rodolfo Hernández tenga estas mínimas condiciones. Un mandatario debe generar admiración y respeto. El palo no está para cucharas y Colombia no se puede arriesgar con personajes pintorescos como Hernández. La periodista María Jimena Duzán devela perfectamente la catadura de este personaje:
“… Detrás del ingeniero solo está el candidato y su ambición de poder. Y no pierdan el tiempo buscándole la ideología porque tampoco la tiene. Para él la política es un negocio más que se mide por los costos y los beneficios… Hernández es el Hugh Hefner de la política digital, es el papá Noel que nos protege y también el justiciero que dice quiénes son los corruptos que hay que sacar del edén. Así lo ve la gente. Pilas con este candidato…”.
No se puede decir una cosa y hacer otra. Es una regla básica de una ética pública. Ospina desacierta al tomar la opción por un candidato que no está a la altura de los grandes cambios que necesita con urgencia Colombia. Es un momento histórico que requiere frío análisis de los planteamientos de los candidatos y no se puede elegir a los “líderes” que han sido inflados a fuerza de folclorismos, de mensajes polarizantes -multiplicados por las redes sociales- o con escasa solidez argumentativa. Es la hora de las reflexiones, de la confrontación por las ideas, del respeto a las diferencias y de la sensatez a la hora de tomar decisiones electorales.